26/4/13

La Asamblea del Ayuí


En el bicentenario de las Instrucciones del Año XIII, reproducimos una nota publicada en la revista montivedeana Hoy es Historia, de marzo de 1985, que hace referencia a la asamblea artiguista celebrada en el Ayuí, Entre Ríos.

En diciembre de 1811 el pueblo oriental, milicias artiguistas y ciudadanos acogidos al seguro de sus armas en su "redota" había llegado a las Costas del Uruguay, en Salto Oriental. Por allí cruzaron al Entre Ríos, y en el Salto Chico, occidental estuvo ubicado el campamento patriota hasta mayo de 1812. 
El 27 de ese mes Artigas, recogiendo la decisión de una Junta de Guerra, había instalado su Cuartel General y campamento oriental en el Ayuí, Capilla del Pilar, jurisdicción de Curuzú Cuatiá. 
Pronto llegará hasta allí la agresión centralista. En efecto celebrado el tratado Rademaker-Herrera que resolvía la retirada de las tropas portuguesas del territorio de la Banda Oriental, el Triunvirato gobernante en Buenos Aires decide dar, lo que creyó seria el golpe decisivo contra el liderazgo de don José Artigas. Designa a su presidente, el tendero Manuel de Sarratea, Capitán General del Ejército de las Provincias Unidas y ordena al postergado Jefe oriental se subordine a esa jerarquía. Un buen testigo por contemporáneo y protagonista, el militar Nicolás de Vedia, no titubea en afirmar refiriéndose a ese hecho: 
"La elección de este sujeto fue un insulto, un desaire cometido por el gobierno central, hecho a Artigas que estaba a la cabeza del pueblo oriental al que había sublevado en masa... y que tenía una opinión en toda América del Sud." Fue una falta imperdonable por el resultado de un complot amalgamado en la cuadrilla de bribones que se proponía regimentar los destinos de América". 
Notificado Artigas de esta nueva postergación la acepta, pero al mismo tiempo devuelve al Gobierno Central por intermedio de Sarratea los despachos militares que aquel le había otorgado: "gozo al verme ya como un ciudadano particular", afirma el 16 de julio. 
El 27 de julio recibe Sarratea la orden de detener y remitir a Buenos Aires al líder patriota; él que reconoce la popularidad de Artigas, responde que no se siente capaz.
Entre tanto él y su equipo de legistas (Francisco Javier de Viana, Pedro Veliceau Cawie y los principales) intrigan para desintegrar los cuerpos armados artiguistas. Con promesas y prebendas unos pocos oficiales: Balta Bargas, constancia en obedecer los preceptos Superiores como sagrados, y esto mismo fue causa de que me quisieran asesinar. Según las demostraciones y la grita que levantaron, que por evitar prolijidad omito, mis oficiales presenciaron que al que quería levantar el grito contra el dictamen de ellos, lo amenazaban, como sucedió con los Tenientes Coroneles Don Baltasar Bargas y don Manuel Artigas, queriendo al primero desarmarle su gente y al segundo vilipendiándole por querer defender los derechos de la patria. Esto Señor Excelentísimo iba tomando tanto incremento que no fue bastante el respeto de nuestro General don José Artigas, que mandó no se admitiese tal propuesta, pero llegó a tal la audacia de los revolucionarios que negándole obediencia dijeron que -por ellos era el General y que había de nacer lo que convenía al pueblo. En fin Excelentísimo Señor me retiré con mis oficiales haciendo Junta de ellos. Se deliberó en el particular tomando la precaución de aprehender a los insurgentes y remitirlos a disposición de V.E. Se puso 'en ejecución este proyecto la noche siguiente y se prendieron cinco con el famoso Barreiro y se hubiese continuado hasta el último, si al alboroto no hubiese concurrido el señor General quien ordenó se pusieran en libertad por evitar algún tumulto que pudieran causar los partidarios, atendiendo el corto número de gente que tenía la División por estar la mayor parte de ella invertida en el pasaje. Los principales motores de esta tramoya son el señor de Barreiro, Don F. Sierra, don José Yupes, Capitán de la segunda división de Infantería, el Capitán de Blan­dengues don F. Acha, y el Teniente Coronel don Fernando Otorgues y otros varios. Últimamente esta División está unida con la del Comandante don Baltasar Bargas y resueltos a sostenernos con las bayonetas, advirtiendo que este Coman­dante se haya del otro lado. Son las diez y más de la noche y en este momento he recibido aviso del Comandante Bargas que a la madru­gada viene a atacarlo don Fernando Otorgues con su División, estando pronto y prevenido para hacer la resistencia más vigorosa, obrando yo de este lado con la artillería que se halla a mi mando. Este es el estado en que nos halla­mos y esperamos que a la mayor brevedad, sin pérdida de un solo instante nos auxilie con 300 hombres, lo suficiente para contener y castigar a los rebeldes. Dios guarde a V.E. Campamento en la Barra del Ayuí, agosto 26 de 1812." 
Fue en esta Asamblea, pues, cuando se defi­nieron públicamente fundamentales principios de la doctrina artiguista: soberanía popular, reivindicación de la independencia autonómica de la Provincia, cerrada oposición a toda forma de prepotencia militar. 
No podemos saber si la inicial resistencia de Artigas a los planteos de la mayoría, fueron real oposición o mero sondeo, pulseada criolla para medir la profundidad y extensión de los sentimientos y la decisión de los paisanos; de cualquier manera la lección práctica de ejerci­cio de la soberanía popular estuvo dada y lo que el pueblo reclamaba se cumplió por su Jefe. 


