19/3/24

Lucas Piriz y la heroica Paysandú

 

Rubén I. Bourlot

 

Corría 1863 y el presidente uruguayo “Blanco” Bernardo P. Berro estaba jaqueado por los revolucionarios encabezados por Venancio Flores. La llamada "Cruzada Libertadora de 1863"  no fue otra cosa que una invasión apoyada por el gobierno de Bartolomé Mitre que había tenido a Flores bajo su mando en las guerras contra los últimos caudillo federales.

Los cruzados insurrectos no tuvieron éxito y Berro pudo finalizar su mandato. Lo sucedió Atanasio Aguirre quien no corrió con la misma suerte. Un nuevo intento de Flores con el apoyo explícito con el apoyo del Emperador de Brasil Pedro II que envió armas, tropas y embarcaciones, puso sitio a Paysandú en diciembre de 1864. Cabe acotar que este sistema de alianzas fue el prolegómeno de la cuenta guerra contra el Paraguay (1865-1870).

Los barcos de la marina brasileña, comandados por el Almirante Joaquim Marques Lisboa (Marqués de Tamandaré), amenazaron a Paysandú que se preparaba para defender su honor y el de la república bajo el mando del heroico Leandro Gómez. Del otro lado del charco, los entrerrianos no estaban ajenos a los sucesos, salvo el aún influyente Justo José de Urquiza, sucedido en la gobernación por José María Domínguez, que mantenía una posición neutral a pesar de la insistencia del cura Domingo Ereño.

Otro Urquiza, Waldino Urquiza Calvento, hijo del general, cruzó el río que es un puente de agua que nos une y se presentó: “Venimos por nuestra voluntad a combatir al infame invasor Venancio Flores y sus horda de bandoleros alimentados y sostenidos por el oro de nuestros encarnizados enemigos los porteños unitarios...” Allí lo esperaba otro entrerriano afincado desde pequeño en la ciudad, Lucas Piriz. Y fueron muchos los argentinos que partieron a reforzar la resistencia de la Heroica - algunos no llegaron a tiempo - como Rafael Hernández, Carlos Guido y Spano y Juan Saá.

 

“Cuando sucumba”


El bombardeo de la ciudad sitiada fue sin cuartel. El 3 de diciembre Flores intima la rendición a Gómez y recibe como lacónica respuesta: "Cuando sucumba", firma y le devuelve el pliego.

La ciudad estaba dispuesta a resistir hasta los últimos escombros. Leandro Gómez designó a Piriz para defender la plaza. La pólvora y las balas escaseaban. Esperaron los refuerzos del gobierno nacional que nunca llegaron.

El 6 de diciembre el capitán Hermógenes Masanti en su Diario de Guerra, La Defensa de Paysandú, expresa que "el entusiasmo de la guarnición es inmenso e indescriptible. En medio de la pelea se oyen los vivas que los Guardias Nacionales dan a la patria, a la independencia, al gobierno, y a sus jefes inmediatos. Aquí no hay ningún cobarde, todo el mundo está en su puesto de honor; y los jefes superiores, seguidos de sus ayudantes cruzan al galope de un punto a otro de la línea, impartiendo órdenes y conteniendo el ardor de la tropa que quiere lanzarse fuera de las trincheras.

“En el centro de la Plaza se elevaba una pequeña pirámide con la estatua de la Libertad. Un proyectil de la escuadra Brasilera, disparado a las dos de la tarde, hace saltar en pedazos el monumento. El General Gómez estaba con sus ayudantes en una esquina de la Plaza. Al ver volar los fragmentos de la estatua, dice el capitán don Hermenegildo Alarcón:

- Mi General, los brasileros han muerto a la Libertad.

“El General contestó:

- Levantaremos nuevamente su estatua, sobre una pirámide hecha con las balas demandantes de los cantones, que en cuanto pase el fuego recojan, todas las balas brasileras que se encuentren.”

