31/10/24

El aluvión universitario

 Rubén I. Bourlot

 

El sistema universitario argentino hunde sus raíces en el período hispánico que con la ocupación del territorio trajo también lo más granado de la cultura europea como fueron las universidades. En lo que hoy es la Argentina se instaló la Universidad de Córdoba (1613) y en la región rioplatense se fundaron la de Asunción (1779) y la de Charcas (1621) donde se formaron varios de los actores de la emancipación americana. Un caso llamativo es que un proceso de “colonización” se sustentara en la creación de universidades. Como escribió Elio Noé Salcedo (El origen de la Universidad nuestro americana) “El tiempo demostraría la potencialidad intrínseca de la ‘Universidad Americana’ para los latinoamericanos, dada su originalidad, novedad, naturaleza inédita y proyección en el nuevo mundo que nacía y que, después de quinientos años, aún no termina de nacer. De allí también su potencialidad y vigencia.”

A fines del siglo XIX se comenzó a estructurar el sistema universitario argentino con la Ley Nº 1.597 de 1885, llamada Avellaneda, que reguló los estatutos de las universidades nacionales. La norma fue un proyecto presentado por el senador nacional Nicolás Avellaneda, expresidente del país (1874-1880) y rector de la Universidad de Buenos Aires.

En 1918 la movilización de los claustros universitarios impulsó una profunda transformación de sistema consagrando su autonomía funcional y cultural desde una perspectiva latinoamericana.

 

Quieran los argentinos estudiar

La nueva etapa política que emergió a mediados de la década de 1940, con la incorporación del pueblo trabajador, insufló nuevos aires al sistema educativo.

El 26 de septiembre de 1947 se sancionó una nueva ley universitaria, conocida como Ley Guardo, que dispuso el otorgamiento de becas para los estudiantes de sectores más humildes. Se iniciaba el camino hacia la gratuidad universitaria que se concretó en 1949. 

La ley Guardo, número 13.031 conocida por el apellido del diputado peronista Ricardo César Guardo, facilitó la incorporación de los obreros a los estudios superiores. Así como a principios del siglo XX los inmigrantes que accedían a una mejor posición económica aspiraban a “m’hijo el doctor”, en este caso el turno era para los sectores más humildes que podían acceder a la enseñanza universitaria con la ayuda de becas para el pago de los aranceles. Fue un gran paso para popularizar la formación superior complementada por otras medidas que impactaron positivamente en el proceso de ascenso social de la comunidad argentina.

Esta norma disponía que “el Estado creará becas para la enseñanza gratuita (…) otorgadas a los estudiantes que, poseyendo aptitud universitaria, sean hijos de familias de obreros, atendidas las circunstancias de cada caso no permitan costear los estudios universitarios ni prescindir en todo o en parte de la ayuda económica que aporte o pudiera aportar el becado".

Recordemos los entrerrianos que el sistema de becas para fomentar la educación de los sectores de menos recursos económicos se había establecido tempranamente para la enseñanza primaria. Francisco Ramírez las plasmó en los estatutos de la República de Entre Ríos y continuaron a través de los años. El histórico Colegio del Uruguay (fundado en 1849) también ofrecía becas para cursar la enseñanza secundaria e incluso en las carreras de nivel superior que se establecieron en la institución creada por Justo José de Urquiza. La reforma de la constitución de Entre Ríos en 1883 dispuso la gratuidad de la enseñanza elemental.

 

Obreros a estudiar

En 1948 se creó la Universidad Obrera Nacional (hoy UTN) orientada a capacitar a los trabajadores y a sus hijos, con el propósito de formar cuadros para el desarrollo industrial del país.

Un año después, en el marco del Primer Plan Quinquenal (1947- 1951), el por entonces presidente Juan Domingo Perón firmó, el 22 de noviembre de 1949, el Decreto N° 29.337 que suspendió el cobro de los aranceles universitarios.

Posteriormente, en 1953, el segundo gobierno peronista eliminó el examen de ingreso de las universidades públicas y al año siguiente se sancionó la ley 14.297; primera norma del Congreso que incluyó taxativamente la gratuidad universitaria. Específicamente, en el capítulo I “De la misión y organización de las universidades”, estableció como objetivo “asegurar la gratuidad de los estudios”.

Los resultados incontrastables de estas políticas se reflejaron en el incremento del número de estudiantes universitarios, que pasó de 51.447 en 1947 a 140.000 en 1955.

