Publicado originalmente en Orillas
“Tenía diecisiete o dieciocho años cuando todavía arábamos con caballos.
“La tarea no era de improvisados, tenía sus técnicas y secretos. Había que atar —ese era el término— los siete caballos juntos, y no era cuestión de juntarlos y ubicarlos donde se quisiera. Los caballos, como las personas, tienen distintas formas de ser. En las personas se dice personalidad; en los animales eso está en discusión pero, en definitiva, tienen características que los diferencian a unos de otros, más allá de la raza.” Así relata Aldo Herrera su experiencia en el libro que precisamente se llama Arar con caballos.
El caballo aparece en nuestra región traído por los criollos descendientes de los pobladores españoles en la época colonial y pronto son adoptados por los nativos, charrúas principalmente. Eran caballos para tareas de hombres de a caballo, para los arreos y para la caballería de guerra. Hasta mediados del siglo XIX los caballos cumplieron esa función y la de tirar algún carruaje ligero, hasta que la llegada de los inmigrantes los transformó en el auxiliar de las tareas agrícolas, a la par de los bueyes. El caballo utilizado para tirar de la reja, abrir surcos y luego arrastrar el carro para el acarreo de la cosecha.
Tractor de vapor y caballos en la zona de Yeruá en 1910,
fotografía de Barcón Olesa
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Hasta la década del ’60 del siglo pasado se podían ver en los campos a los agricultores roturando las melgas con arados simples (de una reja), dobles, o de tres rejas; pasando la rastra, sembrando o carpiendo el maíz todos con el auxilio de los nobles caballos, a la par de los humeantes tractores que ya venían ganando terreno desde principios del siglo. Los arados utilizados eran el Ruso, Triunfo, Deering, entre otros. Una imagen característica de otras épocas es el arado seguido por bandadas de aves de distintas especies que se agolpan para recoger los insectos dejados al descubierto la roturación del suelo. Eran tiempos cuando aún la lucha contra las “plagas” no había arrasado con muchos de nuestros pájaros autóctonos y otros tantos exóticos.
Recuerdo que a los cinco o seis años ayudaba con la carpida del maíz: mi padre Isidoro inclinado sobre la esteva del arado de mancera y yo sobre el caballo para conducirlo y luchando con el equino que se engolosinaba con las plantas y cada tanto robaba un bocado. También me tocaba, en la largas tardes de laboreo, llevar el recipiente con el mate cocido para la pausa de la merienda. “El mate cocido a media tarde, que si era con galletas de Zampa, remojadas en el mate cocido, era lo más rico que alguien pueda imaginar – Recuerda también Herrera -. Le servíamos a mi padre en ese tiempo, o algún peón mensual que siempre había…”
La jornada comenzaba muy temprano, antes que el sol insinuara sus albores, para reunir los caballos llevarlos al corral y atarlos al arado, la rastra o la sembradora. Aldo Herrera explica que solía usarse un caballo más dócil, al que le llamaban “madrina”, que llevaba “en el cuello el cencerro, una campanita que en la oscuridad de la noche o la madrugada, cuando ibas a buscar los caballos, desde lejos te indicaba dónde estaban. El sonido de esa campanita —y se supone que también el reconocimiento de autoridad de quien la llevaba— hacía que todos los demás caballos se mantuvieran siempre a su alrededor (...)”
Cada caballo, como el perro - considerados de los “amigos” más preciados del hombre por su utilidad y fidelidad -, tenía su propio nombre. Recordemos los famosos como el Rocinante del Quijote, Bucéfalo de Alejandro Magno, Babieca del Cid Campeador, los no menos famosos Tornado de El Zorro y Silver del Llanero solitario, el Moro de Artigas, El Sauce de Urquiza o el Pampero de Patoruzú. Muy al pasar mencionamos nombres escuchados en las zonas rurales que generalmente aluden al pelaje o al carácter del animal: Zaino, Tordillo, Alazana, Carbón, el Novecientos (curioso nombre que recordaba el precio de compra), Picaso, Malacara, Zenona o Titina, una famosa yegua corredora de cuadreras de los pagos de San Cipriano.
En cuanto a las razas, además del muy rústico andaluz traído por los españoles en tiempos de la Colonia, que derivó en el criollo argentino, era muy utilizado el denominado percherón originario de Normandía (Francia) producto de la cruza con caballos árabes. Hacia 1904 llegaron a Argentina, donde se difundieron rápidamente para las tareas agrícolas.
También el noble equino fue utilizado para el placer y el esparcimiento, como animal de monta y de tiro para arrastrar los sulkys, jardineras y otros vehículos de transporte familiar. O para las diversiones muy populares de las zonas rurales como las carreras cuadreras y de sulkys, y las polémicas jineteadas.
Bibliografía:
Herrera,
Aldo , Arar con caballos, Imprenta Lux, Santa Fe, Junio de 2013
Gallay,
Omar Alberto, Esperanza, corazón y tierra: narrativa histórica de la colonia
San Cipriano, El Autor, C. del Uruguay, s/f.
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