La ciudad resistió casi un mes. Los edificios agujereados como queso gruyere por el impacto del cañoneo. Años después Gabino Ezeiza saluda a la Heroica Paysandú “la Troya americana porque lo es / dedican a este pueblo de valientes / y cuna de los bravos 33 / saludan a este pueblo de valientes / y cuna de los bravos 33…” y en 1922 Carlos Gardel y el oriental José Razzano le ponen sus voces y lo dejan registrado en el disco.

El 1 de enero de 1865 amaneció bajo la metralla del enemigo que ya avanzaba por las calles de la ciudad. La lucha fue cuerpo a cuerpo. A los defensores no les quedaban más balas y le sobraban muertos. Un proyectil atravesó el cuerpo de Piriz y cayó herido de muerte. La mayoría de los jefes perecieron en la resistencia. Al día siguiente Leandro Gómez fue tomado prisionero y luego fusilado. Como escribe María Esther de Miguel en Jaque a Paysandú “… con los tiros que tiran las armas el cuerpo que durante semanas y semanas paseó entre el humo y el fuego y el poderoso ímpetu de la batalla con la bandera de la partia, cae ahora envuelto en la roja bandera de la sangre entregada por un alto ideal llamado ‘Unidad’ y llamada ‘República’…”

Lucas Piriz

¿Quién era ese Píriz que nos “suena” a los entrerrianos y es un héroe para los orientales? Había nacido en Concepción del Uruguay el 18 de octubre de 1806 pero a los seis años se trasladó junto a sus padres a Paysandú. Hermano del coronel de los Dragones de la Muerte de Ramírez, Gregorio Piriz que cayó muerto en 1822 en un levantamiento contra el gobierno de Lucio Mansilla.

Lucas participó junto a Juan Antonio Lavalleja de la Cruzada de los 33 Orientales (1825) y en la guerra del Brasil (1828). También combatió en los ejércitos de la Confederación Argentina bajo las órdenes de Manuel Oribe y Justo José de Urquiza. Era jefe político de Salto cuando fue nombrado coronel y pasó a prestar servicios en Paysandú.

  

Bibliografía

La defensa de Paysandú. Diario de guerra del capitán Hermógenes Masanti en https://www.histarmar.com.ar/InfHistorica-8/Paysandu/LaDefensadePaysandu.pdf

¡Hasta el Patíbulo y Más Allá! (21 de octubre de 2018) en http://elpatriciadodelriodelaplata.blogspot.com/2018/10/una-familia-un-sitio-y-dos-divisas.html

Urquiza Almandoz, O., (2002), Historia de Concepción del Uruguay, 1783 – 1890, T. I, Comisión Técnica Mixta de Salto Grande, delegación argentina, T. I.


3/3/24

Urquiza, el modernizador de la industria azucarera tucumana

 Rubén I. Bourlot

El 2 de marzo de 1858, Justo José de Urquiza y Baltazar Aguirre firmaron un contrato para instalar un ingenio en Tucumán. Éste se construyó a 20 cuadras de la ciudad, en el actual Barrio de Floresta.

Fue el primero en utilizar modernas maquinarias y aplicar procedimientos técnicos de avanzada. Sin embargo, no subsistió más allá de 1872.

Urquiza fue mucho más que un político, militar y terrateniente que criaba vacas. Tuvo varios emprendimientos industriales. El saladero Santa Cándida es un ejemplo de ello como también la fábrica de paños que montó en Concepción del Uruguay.

