Publicado originalmente en la revista Orillas
Maestra mujer. Maestra
sacerdocio. Maestra madre postiza. El mandato social del siglo XIX dispuso,
salvo excepciones, que la enseñanza debiera estar a cargo de la mujer. Así como
la mujer era quien, puertas adentro, se ocupaba de la crianza de los hijos, de
las tareas domésticas, también tenía el deber de hacerse cargo de la
instrucción de los niños. Por eso el mandato decía que la maestra debía se
soltera, sin hijos propios, para que se hiciera cargo en plenitud de su
sacerdocio. Hasta hubo contratos de maestras, del Consejo Nacional de
Educación, que hacia 1923 disponían como requisito “no casarse” y advertían que
“este contrato quedará automáticamente anulado y sin efecto si la maestra se
casa”. En otra cláusula se imponía “no andar en compañía de hombres”.
La maestra Sarita fue
personal único de la escuela Nº 17, una escuela de campo en el departamento
Uruguay. Por casi dos décadas estuvo al frente del aula, el turno tarde con los
más chiquitos, el de la mañana con los “chicos grandes” como les decía. Aún en
las décadas del 60 y 70 cumplía con el mandato de dedicarse a esos hijos
postizos, sin tiempo para enamorarse y formar su propia familia.
La maestra Sarita |
Niños y niñas
descubrían asombrados lo que significaban esas letras alineadas en las hojas de
los libros de lectura como Albricias, Tea, Los Teritos, Sol. Domaban los dedos
para aprender los trazos de las palabras y los números. Hallaban nuevos mundos
y constelaciones en los bosquejos borroneados con tiza sobre el pizarrón.
La maestra Sarita dividía
el pizarrón con trazos firmes, para los de segundo, los de tercero, los de
quinto, porque el cuarto estaba desierto, y así. En cada franja escribía las actividades para
cada grupo, mientras le dedicaba su tiempo personal a los del primer grado.
Eran tiempos de
exilios. Perón en España desde 1955 y River sin ganar una copa desde 1957.
Sarita no era peronista, pero era de River y solía recibir las cargadas de sus
alumnos después de cada contraste del club favorito. No le interesaba mucho el
fútbol pero los domingos, cuando todos estaban prendidos de los relatos de un
clásico Boca – River, Sarita sintonizaba su Spica para espiar el resultado del partido.
Así el lunes no la encontraba desprevenida.
Con los calores del
verano, las heladas del invierno, entre los muros de la escuela sin calefacción
ni ventilador, sin electricidad, solo iluminados por los generosos rayos del
sol que se filtraban a través de los ventanales, la maestra Sarita siempre
estaba. Y a veces cuando la lluvia se ensañaba a la hora de la vuelta al hogar,
un puñado de alumnos que esperaba hasta que escampe, era agasajado con un arroz
hervido que sabía a manjar.
La maestra Sarita
preparaba los actos escolares como si fuera a dar una función en el teatro
Colón: el canto desprolijo del Himno Nacional y Aurora, las dramatizaciones, de
esas que publicaba la revista La Obra o el Anteojito, con morenas vendedoras de
mazamorra pintarrajeadas a corcho quemado, o los tradicionales bailes grupales
como gatos, chacareras y el Pericón acompañados por la música de un grabador
Geloso, o por su propia guitarra que empuñaba con discreta habilidad.
Alumnos y maestras frente a la escuela N° 17 hacia 1906 |
Y en los recreos
largos, porque los había cada tanto, eran para un compartir un picadito de
fútbol en la canchita improvisada sobre
un terreno ganado al chilcal, o para cultivar la huerta y mantener a raya las
malezas.
De nuevo en el aula
única, los más grandes descifraban los contenidos compendiados en el gordo Manual
Kapelutz o el más provinciano Fogón. Los más chicos, ya aprendidos los primeros
deletreos, pasaban al frente leer, con el libro sostenido con una sola mano y
levantando la vista en cada punto, el texto previamente repasado una y otra
vez.
Cada fin de año, en
una sencilla ceremonia, se homenajeaba a los que egresaban (cuando había
egresados), después el baile a beneficio organizado por la cooperadora con
orquesta en vivo. Y Sarita partía al merecido descanso, tal vez a su natal en Concordia.
O a Buenos Aires donde tenía un departamento, su única propiedad.
Y un día la maestra
Sarita se jubiló (“¿Era premio o era castigo?”, como dice el poema de
Landriscina). Un puñadito de alumnos de guardapolvos blanco la saludó con
emoción. Ella se fue perdiendo por un caminito polvoriento. El puñadito de
alumnos, unos caminado y otros en bicicleta o a caballo, se fueron alejando
mientras ocultaban alguna lágrima. La escuela quedó sola. Después vino una
maestra suplente. Al poco tiempo también jubilaron a la escuela. Ya era un
edificio vacío. Tal vez de tristeza.
Fuentes:
Contrato de Maestras,
1923, en Revista del Consejo Nacional de la Mujer, Año 4, Nº 12, marzo de 1999.
"Maestra De
Campo" de Luis Landriscina.