Pero, como viene sucediendo desde los comienzos de nuestra organización nacional, el grado de dependencia de ideas ajenas a los intereses nacionales, al sano desarrollo independiente, obstaculizaron la continuidad de las políticas de estado. Y así sucedió con los avances logrados en la educación universitaria que se venían desarrollando a lo largo de casi un siglo. El gobierno surgido del golpe de estado de 1955, autodenominado “Revolución Libertadora”, derogó las leyes universitarias y delegó en las Universidades la facultad de establecer o no aranceles y regular sus políticas de ingreso. La situación se mantuvo hasta 1974 cuando se sancionó la llamada Ley Taiana (impulsada por el ministro de Educación Jorge Alberto Taiana) que repuso la gratuidad y el ingreso irrestricto.

Duró poco. El gobierno del golpe de estado de 1976, autodenominado “Proceso”, quitó nuevamente la gratuidad y el ingreso irrestricto.

Con el retorno de los gobiernos constitucionales en 1983 el presidente Raúl Alfonsín dispuso la eliminación del arancel, los cupos, y, en la mayoría de las universidades, se reimplantó el ingreso irrestricto. En 1984 una ley del Congreso ratificó estas medidas.

Pero -siempre hay un pero- durante la gestión de Carlos Menem, en 1995, el Congreso sancionó una nueva Ley de Educación Superior que habilitaba a las Universidades para aplicar aranceles en los estudios de grado.

Finalmente, recién en 2015 con la presidencia de Cristina Fernández, se sancionó la ley 27.204 modificatoria de la citada ley de 1995 que consagró definitivamente la gratuidad de los estudios de grado universitario.

 

Párrafos para Guardo

Ricardo César Guardo, nacido en Buenos Aires en 1908, odontólogo por la Universidad Nacional de La Plata y luego médico egresado de la misma casa de estudios. Ejerció la docencia universitaria en la UNLP y en 1945 fue elegido Consejero de la Facultad de Ciencias Médicas, representando a los profesores adjuntos, siendo el profesional más joven que como docente de esa casa de estudios llegara a ocupar dicho cargo.

Se involucró en la actividad política de la época. Fue militante radical y tras conocer a Juan Domingo Perón fundó el Centro Universitario Argentino para acercar universitarios al naciente movimiento político. Entre 1946 y 1952 Guardo fue Diputado Nacional por la Capital Federal. Su esposa Lillian Lagomarsino acompañó a Eva Perón en su gira por Europa en 1947.
Tras la sanción de la ley de su autoría en 1947 su estrella se fue apagando. Víctima de las intrigas políticas dentro del propio movimiento pasó al olvido aún cuando siguió en su mandato legislativo hasta 1952.

Los que no lo olvidaron fueron los “libertadores” que tras el golpe de estado de 1955 lo  persiguieron y debió marchar al exilio. Se asiló en la embajada de Haití en Buenos Aires hasta que pudo irse a Chile. Al tiempo fue invitado a dar clases en la Universidad de Belo Horizonte, Brasil.

Vuelto al país, en 1974 fue designado embajador ante la Santa Sede y luego ocupó brevemente el Ministerio de Defensa durante la presidencia de María Estela Martínez de Perón.

Falleció en su ciudad natal en 1984.


En la imagen: Ricardo Guardo (de anteojos y bigotes) junto a Carlos Emery, John William Cooke y Raúl M. Salinas

Cadaver de Urquiza: Una célebre y macabra fotografía

Carlos Páez de la Torre H

Dos estudiantes de familia tucumana, Guillermo y Augusto Daniel Aráoz, se las ingeniaron para registrar el cadáver del general Justo José de Urquiza en 1870, pocas horas después de su asesinato.

En la actualidad, se cuenta con una enorme cantidad de fotografías de personas asesinadas, desde todos los ángulos y con los más increíbles detalles. Del siglo XIX existen fotos de muertos (había quienes las hacían tomar expresamente, para «recuerdo» familiar), pero no son muy frecuentes. Eso, entre otros motivos, porque las fotos generalmente se tomaban en los estudios. Lograrlas fuera de ese ámbito significaba una serie de dificultades -empezando por las lumínicas- además de cargar con los pesados aparejos, nada portátiles, que constituían el equipo del fotógrafo.