Tal vez es un tema para una tesis analizar cómo se vislumbró el nacimiento de una protoburguesía industrial en la segunda mitad del siglo XIX, y que al llegar a 1900 ya estaba fagocitada por el modelo agroexportador y especulador que trocó las iniciativas industrialistas en una clase social rentista que podía obtener mejores réditos con muchos menos esfuerzos, con la crianza de las reses o el cultivo de granos para el mercado europeo aprovechando el trabajo de los inmigrantes aparceros o medieros, o apostando en los mercados financieros (que bien describe Julián Martel en su novela La Bolsa). A esa clase rentística, hedonista, que se iba transformando en la oligarquía vernácula le sobraba el tiempo y lo distraía en prolongadas estadías en Europa tirando manteca al techo. La industria transformadora, los frigoríficos, quedaba en manos de los ingleses como también el trasporte ferroviario y marítimo.

Tal vez esto explique por qué no se constituyó una sólida burguesía nacional como sucedió con los países que hoy gozan de un próspero desarrollo industrial.

 

Una industria no tan dulce

Tucumán desde las primeras década del siglo XIX fue epicentro de la industria azucarera del hoy territorio argentino. Esta dulce actividad fue traída por la conquista hispanolusitana al continente y en algunas regiones, como el Brasil, se desarrolló sobre la base del trabajo esclavista de origen africano. La dulzura transformada en una amarga explotación humana.

En la región de los antiguos quilmes, lules y diaguitas encontraron el terreno fértil para cultivar la caña y procesarla.

Hacia 1821, según testimonios aportados por José María Posse -Tiempos de construir: de ingenieros civiles a industriales azucareros- “un prominente sacerdote, José Eusebio Colombres, plantó en su quinta de El Bajo los primeros surcos de caña, utilizando semillas cuya procedencia se desconoce y que podrían haber sido traídas del Alto Perú.

“Utilizando un rústico trapiche de madera movido por bueyes, trituraba cañas mediante procedimientos igualmente primitivos, logrando transformar su jugo en una azúcar oscura, sin refinar.

“La iniciativa de Colombres fue imitada por varios vecinos de la ciudad y pronto El Bajo comenzó a poblarse de cañaverales que se extendían paulatinamente en los alrededores de la ciudad, para luego pasar a los actuales departamentos de Cruz Alta y Lules donde se encuentran los ingenios más antiguos de la provincia.”

Para la década de 1850 poco habían cambiado los métodos de producción del dulce elemento. En 1852 hubo algunas innovaciones, como el reemplazo de las piezas de madera de los trapiches por hierro.

Pero no fue hasta la asociación entre Baltazar Aguirre, tucumano, y Justo José de Urquiza que comenzó el proceso de modernización. Si bien esta experiencia puntual no arrojó los resultados esperados la semilla quedó. Urquiza dispuso del dinero en la inversión y Aguirre aportó las tierras y el capital de trabajo. Con la asistencia de los ingenieros franceses Luis Dode y Julio Delacroix montaron un ingenio y en 1864 incorporaron una máquina de vapor que trajeron desde Europa. “Desaparecieron para siempre los trapiches de madera y se ingresó a la era del vapor, en todas sus manifestaciones –nos informa el autor citado-. Ello se tradujo en una verdadera explosión industrial, lo que transformó de manera fundamental la economía de la provincia.”

La moderna maquinaria consistía de “…un trapiche de fierro de dimensiones bastantes grandes, movido por una rueda hidráulica; dos defecadores y cuatro evaporadoras a vapor; al aire libre; dos filtros para negro animal; un tacho al vacío; dos monta caldos; una turbina centrífuga; un horno para fabricación del negro animal y sus accesorios; un alambique continuo; varias bombas, y dos generadores (calderos) para una fuerza de 20 caballos, destinados a suministrar todo el vapor necesario para la fábrica Fabricaron azúcar y alcohol.”

 

Una iniciativa frustrada

Pero, como anticipáramos, la sociedad de Urquiza con Aguirre no prosperó. “A la serie de contratiempos técnicos –afirma Posse-, se le sumaron desinteligencias numéricas con los contadores de Urquiza. Finalmente la experiencia terminó y las máquinas fueron vendidas por partes a otros industriales. Por esta razón se lo considera como pionero de la industria azucarera moderna en Tucumán.”

