Por Rubén I. Bourlot
La historia suele hacer foco de
su atención en los personajes que considera protagonistas excluyentes de los
procesos históricos. Al menos es la historia mayormente divulgada y enseñada.
Pero en cada proceso histórico hay un fermento que le da razón, tanto o más importante
que las personalidades emergentes. Como habría dicho el canciller alemán Otto
Bismarck: “Todo hombre es tan grande
como la ola que ruge debajo de él”.
Así, si tomamos a uno de los personajes más historiados de Entre Ríos como fue Justo José de Urquiza, vemos que entre los testimonios que permanecen de su vasta trayectoria se cuentan edificios emblemáticos como el Colegio del Uruguay, el Palacio San José y el saladero Santa Cándida, entre otros. Pero pocos se preguntan cuántas personas anónimas o no tanto estuvieron detrás de la construcción de esas sólidas edificaciones. Además de los arquitectos y constructores estuvieron los albañiles que manipularon con maestría las argamasas y los ladrillos. Y ¿quiénes habrán sido los que fabricaron esos miles de ladrillos?
El laborioso ladrillero es uno de los oficios que atraviesan los tiempos y llegan hasta hoy. Si bien hay establecimientos industriales para su fabricación el oficio sigue vigente con algunos adelantos tecnológicos que atemperan la rudeza de algunas de las tareas. En las cercanías de la mayoría de las ciudades existen los característicos hornos de ladrillos que cada tanto bañan con sus humos los arrabales. Es que el ladrillero es quien manipula con destreza tres elementos esenciales -agua, tierra y fuego- para convertirlos en el noble ladrillo que desafía vientos y alturas. Pero no solo hombres son ladrilleros, hay mujeres y también niños que son utilizados en esta tarea, en este último caso violando las disposiciones vigentes respecto al trabajo infantil.
Los ladrillos del Palacio
Un documento existente en el Palacio San José da cuenta que Urquiza había contratado a un maestro ladrillero para que instalara un horno cuando se dispuso la construcción del lago artificial del palacio. El contrato fue celebrado en 1863 con Juan Echeverne. El horno se ubicaba en los terrenos del Palacio y Urquiza se obligaba a suministrar “yeguas” para formar el fango en el pisadero; entregar los moldes para dar forma a los adobes de acuerdo al tamaño requerido; facilitar las reses para el consumo del personal “de carne buena a precio conveniente”; entregar mensualmente el dinero para pagar a sus peones y cien pesos de contado por adelantado, al inicio de la producción a cuenta de los ladrillos fabricados, y otorgar para la fabricación sin costo alguno “el agua, leña y bosta que emplea en el trabajo”.
La contraparte se obligaba a trabajar para producir “desde un mil hasta trecientos mil ladrillos de buena calidad, del tamaño de catorce pulgadas de largo, siete y medio de ancho y dos de grueso en crudo y puesto al pie del horno a razón de ocho pesos moneda boliviana los buenos y a razón de seis pesos los que en la entrega no se hallasen de buena calidad”
En el detalle del citado contrato hallamos algunos de los pasos necesarios para la elaboración de ladrillos, que comienza con la recolección de la “bosta” o estiércol, preferentemente de caballo, que sirve para ligar con el barro y a su vez favorecer la quema del ladrillo. Hoy es reemplazado por cáscaras de arroz, aserrín, paja y otro elemente similar, pero los expertos del oficio no la comparan con la noble bosta.
La otra
tarea consiste en acarrear la tierra al pisadero, y no cualquier tierra sino la
que contenga la adecuada proporción de arcilla y arena que permita el amasado.
En el pisadero se mezcla la tierra con la bosta y el agua y luego la tarea
paciente del pisado que originalmente se hacía con caballos, luego con una
rueda tirada por un caballo que hoy suele reemplazarse por un tractor. Cuando el
barro está a punto viene la tarea más ardua que es la de “cortar” los
ladrillos. El de cortador es un trabajador especializado dentro de la ladrillería
que soporta los soles del verano y las heladas del invierno a la intemperie. Trabaja
con las manos mojadas en agua para moldear el ladrillo. Con una rústica
carretillos arrima el barro desde el pisadero a la mesa donde va colocando
puñados de barro en un molde que debe manipular con habilidad y cortar en el
punto justo con la mayor prolijidad. Luego los desmolda sobre la “cancha” donde
se producirá el primer proceso de secado. Cuando está suficientemente oreado se
los apila en forma de rejillas para culminar con el secado del “adobe” como se
le llama al ladrillo crudo. Con ese adobe se construye el “horno” donde se va
proceder al quemado.
Hoy podemos observar en Paraná, en la zona de calle Miguel David, una sucesión de ladrillerías que dan nombre a la barriada, Los Hornos, rodeadas de precarias viviendas, la mayoría de retazos de madera y chapa. Una ironía que quien fabrica ladrillos no pueda levantar su casa con el producto de su trabajo. Esto recuerda a una obra de radioteatro de la autora uruguayense Marisa Allende, “El andamio y las brasas”, que cuenta la historia de un albañil que estaba trabajando en la construcción de un edificio de departamentos (“el primer edificio de departamentos de Concepción del Uruguay, el edificio Guini”) y se reprochaba a sí mismo que él no había podido ser capaz de terminar su propia casa.
En algunos casos los ladrilleros
se encuentran organizaron en cooperativa con es el caso de la Cooperativa Fátima de Santa Elena y
la Cooperativa de Trabajo Ladrilleros de Paraná. También tienen sus fiestas
anuales en Puerto Víboras (Hernandarias) y en Federal.
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