Por eso la fotografía del cadáver del general Justo José de Urquiza, captada a las pocas horas de su asesinato, constituye un documento sin duda impresionante. La imagen tiene su historia. Hace ya largos años copié párrafos (y lamento no haber obtenido una fotocopia integral) del escrito de uno de los autores de la macabra placa, por gentileza de la señora María Elisa Colombres de De la Rosa, ya fallecida. Esos apuntes permiten hilar la trama correspondiente.

Como se sabe, el ex presidente de la Confederación Argentina y en ese momento gobernador de Entre Ríos, fue ultimado al atardecer del 11 de abril de 1870, en su palacio de San José, a unos pocos kilómetros de la localidad entrerriana de Concepción del Uruguay. El asalto había sido ordenado por el general Ricardo López Jordán: se supone que la idea primitiva era un secuestro, pero la resistencia de la víctima desencadenó la tragedia.

El crimen de San José 

Fue una auténtica «operación comando», de la que participó un total de medio centenar de hombres, divididos en tres grupos. El mayor Robustiano Vera debía neutralizar el cuerpo de infantería del Palacio, y el capitán José María Mosqueira se encargaría de dejar francas las puertas de entrada. Finalmente Simón Luengoingresaría al mando de unos cuantos decididos a la suntuosa residencia del vencedor de Caseros.

Serían las 7 y media de la tarde cuando Urquiza, que conversaba en la galería con uno de sus administradores, Juan P. Solano, escuchó unos airados gritos que venían de las puertas del fondo. Primero pensó que se trataba de gente suya, pero pronto se dio cuenta del error. ¡Son asesinos… cierre la puerta del pasillo!, lo oyó gritar un testigo, esto a tiempo que corría hacia la salita donde estaban su esposa Dolores Costa y las hijas.

No tenía armas importantes a la mano, ni margen alguno para ir a buscarlas. Tomó entonces el pequeño rifle que usaba para matar pajaritos, que le acercó la cónyuge, y volvió al patio.

¡No se mata así a un hombre en su casa, canallas!

, dicen que gritó al grupo que ya llegaba hasta él. Les disparó un tiro, que alcanzó a quemar el bigote del cordobés Álvarez antes de impactar en el hombro del negroLuna. La partida ingresó, haciendo fuego, a la salita donde se hallaba el general, a cuyo cuerpo, aterrorizadas, se abrazaban Dolores y las niñas. Un tiro le acertó en la boca, y cayó al suelo atontado. Los hombres se acercaron y Nicomedes NicoCoronel, al ver que estaba vivo, «lo aseguró a puñaladas por debajo del brazo de su hija». Son referencias del historiador Isidoro J. Ruiz Moreno, tomadas del expediente judicial.

Los hermanos Aráoz 

Se había consumado así, en pocos minutos, el crimen que causó tremenda conmoción en la República. El presidente Domingo Faustino Sarmiento, al poner fuera de la ley a López Jordán, pocos días después, subrayaría las circunstancias del atentado en los párrafos iniciales de la proclama: «El gobernador de Entre Ríos fue muerto por sus asesinos al caer las primeras sombras de la noche, rodeado de su hijas, que intentaban sustraerlo a los puñales, y sin que la presencia de un solo hombre pudiese dar a este acto la apariencia de un combate».

En el Colegio de Concepción del Uruguay, entretanto, ese día parecía uno cualquiera. Entre los estudiantes que «habían quedado sin salir al campo por la falta de relaciones, así como por la escasez de recursos», estaba Augusto Manuel Aráoz, redactor de los apuntes. Era hermano de Guillermo y de Luis F. Aráoz, también alumnos del Colegio, y de Benjamín Aráoz, que un cuarto de siglo después sería gobernador de Tucumán.

Cuenta Augusto que se desempeñaba como celador del Colegio, «con una onza de oro de sueldo mensual». Esto lo había obligado a renunciar a otro puesto que había logrado a su llegada a Concepción, de «oficial de Justicia de la Excelentísima Cámara». Las tareas de celador, dice, «no me permitían estudiar ni asistir al empleo». Pero trabajaba, cuando podía, ayudando a Guillermo en la casa de fotografía que este había instalado en la ciudad.

Conmoción en la ciudad 

De acuerdo con la narración de Augusto, «a las 10 de la noche, oímos unos gritos y a la vez un tropel de caballos; en el instante pusimos atención, cuando apareció un soldado que venía a escape y gritando: han asaltado a San José las fuerzas del General Ricardo López Jordán; han muerto al General Urquiza.