Entre los contratiempos citados se toparon con la falta un caudal adecuado de agua para mover la enorme rueda hidráulica. Para salvar la situación construyeron una gran acequia con su acueducto, “lo que encareció significativamente los costos que ya de por sí habían superado ampliamente el presupuesto inicial. No fue fácil la tarea ya que su caudal quitaba riego a otras fincas productivas” y tuvieron que negociar con los vecinos perjudicados y los jueces de agua que hacían cumplir el reparto justo del agua. Todo ello obstaculizó la puesta en marcha de las nuevas maquinarias.

Llegada a la primera zafra esta no rindió lo esperado. El agua del acueducto no era suficiente para hacer mover la maquinaria.

Por otra parte el citado Posse sostiene que los socios que representaban a Urquiza se impacientaban porque “no veían posible recuperar la inversión en mediano plazo y mucho menos ver las ganancias prometidas por el tucumano.

“Finalmente el ingenio fue clausurado por los representantes de Urquiza, entre acusaciones de inoperancia y mala administración, además de la palmaria realidad que la empresa no generaba mínimamente los efectos esperados. Lo cierto es que el general Urquiza dejó de enviar los vitales recursos financieros con los que Aguirre contaba en aquellos primeros tiempos; fue así como el primer ingenio moderno se fue a la ruina. El ingenio Floresta fue cerrado y sus partes fueron compradas por otros industriales.”

Es verdad también que Urquiza asumía múltiples actividades que seguramente le impedían dedicarse exclusivamente al negocio. Por esa época era presidente de la Confederación y en 1859 tuvo que encabezar la campaña que culminó con la batalla de Cepeda para intentar la reincorporación de la provincia de Buenos Aires al territorio nacional. Dos años después fue el turno del combate de Pavón que lo tuvo como comandante de las tropas entrerrianas.

1/3/24

Libras y rieles en la balanza: "la soberanía no puede ser objeto de discusión"

Transcripción del artículo publicado en la revista Qué, año I, Nº 1 de agosto de 1946 describe cómo el primer ministro de Economía del gobierno de Juan Domingo Perón negociaba con una misión británica la nacionalización de los ferrocarriles, en ese entonces en manos de inversionista ingleses. Se concretaba así el sueño de Raúl Scalabrini Ortiz, que tanto había pregonado por recuperar este estratégico medio de comunicación y transporte para el estado argentino.

 

Banco Central. Son las ocho de la mañana. En su despacho rojo, de la parte media del edificio, un hombre de menos de sesenta años, bajo, rechoncho, de cabellos negros y duros, peinados hacia atrás, ojos vivos y saltones, repasa con displicencia los informes que, sobre la negociación con Gran Bretaña, artísticamente escritos a máquina le han preparado los técnicos de la institución. Un grueso cigarro entre los labios, de la mejor calidad, despide aromáticas volutas. Este hombre ejerce la jefatura de la economía argentina. Desde ese despacho rojo tiene a su alcance todas las palancas del comando financiero.

Los peones del Banco están todavía haciendo la limpieza; los directores y hasta los mismos empleados no han llegado, pero don Miguel Miranda, presidente de la institución, hállase allí para empezar su fatigosa jornada, sin otra compañía que la de sus secretarios, en la sala contigua, y de las personas a quienes ha citado, que aguardan en la sala de espera. Para verlo a don Miguel hay que estar a las ocho. Industrial poderoso, hijo exclusivo de su esfuerzo, ha trabajado toda su vida y no sabe hacer otra cosa. Se afirma que sus entradas mensuales oscilan entre 300.000 y 400.000 pesos, a pesar de lo cual sigue siendo un obrero, a quien la prosperidad no ha inducido ni a mudarse de barrio. En la calle Directorio, junto a una de sus fábricas, tiene su casa.

