Rubén I. Bourlot
Desde hace
algunas décadas presenciamos una euforia por definir los tiempos
contemporáneos. Para algunos estamos viviendo en la postmodernidad, asistimos a
fin de la Historia sustentada en la idea de globalización y en la explosión
tecnológica. A fines del siglo pasado la idea de que habitábamos una aldea
global suponía la desaparición de los conflictos de nacionalidades, de la puja
de las culturas para conservar o construir sus respectivas identidades. Todo
esto bajo la vigilancia de la pax imperial. Los hechos cotidianos y los sucesos
globales en las primeras décadas del siglo XXI tienden a desmentir estas
teorías de fin de milenio. Por ello también son tiempos de rectificaciones.
Si podemos
hablar de algún tipo de globalización tenemos pensar en el mercado, verdadero
dios pagano de la modernidad. El mercado acompañó las grandes conquistas, desde
las cruzadas hasta nuestros días. La globalización mercantil que hoy
interconecta al Mundo a una velocidad impensada hace un siglo (Internet,
jumbos, satélites, cohetes intercontinentales) se anudó con la expedición de
Magallanes - Elcano cuando amanecía el siglo XVI. Por lo tanto no es un
fenómeno tan nuevo para estos tiempos de inmediatez. Es un acontecimiento
propio de la Modernidad europea.
Es en este
contexto que el trabajo humano ingresó como un componente más del mercado,
integrando las cadenas de producción y comercialización, convirtiéndose en una
variable más de los costos y en una mercancía. Así se justificó el comercio de
esclavos, no ya la utilización de mano de obra esclava de las épocas preburguesas.
El esclavo era mano de obra y mercancía. El esclavo abarataba los costos de
producción de materias primas en las colonias y de manufacturas en las
metrópolis. Las revoluciones sociales incorporaron los derechos ineludibles de
los trabajadores y la esclavitud corrió el riesgo de desaparecer. No obstante
el propio mercado recobró la iniciativa: flexibilización laboral, pérdida del
poder adquisitivo de los salarios, reemplazo de trabajo humano por artefactos
(robótica) contribuyen hoy a transferir el fruto del trabajo a los dueños de
los medios de producción. Para ello el mercado ha sustituido al estado, a la
política, como depositarios y administradores del poder. El poder del pueblo,
un postulado de la modernidad, es una entelequia hoy más que nunca. El poder ha
sido expropiado por el mercado.
Se plantea
el fenómeno de la desaparición del trabajo en las formas que conoció la
humanidad desde sus orígenes. El trabajo poco a poco se convierte en un
privilegio de una clase social intermedia entre la aristocracia propietaria del
mercado y los pobres que se deben conformar con las migajas de la “economía
informal” y los planes sociales. En este contexto, heredero del más puro
malthusianismo, sobran millones de personas.
Frente a
esta realidad es necesario abrir un paréntesis para reflexionar y repensar el
sentido del trabajo humano. No como un engranaje en la maquinaria de producción
de bienes (o males) y servicios, un componente más del costo, una variable económica.
El trabajo es parte de la dignidad del hombre. El hombre ganará el pan de cada
día con el sudor de su frente dice la milenaria consigna. El trabajo es una
experiencia vital, un acto cultural y una manera de servir a la comunidad. La
persona humana se realiza mediante el trabajo, se constituye parte de su
comunidad siendo útil, aportando su trabajo, cumpliendo una función (Aquello no
era trabajo, / Mas bien era una junción, al decir del
Martín Fierro). Desde este punto de vista no pueden existir desocupados y por
ende miembros de la comunidad que no puedan satisfacer sus necesidades de
alimento, abrigo, descanso y esparcimiento. La máquina, la tecnología son sólo
instrumentos creados por el hombre para servir al hombre, para aliviar tareas
penosas, para explorar nuevas experiencias propias de la cultura. No es
concebible justificar la marginación de parte de la sociedad, sacrificar
millones de personas, como un precio a pagar al avance tecnológico. La máquina
no es responsable de las injusticias, de la miseria, de la guerra. La ruptura
de la armonía entre el trabajo que transforma la energía física e intelectual
del hombre en bienes culturales, y el descanso - alimentación - esparcimiento,
por los cuales el hombre recupera esas energías; es responsabilidad de la
lógica del mercado, que acumula los bienes producidos en pocas manos para luego
distribuirlas - venderlas con la mayor ganancia posible.
Es necesario
dar una vuelta de tuerca para reinventar el trabajo, desvinculándolo del
mercado.
El hombre americano y el trabajo
desde una nueva perspectiva
El hombre
americano es producto de la fusión de culturas autóctonas con las oleadas de
pueblos europeos peninsulares, impulsadas por las energías mercantiles pero
también motivadas por ideales cristianos. Evangelizar a los indios implicó, más
allá de gruesos y trágicos errores de apreciación, un esfuerzo para incorporar
el otro a la ecúmene, ese otro que rechazaban, en nombre del puritanismo, los
anglosajones que arribaron a la costa atlántica del norte de América.
La cultura
hispanoamericana es una cultura trascendente. La comunidad, el cuerpo social
tiene un horizonte de más allá. En otra dimensión puede hallar la salvación. El
pueblo americano es un pueblo creyente con la misma fuerza e ingenuidad de sus
antepasados indios. Los mitos y leyendas de las cosmovisiones americanas fueron
el germen de su destrucción histórica pero a su vez fueron capaces de
trascender en la nueva realidad cultural. De lo material nos quedan ruinas
monumentales en medio de la maraña; de lo espiritual permanece vivo casi todo,
imbricado, mimetizado en las culturas de la América morena. Es en los rincones
más remotos del subsuelo social donde perdura viva la llama de una nueva
redención; en los arrabales de una comunidad fracturada entre la opulencia de
los edificios de vidrio y acero, la pobreza extrema entre las chapas y los
cartones de las favelas y villas. Es en este submundo que para los politólogos
son sectores NBA - con necesidades básicas insatisfechas - donde permanece
latente el reservorio de dignidad humana, donde se conserva la llama de la
esperanza por un más allá superador de las miserias actuales.
Desde esta
América, podremos reinventar el trabajo con otra perspectiva, reconstruir una
cultura donde el trabajo sea un componente imprescindible. Repensar el mundo,
no como una aldea global sino como una sumatoria de comunidades integradas por fuertes
lazos de identidad y solidaridad. Repensar y recrear el estado como la
realización suprema de la comunidad organizada, su expresión más acabada, que
sintetiza las aspiraciones de sus miembros. Este estado sustentado en las
relaciones de trabajo y no en las relaciones económicas como las concibe el
liberalismo, será el único que garantizará la justicia, la paz social y la
prosperidad de los pueblos.
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