Inmediatamente se mandó «tocar generala» y, bajo las órdenes del general Galarza y el comandante Calventos, una fuerza de «más de 1.000 infantes voluntarios» salió a medianoche, rumbo a San José. «Algunos colegiales fueron voluntarios y a mí, luego de estar en la formación, me sacó el Rector del Colegio, diciendo: que yo era empleado de la Nación, y que si me llevaban él pondría en conocimiento», cuenta Augusto. Esto le permitió regresar al local del Colegio.

El minucioso relato de Aráoz continúa con otras secuencias: la ocupación del Colegio por parte de los soldados de Teófilo de Urquiza, y la llegada de una fuerza mandada por el mismo López Jordán. Este los intimó a deponer las armas, porque «el general Galarza había pactado con Jordán y toda defensa les pareció inútil a los Urquiza hijos y a Victorica», que partieron a Buenos Aires «en un vaporcito».

Así, «a las 2 de la tarde» entraba a Concepción del Uruguay el cadáver del general Urquiza, «acompañado de algunas personas adictas a él». López Jordán, con su línea de soldados tendida a lo largo del paraje suburbano conocido como «La Seguridad», se «mantenía cercano, contemplando el féretro que por delante pasaba», dice Aráoz.

Como se sabe, Ricardo López Jordán fue elegido rápidamente gobernador por la Legislatura. Según Aráoz, eso ocurrió «a las tres». Estuvo en la ciudad hasta el 14, «día en que salió en campaña».

La famosa foto 

Guillermo y Augusto, cargando la máquina de fotos con su trípode y demás equipos, habían logrado colarse en la habitación donde estaba depositado el cadáver con el cajón abierto. Tomaron entonces la famosa imagen. Registra medio cuerpo desnudo del general. Se nota perfectamente la sangre que mana de la nariz y de la boca -donde impactó la bala- así como los orificios del puñal.

Apunta Ruiz Moreno que, durante mucho tiempo -casi un siglo- se pensó que la muerte de Urquiza había sido causada por el balazo. Hasta que la exhumación de 1950 reveló una prótesis dental que había detenido el proyectil, evidenciando que los puntazos de Nico Coronel fueron lo que cerró la vida del general.

Los avispados hermanos se dieron cuenta de las posibilidades comerciales que podía tener su placa. Tanto es así que, como cuentan los apuntes de Augusto, ni bien vueltos al estudio empezaron a multiplicar copias de la imagen de Urquiza yacente. Y ya que estaban, hicieron también retratos del triunfante López Jordán. Los ayudaba «el joven Mariano Cabezón«.

Narra que «habíamos hecho 500 tarjetas de cada uno hasta el día 22… cuando nos vimos obligados a marcharnos». Con la expresión «tarjetas» se refería a las pequeñas fotografías montadas sobre cartón, llamadas carte-de-visite, de dimensiones 10 por 6 centímetros, que se hicieron muy populares hasta fines de ese siglo.

Después 

El precipitado escape de los Aráoz se debía al comienzo de la campaña militar nacional sobre Entre Ríos, que buscaba terminar con López Jordán. El Poder Ejecutivo, según la circular del ministro Vélez Sársfield, no podía admitir «esa doctrina que bajo la atmósfera del crimen y sobre el cadáver de su víctima, se proclama hoy en la Provincia de Entre Ríos, con el hecho y con la palabra, declarando que la muerte dada y la muerte recibida, abren y cierran la sucesión del mando en una Provincia argentina…»

Los Aráoz habían escondido, «debajo de un tablado», en su estudio, «un cañón y algunos rifles». Augusto cuenta que «apenas entró el coronel Elía se lo entregamos, pero ni esto nos sirvió de nada; nos trataba como a verdaderos soldados». El fragmento de los apuntes termina: «Lo aguantamos dos días y tomando un bote pasamos el arroyo Negro en el Estado Oriental, tomando al día siguiente, el vapor a Buenos Aires».

Guillermo «tenía dos bultos en el arroyo Negro», que contenían parte del equipo del estudio: «los levanté y seguimos viaje a Buenos Aires donde llegamos sin novedad, el 23 de mayo de 1870».

(Publicada el 4/12/2017 en la revista La Ciudad de Concepción del Uruguay)

29/10/24

Berdiales, el olvidado poeta de los niños

Rubén I. Bourlot

 

Seguro que los más grandes recordarán haber leído en los ajados libros de lectura para los primeros grados de escuela primaria las poesías de un tal Germán Berdiales. Hoy una rareza. Es verdad que el público infantil cambió y esos versos sencillos, sin rebusques, resultarán muy ingenuos en un mundo invadido por la tecnología. Ese olvido del poeta tal vez se refuerce por su adscripción al nacionalismo católico, a las corrientes moralistas que en la primera mitad del siglo XX bregaba por reafirmar una identidad nacional e inculcar esos valores a la niñez.