 

Llega la misión

Miguel Miranda
Han dado las diez. Con puntualidad británica se anuncia en ese mismo instante la misión comercial del Reino Unido. La preside Sir Wilfrid Eady nacido en la Argentina hace algo más de medio siglo. Es bajo, rubicundo, cargado de hombros, miope. Su poco aventajada estatura contrasta con la de los demás miembros de la misión, hombres jóvenes, rubios, elegantes, que parecen salidos de una estampa londinense. Mezclado con ellos llama la atención un verdadero atleta, enorme, cano, de mandíbula y hombros cuadrados. Se diría que nos hallamos en presencia de un boxeador. Alguien apunta un chiste:

— Claro, como le ha ido tan mal a Sir Percival Liesching, lo traen a éste para que los defienda,

Los negociadores británicos son introducidos al despacho rojo y, después de los saludos de rigor, comienzan las conversaciones. Un cuerpo de taquígrafos registra todas las palabras que allí se pronuncian, para que a la tarde misma el presidente de la república tenga sobre su mesa de trabajo una versión fiel y completa de lo acaecido.

 

Inusitado exordio

Miranda, que no es un hombre al que le guste perder el tiempo, rompe el fuego:

— La República Argentina y el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte — empieza diciendo don Miguel — son dos naciones soberanas e iguales en el terreno del derecho internacional. Por lo tanto, todo lo que afecte la soberanía y libre determinación, en sus asuntos internos, de cualquiera de ellas, está expresamente excluido de estas conversaciones.

Las circunstancias — prosigue — han colocado a la Argentina en la posición, que no ha buscado, de acreedora de Gran Bretaña. Por consiguiente la Argentina dispensará a la gran nación amiga el mismo trato que, como deudora, ha recibido de ella; es decir, un trato cordial.

Sir Wilfrid contempla a don Miguel por encima de sus anteojos, como preguntándose: ¿A dónde irá este hombre con semejante exordio, tan poco diplomático? Los jóvenes negociadores ingleses abren los ojos, evidentemente sorprendidos. El entrecano boxeador — llamémoslo así — arruga el ceño. Los mismos negociadores argentinos están un poco nerviosos, y el más cercano a don Miguel, disimuladamente, le da un tirón del saco.

 

Primer round

Sir Wilfrid toma entonces la palabra. Comienza a detallar los perjuicios que la nacionalización del Banco Central y el nuevo régimen de seguros ocasionan a la economía inglesa en los negocios que tiene radicados en nuestro país, y... Pero no hace nada más que empezar, porque don Miguel le interrumpe:

—El régimen bancario y el régimen de seguros son, en la República Argentina, asuntos internos de su exclusiva incumbencia. Ya le previne, sir Wilfrid que, por lo tanto, no podían ser objeto de estas conversaciones.

 

Los ferrocarriles

El impacto es acusado; pero sir Wilfrid, a quien le sobran condiciones de hábil diplomático, se repone. Con palabra pausada, tranquila, recuerda que la República Argentina tiene bloqueadas en el Banco de Inglaterra alrededor de 140 millones de libras esterlinas, correspondientes al precio de los suministros que recibió Gran Bretaña de nuestro país durante la guerra y que Gran Bretaña no se halló en condiciones de abonar. Luego ofrece en venta los ferrocarriles británicos —¡nada menos! —, a pagar con parte de esos fondos bloqueados. Sería cuestión, solamente, al decir de Mr. Eady, de discutir el precio.

—No me interesan los ferrocarriles — contesta Miranda.

Ante corte tan repentino de la conversación, que provoca el consiguiente revuelo, don Miguel explica:

—Ustedes me van a disculpar que les hablé con tanta franqueza; pero yo poseo un temperamento hecho en el trabajo y en los negocios, que no podría cambia a esta altura de mi vida. Esta, por otra parte, no es una misión diplomática, sino comercial. Y en el comercio — lo tengo bien aprendido — no hay nada mejor que hablar claro.

