10/7/25

El último combate del caudillo Ramírez

Rubén I. Bourlot


Hace doscientos años Francisco Ramírez, el Pancho de los entrerrianos, libraba su último combate. Ese diez de julio de 1821 las últimas estrellas huían ante el avance arrollador, ineludible del amanecer. Imperceptiblemente, el cielo se iba tiñendo de rosicler y, hacia el levante, se recortaba un horizonte ondulado. La brisa helada del sur congelaba el paisaje semiárido y descorría el aroma salino hacia el norte. Las sierras ascendían como sombras en la penumbra. Aquí y allá bosquecillos de palmeras, quebrachos y arbustos xerófilos, como manchas pintadas por una mano infantil. Una cañada sedienta cortaba la geografía como una herida sin cicatrizar. Aquí un campamento con tiendas deshilachadas, más allá otro pequeño. Los caballos arremolinados dormitaban con sus atalajes puestos preparados para cualquier emergencia. Otros pastaban tarascando, procurando sacar algunas briznas de hierba al suelo pedregoso. Más alejadas, algunas mulas y cabras merodeaban, tempraneras en procura del sustento diario. La serenidad matinal amortiguaba el rumor gastronómico de las bestias y los chillidos de las aves nocturnas que retornaban a sus respectivos refugios.

De pronto, rumbo al bosquecillo de palmeras, algo irrumpió quebrando la armonía circundante. El soldado de guardia, saliendo de su estado de modorra, observó las siluetas en movimiento. Fue un momento de perplejidad antes de dar el grito de alerta. Superponiéndose al alarido del soldado todo estalló. Jinetes se materializaron avanzando directo al campamento, en medio de exclamaciones, fragor de cascos que crepitaban sobre el pedregal, clarines que llamaban a combate. El comandante Anacleto Medina ordenó a gritos los preparativos para la defensa. Los soldados saltaron de su sueño a las monturas, lanza en mano, poncho revoleado. El campo se erizó de lanzas agitándose, avanzando hacia el choque. En el otro campamento Francisco Ramírez y su guardia se pusieron en pie para aguantar la embestida.


Las escaramuzas

Los dos bandos ya estaban frente a frente serpenteando, provocándose, estudiándose prestos para dar el zarpazo. Las fuerzas combinadas de Santa Fe y Córdoba emergían por los cuatro costados. Los entrerrianos, repuestos de la sorpresa inicial atropellaron contra la guerrilla que salía escupida del palmar. Los caballos selectos del comandante santafesino Orrego se deslizaban veloces, con ardor. Por el flanco derecho avanzaba el gobernador cordobés Bedoya, procurando cortar en dos a la partida entrerriana. Para escapar de la encerrona Medina ordenó la retirada hacia al norte por la cañada, entre el algarrobal. El enemigo que los perseguía a sable y fuego en pequeños pelotones. Los panzasverdes desbandados en busca de la frontera santiagueña. El sol insinuaba ya su cabellera resplandeciente.


La cabeza por la dama

El enemigo fue quedando atrás, entre la polvareda. Pero un reclamo ineludible atravesó el aire tenue de las primeras horas. Un preciso golpe de boleadora pialó el rosillo que montaba la Delfina, la coronela de Ramírez. Cayó la bestia y se arremolinaron los soldados excitados en torno de la preciada presa. La mujer forcejeó con valor; gritó auxilio y su sombrero cayó a un lado agitando su penacho de plumas marchitas. La chaquetilla punzó, deshilachada por las espinas de la vegetación y la voracidad de los soldados, apenas alcanzaba a cubrir lonjas de su cuerpo. Los reclamos de la mujer hicieron volver sobre sus pasos a Ramírez y su custodia. Acudieron a la carrera, sables en mano para enfrentar, embravecidos, para enfrentar a la turba. Ramírez ordenó al Indio Medina que auxiliara a la mujer en tanto acometía iracundo a los enemigos. Medina tomó a la dama indefensa, la alzó sobre las ancas de su flete y retomó el derrotero de sus compañeros. El Supremo enfrentó de igual a igual al teniente Maldonado, jefe de los santafesinos. Sus ojos incendiados, en sus manos el sable danzando amenazante. En la mano de Maldonado una pistola apuntó al poncho punzó del entrerriano. Un fogonazo selló el acto y apagó el fuego, el tiempo se detuvo. Sobre el púrpura del poncho se abrió una flor escarlata. Cayó el cuerpo sobre la cruz del azulejo, el poncho flameó en un saludo póstumo y envolvió el cuerpo como mortaja. El caballo piafó inquieto, sin gobierno, sin comprender lo que estaba sucediendo. Otra vez una nube de hombres armados rodeó la escena. Maldonado derramó órdenes a diestra y siniestra; un soldado levantó su sable sobre el cuerpo yacente del caudillo. La delgada sombra atravesó el aire como un relámpago y con ese solo golpe, limpio, temerario mutiló la hidalga cabeza. Irreverente la tomó de la cabellera y ofreció ese objeto sangrante a su jefe y al comandante Orrego.

Ni bien aplacado el polvo de la batallas, el coronel Bedoya garabateó un oficio al gobernador López donde le comunica que “las armas combinadas de esta Provincia y la de su mando acaban de triunfar completísimamente del Supremo de Entre Ríos y su tropa; por instancias de los bravos santafecinos remito en presente la cabeza del caudillo...”

Partió el teniente de dragones José Luis Maldonado con el trofeo a los tientos, envuelto en un saco de cuero de oveja, y el pliego para el gobernador. 


11 de julio

En el Puesto de Fierro, cobijados por una tienda, López sentado frente a su escritorio cebaba mates en tanto escuchaba con atención las novedades de Maldonado. En un rincón, muda y sorda, posaba sobre una mesita la cabeza de la discordia.

- ...Ya se nos escapaba la indiada... -Maldonado hace una pausa para sorber de la bombilla-... rumbeaban para los montes que dan a la frontera con Santiago del Estero, cuando alcanzamos al rosillo de la cuartelera de Ramírez, la Delfina. Un bolazo le pialó el caballo y cayó la hembra, pero en eso vimos que se nos venía al humo una partida de soldados y al frente el taimao de Ramírez. Ahí nomás nos fuimos para atacarlo... una balacera y Ramírez cae herido. No lo podíamos creer. Ahí estaba, tirado, indefenso, tieso el causante de tantas desdichas.

- ¿Y qué fue de la Delfina?

- En el entrevero se la llevaron pa’l monte, en ancas del caballo que montaba el tal Indio Medina...

- ¿Y cómo fue que le cortaron la cabeza?

- Bueno, fue el cabo Pedraza que se le echó encima y de un sablazo limpito se la cortó...

López alza la vista y el interlocutor calla. Su mirada se pierde más allá del techo de la tienda, se hunde en la profundidad del cielo azul que los cubre, sobrepasa las ondulaciones de las sierras, se desliza por las llanuras que bajan al este. Al cabo reflexiona.

- ¡Qué gran hazaña han hecho ustedes! ¡Pobre Ramírez, he ahí el resultado de la guerra civil! Yo, a pesar de su ambición, apreciaba mucho a ese hombre.



Bibliografía

Bourlot, et al (2020). Francisco Ramírez, 200 años de identidad entrerriana, Paraná.

Bourlot, Rubén (2024). El secreto y la jaula. Ana Editorial


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