Pero el mayor “pecado” fue su acercamiento al peronismo como colaborador de la revista “La Obra” -auxiliar imprescindible para generaciones de maestras y maestros- y autor de El libro de la Patria: texto de lectura para 4to grado: 80 lecturas en 85 lecciones y la Constitución Nacional en colaboración con Pedro Inchauspe, publicado en 1950.

Tal vez muchos de los que peinan canas recordarán con ternura los versos de 

La rueda del pan

—Chacarero, dame pan.

—Chacareros no lo dan,

que lo dan los molineros.

Vete a ver al molinero

y si no a la molinera.

—Molinero, dame pan.

—Molineros no lo dan,

que lo dan los panaderos.

Vete a ver al panadero

y si no a la panadera.

—Panadero, dame pan.

—Panaderos si lo dan.

Toma el pan, dame el dinero.

Demos ya la vuelta entera,

chacarero y chacarera,

molinero y molinera,

panadero y panadera.

Más ligero, más ligero,

demos ya la vuelta entera…


En una escuelita de Chubut

Germán Berdiales había nacido barrio porteño de la Concepción, lindando con San Telmo el 4 de septiembre de 1896 y falleció el 17 de mayo de 1975.

Poeta, maestro, traductor, escritor y periodista. Se inició en la actividad periodística a los dieciséis años y la abandonó (temporalmente) al terminar sus estudios como maestro. Con auténtica vocación magisterial, se encaminó hacia la provincia de Chubut donde fue maestro de niños aborígenes durante varios años. Retomó el periodismo a su regreso de La Pampa y la Patagonia y colaboró en publicaciones de prestigio como La Prensa de la Capital Federal, El Día de La Plata, Ficción, El Hogar, Pampa Argentina, Mundo Argentino y Vinos, Viñas y Frutas.

La obra de Berdiales fue principalmente escolar con obras que pretendían instruir, enseñar, inculcar cultura y conocimientos. Toda su obra fue una prolongación de la función docente, dice la biógrafa Elsa Plácida Vulovic.

El primer libro vio la luz en 1924 y se llamó Las fiestas de mi escuelita. Luego vino una vasta producción de comedias, diálogos, monólogos y discursos para la escuela y el aula. Se trataba de teatro infantil. Le siguieron: Fábulas en acción (1927), Padrino (1929), El último castigo: cuentos para padres y maestros (1929), Fabulario (1933) y Maestros del idioma (1936). Para la clásica colección Robin Hood (la de las tapas amarillas) escribió El hijo de Yapeyú, El primer soldado de la libertad, El maestro de América, Teatro Robin Hood y El Divino maestro, entre otras. También tradujo y adaptó obras clásicas como Corazón, de Edmundo de Amicis.

En El Monitor de la Educación Común publicó ensayos literarios y las obras de índole pedagógica.

En su época de esplendor anduvo por Paraná brindando conferencias. La cita fue el 2 y 3 de junio de 1948 en la Biblioteca Popular del Paraná y en el salón de actos de la Escuela Rivadavia.

Tras la caída del peronismo en 1955 su estrella parece desvanecerse. Aparece colaborando en periódicos y publica obras de teatro infantil.

En 1964 lo hallamos nuevamente en Paraná para participar del V Congreso Nacional de Escritores que presidió Beatriz Bosch.


27/10/24

Don Ata con los estudiantes del Colegio del Uruguay

Rubén I.Bourlot

 

El 16 de septiembre de 1963 llegó de visita a la Concepción del Uruguay Atahualpa Yupanqui (Don Ata, como le decían) persiguiendo los recuerdos cosechados en tierras montieleras durante  su paso por los años treinta: “con mirada de otros años, y otros tiempos contemplé, sobre un mangrullo de talas, el palmeral de Montiel”. Ya no sin caballo y en Montiel, sino a bordo de un automóvil, arribaba esa primavera de 1963. Ya no payador perseguido sino cargando con todos los laureles del cantor triunfante en los escenarios del país y el mundo.

Don Ata llegó para actuar en la ciudad invitado por la Peña Tradicionalista Ñanderogamí, y estuvo en la radio LT11, y al otro día estaría en el Colegio Nacional, el Histórico fundado por Justo José de Urquiza, para deleitar a los jóvenes con sus versos sentidos.