Haciendo una excepción al principio de que no hay ningún motivo para explicar a la otra parte, en un negocio, cuáles son las razones que le asisten a uno para tomar la posición que se le ocurra, les diré —prosigue Miranda — que, para la República Argentina, no sería ventajoso, en este momento, adquirir los ferrocarriles británicos con las libras bloqueadas. Como esas libras no son del Gobierno, sino de los tenedores de billetes que con su respaldo ha entregado el Banco Central, tendríamos que emitir un empréstito interno para disponer de ellas, equivalente a la suma que pagásemos por los ferrocarriles. Ese empréstito interno, dada la saturación de la plaza que el mismo provocaría, no podría lanzarse a menos del 4 por ciento. Emitir papeles del 4 por ciento para adquirir una industria que rinde el 2, es un negocio que no me cabe en la cabeza.

 

Deudas y deudos

Yo les voy a proponer otra cosa: les renuevo los 140 millones de libras esterlinas en préstamos, al mismo interés que les fijaron sus aliados norteamericanos, es decir, al 2 % por ciento. Ustedes nos pagarán con maquinarias y artículos manufacturados, que nos hacen falta. Los ferrocarriles ya los tenemos y están prestando servicios.

Sir Wilfrid pierde un poco la calma, y por primera vez sus modales se hacen más rápidos. Arguye, con cierto calor, que nuestro crédito no es una deuda común; que Inglaterra la ha contraído para salvar a la humanidad y que, por lo tanto, tiene derecho a que se le dispense un tratamiento humanitario para solventarla.

—También San Martín — interrumpe Miranda — luchó por la libertad de América, y los banqueros británicos le cobraron el 8 por ciento de interés compuesto. Ahora Inglaterra ha contraído una deuda y tiene que abonarla, o, en su defecto, servir los intereses.

— ¡Pero el señor presidente —replica sir Wilfrid en tono más agudo — trata este asunto como si fuera un negocio!

—No, señores —responde Miranda—, lo trato con la mano sobre el corazón. Negocio hicieron los que le impusieron a Gran Bretaña, en los días más trágicos de su historia, la obligación de "pague y lleve". Nosotros, durante seis años, colaboramos en el triunfo de la libertad del mundo — como usted dice — exigiéndole solamente a ese gran país: "lleve y anote", y no le cobramos un centavo de interés por productos que eran esenciales para la subsistencia del pueblo inglés y de sus aliados, facturándoselos además a precios infinitamente más módicos (20 por ciento de aumento) que los que Gran Bretaña nos facturó a nosotros por sus mercaderías (75 a 80 por ciento de aumento). Pero me parece que ya hemos hecho bastante. Terminada la guerra, ha llegado el momento, en los términos más amistosos, de regularizar esa situación, que ustedes admitirán que no es regular.

 

El atajo

Mr. Eady busca entonces, hábilmente, el atajo. Propone considerar conjuntamente la cuestión de los ferrocarriles y el empréstito. Según fueran las franquicias que nuestro país otorgara a los ferrocarriles británicos, al vencimiento de la ley Mitre (que fenece a fin de año), así se calcularía el tipo de interés del empréstito por los 140 millones de libras. Se serviría el empréstito con lo que redituaran los ferrocarriles. “Son problemas conexos…”

- No – interrumpe Miranda-; tratemos primero el empréstito, porque consiste en la regularización de una deuda que no puede seguir indefinidamente así. Después hablaremos de los ferrocarriles.

 

Fe en la palabra británica

Nuevo impacto. Sir Wilfrid explica entonces que Gran Bretaña, metida en ese brete, si contrae el empréstito que le propone, no va a poder pagarlo.

