Hubo un tiempo que la Solapa era de temer. A ningún gurí se le ocurría salir a jugar en el verano a la hora de la siesta. Esa señora vestida de blanco y sombrero de paja se podía asomar en cualquier momento y llevarse al gurí al monte de donde era muy difícil escapar. Pero varias generaciones después los pequeños ya nacían avivados y no se asustaban con ese rela
to de duendes a la hora de la siesta. Y la pobre Solapa se resignó a pasar sus días en soledad a la sombra de un sauce llorón recordando viejas glorias.
Como tenía mucho tiempo la Solapa se puso a pensar qué hacer para que los chicos le prestaran atención nuevamente. Supo que al llegar cada fin de año la gurisada esperaba con ansiedad los regalos que solían traerles unos extraños personajes que se llamaban reyes magos, o un niño al que llamaban Jesús, u otro monstruito más raro aún que nombraban como Papá Noel, vestido de rojo y barba blanca, que llegaba surcando los cielos montado en un trineo a quién nadie temía. Entonces se le ocurrió una idea. En lugar de andar por los campos asustando gurises pensó que tal vez obedecieran más si les prometía premiar a los que no hicieran travesuras a la hora de la siesta.
Se calzó de nuevo la túnica blanca, el sombrero de paja y salió a recorrer los campos. Visitó las casas y a los gurises que habían aceptado los consejos de sus padres les ofreció regalos que sacaba de una gran bolsa que nunca se vaciaba: unos dulces macachines, una fruta de mburucuyá, un puñado de pitangas o un esquisito panal de lechiguana.
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