Ese jueves ingresó a los estudios de la radio, en ese entonces Splendid, acompañado del representante de la peña Ñanderogamí, Florencio López, y del joven integrante de la misma Juan Luis María Puchulu.

Al día siguiente estaba invitado para visitar y charlar con los estudiantes del Colegio del Uruguay. Por la noche se fue a dormir pensando en el encuentro con la juventud estudiosa. Y el sueño remolón no venía pero sí las palabras se agolpaban en la mente del cantor. Las palabras para la juventud del Colegio. Y esa noche en vela las volcó en el papel.

Frente a la estudiantina leyó esas palabras “de saludo para la juventud de estudiantes de Concepción del Uruguay en esta tarde.

“Qué linda suerte la mía, esa suerte de echar pie a tierra en este pago de Concepción del Uruguay, para saludar a la juventud estudiosa, pajaritos de reciente plumaje, que se preparan para el canto y el vuelo en venerables jaulas de mapas, de libros y consejos, en las que no hay ramas que detengan el sueño y la fantasía, y donde la vocación halla su cauce para correr tierra y tiempo, y darse con todo, como los arroyos que cruzan nuestras praderas con sol y sombra, y remolino, hasta entregar su viaje al ancho y amado río, sumándose a la vida y al paisaje con un destino de mar…”

 

PRÓCER DE CARNE Y HUESO

Las bellas palabras pronunciadas bajo el sol primaveral, en el antiguo patio del Colegio, echaron a volar y recorrieron galerías y pasillos, y se confundieron con las voces de otros tantos célebres personajes que pisaron las baldosas del Histórico.

“Fui como ustedes, pajarito libre sobre un paisaje de encantamiento. Quemaba mis carbones en el aula, y en el deporte, y en la danza.

“Cualquier camino que recorría de niño, de muchacho, era para mí, como para todos los adolescentes, una senda milagrera donde se me rebelaba un mundo; un mundo que era solamente nuestro; un universo que apasionaba al muchachito descubridor, un territorio que impulsaba al conocimiento de yuyos y de árboles, de nidos y de arenas, de frutas tibias bajo el sol de la siesta…”

Los jóvenes estudiosos -seguramente guardando respetuosos silencio- con ojos de asombro y oídos atentos, observaban a ese hombre de rostro aindiado ahí presente, vivo. Sí vivo porque para los estudiosos de manual los grandes hombres sólo viven en las esculturas, como ese Urquiza, ese Clark, ese Larroque que señorean congelados en el bronce.

“Los años, el tiempo, hicieron de aquellos caminitos de travesuras y revelaciones camperas y sencillas, un solo camino.

“El abuelo vasco y el abuelo indio, se confabularon con el paisaje de esta tierra en que nací.

“Desde la raíz de la piedra, desde la hondura del algarrobo, desde la nocturnidad de las llanuras, desde el misterio de los montes, los duendes mestizos que manejan mi destino, eligieron un trenzador.

“Ese trenzador se llamaba destino. Y tomando las cinco líneas de aquel pentagrama que solía descifrar con dificultad cuando niño, hizo con ellas una trenza hechizada, un lazo sobado con amor y paciencia, con cielitos y rocíos mañaneros.

“Y con ese lazo, hecho para el desvelo y el camino, amarró junto a mi corazón un antiguo madero estremecido: la guitarra…”

En esas líneas vibraba el canto pausado del payador, el sonido grave de la guitarra criolla, el aroma de los espinillos en flor que lo recibieron en la que fuera villa del Arroyo de la China.

“Y bendigo a mí la suerte de hoy, que me permite desensillar, siquiera por una noche, junto a los muros de esta ciudad, tan entrerriana y tan argentina, tan plena de historia, tradición y poesía, con un paisaje de prado, monte y río, capaz de atesorar la vocación de sus hijos, apuntalando el ayer para que sea más firme la luz del mañana”.

 

PAYADOR PERSEGUIDO

Atahualpa Yupanqui nació en el paraje Campo de la Cruz, en José de la Peña, partido de Pergamino, el 31 de enero de 1908. Fue anotado en el registro civil como Héctor Roberto Chavero.