—Un gran presidente argentino — recuerda Miranda — le dijo a su pueblo que debía ahorrar sobre el hambre sed para abonar los empréstitos británicos que estaba en la obligación de servir. Yo sé lo que vale la palabra británica y estoy seguro de que si Inglaterra promete cumplir, cumplirá. Por otra parte, no ignoro las dificultades de postguerra que afligen a Gran Bretaña; por eso no hago cuestión de plazo. Que el deudor amigo se tome todo el tiempo que necesita; pero que pague. Don Miguel es un verdadero bulldog que ha atrapado a su contendor y que no lo deja moverse.

Sir Wilfrid ya ha perdido la prestancia diplomática y se revuelve en su sillón. Explica que Inglaterra, si tiene que servir los intereses de suma tan enorme, carecerá de divisas para comprar las carnes argentinas; y pregunta, alarmado:

— ¿Qué hará la Argentina si, a pesar de toda nuestra necesidad y nuestro, deseo, no le podemos comprar sus carnes?

—El control de cambios — responde Miranda— ha servido durante muchos años para subvencionar los granos con la carne. El Gobierno ha podida retribuir el esfuerzo de los agricultores argentinos — aunque se quemaran y se pudrieran parte de sus cosechas— con los ingresos de los ganaderos. Y bien: si ahora ustedes no nos llevan las carnes, como los granos han alcanzado cotizaciones nunca vistas, procederemos a la inversa: pagaremos a los ganaderos con las ganancias de los agricultores. La única diferencia radica en que la carne de exportación se podría distribuir gratuitamente entre la población argentina necesitada. Ya ve, señor, que no puedo ser más franco y que, seguramente, procedo con no mucha perspicacia comercial al poner todas mis cartas sobre la mesa. Pero a mí me gusta hablar claro.

 Mea culpa

— ¡Es que si todas las naciones procedieran así —dice, elevando la voz, sir Wilfrid, que parece muy intranquilo —, se acabaría el comercio internacional, e Inglaterra, en bien de la reconstrucción del mundo, aspira a comerciar con todas las naciones de la tierra!

—El comercio libre, la ausencia de trabas en el mercado internacional — responde Miranda— fue siempre el desiderátum de mi país, porque, produciendo más barato que los demás, era también su conveniencia. Si alguna vez la Argentina tuvo que entornar las puertas de su intercambio, fue a disgusto; obligada por los acuerdos imperiales de Ottawa.

Sir Wilfrid, recobrada enteramente su flema, da por terminada la conversación con esta sentencia pronunciada en voz grave:

—Tiene razón el señor presidente. Estamos pagando las consecuencias de nuestros propios errores.

De retorno

La misión británica se retira, cejijunta. El boxeador cierra los puños. Las manos de sir Wilfrid tiemblan un poco. Los demás jóvenes negociadores no alcanzan a comprender lo que ha pasado. Es que se ha desarrollado, en las relaciones entre los dos países, el acto quizá más trascendental de la historia.

Y la negociación sigue su atrancado curso, ante el inminente vencimiento de la cuarta renovación del pacto Roca -Runciman, que tendrá lugar, indefectiblemente, el 20 del actual.

Don Miguel Miranda se encamina a la Casa de Gobierno, saboreando su clásico habano, a cambiar impresiones con el presidente de la república. Alguien que lo conoce, le dice a un compañero:

— ¿Ves a ese gordito petiso? Es el presidente del Banco Central. Me aseguraron que antes era tachero.

 

Qué, año I, Nº 1 de agosto de 1946.

El semanario Qué pasó en siete días fue fundado en Bs. As. el 16 de mayo de 1946. Lo dirigieron en sucesivas etapas Baltazar V. Jaramillo desde 1946. Clausurada volvió a editarse en 1957 bajo la dirección de Rogelio Frigerio, y en su tercera etapas desde 1963, dirigida por Narciso Machiandiarena y Rogelio Frigerio, y desde 1964 hasta su cierre en 1965, por Alfredo Garófano, subdirectores: Rogelio Frigerio y Marcos Merechensky, y secretario de redacción: Gregorio Verbisky.

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