19/7/12

Urquiza, el látigo y la espada

Por Rubén Bourlot


Figura controvertida y contradictoria la de este estanciero y político llamado Justo José de Urquiza. Una mixtura entre señor feudal criollo y burgués incipiente.
A lo largo de cuatro décadas fue dueño de la política y de las haciendas de los entrerrianos. Hombre implacable cuando había que serlo y cuando no también, tanto con la espada combatiendo a los enemigos como con el látigo para obtener obediencia. Dejó una marca imborrable en las instituciones de la provincia y en el país y también una numerosa descendencia. Alguna fama se hizo de galante que lo mostró muy temprano entreverado con las féminas de la familia López Jordán y después con cuanta damita orejana o no que se le cruzara en el camino.
En 1827, ya diputado y presidiendo la cámara, mostró sus uñas de político con un proyecto de ley para erigir una pirámide en homenaje al caudillo Francisco Ramírez. Después se encumbró en la carrera militar y su prestigio fue creciendo en tiempos de la confederación rosista. En 1841 alcanzó la máxima magistratura de la provincia y como buen federal saturó de rojo (rojo punzó) la provincia. Sólo el cielo permaneció celeste porque no se podía teñir. Llegó a prohibirse la introducción de “géneros teñidos o pintados con los colores verde o celeste” (por considerarlos unitarios).
A la par de su prestigio crecieron sus propiedades: estancias y tropa. Pero también cultivó otras pasiones como la de fomentar la educación. Mucho antes que Sarmiento impulsó la enseñanza primaria, secundaria y superior que se cristalizó en su principal creación: el Colegio del Uruguay.
Siempre estuvo rodado de hombres de prestigio, notables emigrados europeos,  que lo mostró como una especie de déspota ilustrado, refugiado entre los muros de palacios europeos, rodeado de pinturas y esculturas, aves y árboles exóticos.
Cuando creyó que a Rosas se le había agotado su media hora, resolvió sacarse ese molesto contrapeso y se catapultó a la cresta de la ola. Encabezó la organización del país, que ahora sí debía funcionar bajo el imperio de la ley. “Entro a mandar obedeciendo”, proclamó. Y debió probar la misma medicina que tuvo en vilo al Ilustre Restaurador. La intriga de los unitarios del puerto de Buenos Aires, ambiciosos exclusivistas que  no toleraban estar bajo el poder de un provinciano. Sin poder ni ganas de insistir en la unidad nacional desde el interior, en Pavón entregó el bastón a Mitre y se volvió a su provincia para gobernarla y emprender sus proyectos particulares. Incapaz de reconocer los límites entre lo público y lo privado.
En su incipiente papel de burgués proyectó un moderno saladero para manufacturar sus reses y una avanzada fábrica de paños que no llegó inaugurar, entre otras empresas.
Pero su espada y su látigo habían generado un sinnúmero de odios. Demasiados. El filo que tanto blandió contra sus enemigos se dio vuelta y cobró su vida de una sola estocada. 

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