En su derrotero, fue maestro, periodista, peón rural… pero, por sobre todo, músico. A los 23 años, se casó en Buenos Aires con su prima María Alicia Martínez, aunque poco después se instalaron en Entre Ríos. Faltaban varios años para su unión más conocida con la francesa Antoinette Fitzpatrick, “Nenette”, que como Pablo del Cerro firmó muchas de las canciones que Don Ata hizo famosas.

En su célebre “El canto del viento”, escribió: “Rastreando la huella de los cantos perdidos por el Viento, llegué al país entrerriano. Sin calendario, y con la sola brújula de mi corazón, me topé con un ancho río, con bermejos barrancos gredosos, con restingas bravas y pequeñas barcas azules. Más allá, las islas, los sarandizales, los aromos, refugio de matreros y serpientes, solar de haciendas chúcaras. Lazo. Puñal. Silencio. Discreción.

“Me adentré en ese continente de gauchos, y llegué a Cuchilla Redonda, desde Concepción del Uruguay. Llevaba un papel para Aniceto Almada. Y días después, crucé por Escriña, Urdinarrain, y fui a parar a Rosario Tala. Era una ciudad antigua, de anchas veredas, con más tapiales que casas. Anduve por los aledaños hasta el atardecer, sin hablar con nadie, aunque respondiendo al saludo de todos, pues allá existía la costumbre de saludar a todo el mundo, como lo hace la gente sin miedo y sin pecado”.

En su célebre “Sin caballo y en Montiel” dice que anduvo por Altamirano, Sauce Norte, Barro negro… y trabó amistad con Climaco Acosta y Cipriano Vila “dos horcones entrerrianos y una amistad sin revés”.

Payador perseguido y no era metáfora. Sus ideas políticas, su acercamiento al yrigoyenismo derrocado y diezmado en la “década infame”, lo impulsaron a buscar refugio entre los espinillos y ñandubays del Montiel. Existen testimonios que lo ubican involucrado en la revolución de los hermanos Kennedy (Eduardo, Roberto y Mario) en la zona de La Paz que movilizó el aparato represivo del gobierno nacional.


7/10/24

Del mote de vagos a la dignificación del trabajo rural

Rubén I. Bourlot


Un grupo de peones de la trilla. Imagen tomada en la zona rural de Nogoyá, en 1916.

La dura realidad del trabajador rural asalariado o peón de campo ha tenido, en el transcurso del siglo XX, algunas modificaciones que han mejorado la condición de su tarea en relación al siglo XIX. Sin embargo, aún persisten en el país bolsones de explotación para quienes desempeñan estas tareas.

El 8 de octubre es el Día del Trabajador Rural recordando la sanción en 1944 del primer Estatuto del Peón de Campo, mediante decreto 28.169 del gobierno de facto presidido por el general Edelmiro Farrell, cuyo secretario de trabajo era Juan Domingo Perón.

“Cachorro de viaje largo: / ¡qué duro es tu trajinar!/ Destino sin una queja / de silencio y soledad” le canta Linares Cardozo en Peoncito de estancia.

Existe un discurso muy actual que otorga un halo de romanticismo al trabajador rural asalariado, al peón de campo; que lo muestra como una persona abnegada que trabaja de sol a sol, con frío, calor o lluvia, sin reclamar por vacaciones, sin hacer huelgas ni cortar rutas -como lo hacen sus patrones-. Pero esa es una penosa realidad aún con la vigencia de las leyes que tratan de dignificar su trabajo.

El estatuto de 1944 venía a visibilizar a un sector totalmente marginado que prestaba servicios en condiciones penosas y en muchos casos casi en la esclavitud. La norma establecía la obligación de pagar un salario mínimo y la estabilidad de los trabajadores del campo, el pago en moneda nacional, la ilegalidad de deducciones o retenciones, descansos obligatorios, alojamiento con mínimas condiciones de higiene, buena alimentación, provisión de ropa de trabajo, asistencia médico-farmacéutica y vacaciones pagas. La normativa fue fuertemente resistida por los productores rurales que se negaban a reconocer la productividad del trabajador bajo su dependencia.

El estatuto se convirtió en la Ley Nº 12.921 en diciembre de 1946. Meses más tarde se sancionaba la Ley 13.020 para reglamentar el trabajo de cosecha o de los llamados trabajadores “golondrina”. El Estatuto del Peón de Campo fue reemplazado por un Régimen de Trabajo Agrario mediante el decreto de facto Nº 22.248 de 1980. En 2011 se sancionó un nuevo Estatuto del Peón Rural.

Régimen feudal

El régimen de trabajo rural hasta la década del ’40 no difería mucho de las condiciones que venían de la época colonial. Los vínculos cuasi feudales entre peones y patrones tuvieron su expresión más salvaje en los obrajes de La Forestal que a partir de 1870 explotó los quebrachales en el norte santafesino, sur chaqueño y noreste de Santiago del Estero.

Tradicionalmente, con la expansión de la ganadería en la región, se hizo necesario contar con puesteros y peones para atender a la hacienda bajo un régimen de servidumbre.

Según el historiador Juan Pivel Devoto a fines del siglo XVIII en la Banda Oriental del Uruguay los puesteros y peones constituían la base de lo que denomina el “proletariado rural”. Percibían una parte de su salario en dinero, completándose muchas veces en forma de alimentos y vivienda. Una figura importante de este sector estaba representada por los agregados, en muchos casos antiguos ocupantes instalados en predios de grandes o medianos hacendados, con su propio grupo familiar. El agregado fue tolerado frecuentemente por el propietario o poseedor como garantía contra el asentamiento de nuevos ocupantes, manteniéndolo en las tierras a cambio del mejor derecho del hacendado.

Las grandes propiedades se arrendaban con todo lo que las tierras tenían, no sólo con las instalaciones, sembradíos o ganado, sino también con los pequeños arriendos – en este caso, denominados arrendatarios secundarios- y con los agregados que tuviera la propiedad que los asimilaba a los siervos de la gleba del feudalismo europeo. 

En este sentido, y en virtud de la relación contractual, los arrendatarios principales, sin ser dueños de la tierra que arrendaban y al margen de cualquier otro arreglo que previamente pudiera haber hecho el arrendatario secundario o el agregado con el propietario de las tierras, recibieron un amplio poder de decisión sobre la suerte de aquellos. Se trasladaba al arrendatario principal con toda su fuerza la relación de dependencia del pequeño arrendatario y del agregado.

El control de los vagos

Ya en la época independiente los gobiernos de Entre Ríos trataron de regular el trabajo rural no para reconocerles derechos sino para garantizar la prestación de sus servicios. Así Justo José de Urquiza al frente del gobierno de Entre Ríos dispuso una minuciosa reglamentación para el personal de marcación de ganado: “Todo peón de esta marcación, queda sujeto a los comisionados, principales cabezas y subordinados a los subalternos de las escuadras que formen, sin poder salir del puesto que ocupe sin previo permiso por escrito de uno de los comisionados. La peonada en sus marcas guardará el orden militar, formando filas alineados sin permitir que salga nada de ellas, y cumpliendo las órdenes que se les imponga. Los trabajos cesarán a las doce del día sábado, para dar lugar al aseo particular de cada uno y reposición de los útiles de servicios inutilizados, pasando revista de ellos en forma militar; ninguno tendrá ni podrá llevar mujeres en las incursiones que se hagan durante su subsistencia en las comisiones de yerra”.

El día domingo se permitía a la peonada “la diversión de costumbre, que es el baile, cuidando las familias del partido, y prohibiéndose hacerlo de noche, y éste sólo durará hasta las cuatro de la tarde”.

Pero también por la época rigieron las denominadas leyes de “vagos” para obligar a prestar servicio a los también denominados “gauchos” que no tenían ocupación fija.

En 1848 el gobierno decretó “convencido de que la falta de moral y aplicación al trabajo de la clase jornalera, obsta poderosamente al adelanto de un país, por cuanto la falta de brazos paraliza todos los ramos de su comercio e industria” por lo tanto no se admitía en la provincia “ninguna clase de individuo vago, o que no tenga ocupación honesta y conocida” y establecía las obligaciones de peones y empleadores que debían exigir la portación de un certificado de las autoridades competentes o la “papeleta” extendida por un empleador donde se registraba su conducta en el trabajo. Los que persistían en el estado de vagancia serían enviados al campamento militar de Calá.

En 1860 la Cámara legislativa sancionó la “Ley de vagos” que calificaba como tales a “las personas de uno y otro sexo que no tengan renta, profesión, oficio u otro medio lícito con que vivir” y “los que, con renta, pero insuficiente para subsistir, no se dedican a alguna ocupación lícita y concurren ordinariamente a casas de juego, pulperías o parajes sospechosos”. A estos infractores se los destinaba a “trabajos públicos por el término de tres meses” en tanto que “las mujeres vagas serán colocadas por igual término al servicio de alguna familia mediante un salario convenido entre la Autoridad y el patrón”.

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