11/4/13

El chasqui milagrero

Por Rubén Bourlot
Por los pagos de Feliciano, un templete rodeado de flores, velas, cartas, de mensajes implorando y otros agradeciendo. La esperanza de un milagro mueve multitudes que se acercan a este rincón del norte entrerriano. Le van a pedir a esa alma que un día se fue a trotar a otros pagos.
El Lázaro Blanco es un mito arraigado en Entre Ríos, casi el equivalente al Gauchito Gil, a la Difunta Correa, pero sin traspasar las fronteras de la provincia. Recuerda la figura de un hombre bueno, trabajador y valiente. Casi un héroe. Un chasqui que no se amilana ante el peligro por cumplir con su deber. Su trayecto habitual es entre La Paz y Feliciano, llevando y trayendo mensajes y algunas pequeñas encomiendas, las que puede cargar en la maleta al lomo de su caballo. No lo para ni el frío del invierno, ni los soles del verano, ni lluvias y tormentas.
Un día de esos que el cielo amenaza se aventura a marchar hasta La Paz para buscar los sueldos del personal policial. Es por 1886 y bien temprano se prepara. Busca el gateado porque el tordillo no es adecuado para días tormentosos. Dicen el que color blanco atrae los rayos. Sale con la lluvia encima, comienza a desandar caminos hasta que, tras unos 15 kilómetros, la tormenta arrecia y busca refugio debajo de un frondoso algarrobo. Es el error fatal. Un rayo fulminante terminan con la vida del jinete y su caballo.
Tres días pasan hasta que el comisario Demetrio Verón halla el cuerpo y ordena su sepultura en el viejo cementerio de Feliciano. Un valiente anónimo, como tantos, que sólo recordarían su pareja Isabel López y sus cuatro hijos. 
Pero la historia no queda así. El destino quiso que Lázaro permaneciera en la memoria del pueblo. Años después de ocurrido este hecho, una gran sequía azota la región norte de Entre Ríos. Un productor rural de la zona llamado Ciriaco Benítez, ve con preocupación cómo pierde toda su cosecha y su hacienda por la seca. Durante una siesta debajo un árbol, Benítez tiene un sueño: sueña que un joven a quien no conoce se le presenta, le dice que confíe en él y su cosecha será salvada; y le indica el lugar donde debe visitarlo.
Benítez va al lugar indicado en su sueño, y descubre allí una cruz de madera recordando la muerte de Lázaro Blanco en ese lugar. 
Al día siguiente cae una fuerte lluvia que salva la cosecha y los animales. La noticia recorre todo el pueblo, y se multiplican los pedidos de ayuda que según las peticiones, son atendidas prestamente. Hacia comienzos del siglo XX, se construye un pequeño templo en el lugar donde estaba la cruz de madera, sobre el viejo camino a La Paz. Allí la gente se acerca para dejar placas de agradecimiento por los favores recibidos y se amonta una colección de objetos y ofrendas, desde vestidos de novia a zapatos y camisetas de fútbol, velas, flores, cuchillos y sombreros.
Cada año, en septiembre, se lleva a cabo en Feliciano la fiesta del Lázaro Blanco con una peregrinación y bailantas chamameceras.
Linares Cardozo le dedica un chamamé galopeado que lleva el nombre de “Lázaro Blanco”.

9/4/13

Don Jorge, entrerriano por el canto


Por Rubén Bourlot
Alta figura, bigotes abundantes, decir pausado. Don Jorge nació en Rosario y se hizo entrerriano por el canto. La costa del Uruguay lo atrapó entre espinillos y ceibales. Pueblo Liebig, Colón, Paysandú, Concepción del Uruguay, vieron crecer su pluma de poeta y cronista. Periodista de alma, fue sembrando sus tribunas de papel “machacando sobre el mismo clavo” como supo decir cuando insiste sobre temas que son sus desvelos. La poesía impregnada de entrerrianía refleja sentires volcados en ríos de tinta, y en el aire a través de su voz contundente: “claro, altivo y vertical”.  La poesía es su destino y un retablo que es muestrario del paisaje de su provincia adoptiva.
Recuerdo su figura patriarcal inclinada sobre la Rémington, dejando correr los dedos sobre el teclado, escribiendo sus crónicas de un tirón, sin respiro ni tachas. Prosa perfecta de un periodista de raza.
Cada tanto don Jorge Enrique Martí nos sorprende con un nuevo vástago, una nueva cuenta engarzada para engalanar el canto entrerriano.
Nació en Rosario en 1926, se hizo “fraternal” para estudiar en el Colegio del Uruguay, Luego dirigió la prestigiosa Sociedad Educacionista La Fraternidad. La revista de los internos, el Chécale, lo tuvo entre sus protagonistas. En Buenos Aires estudió Filosofía y Letras. Trabó amistad con el ambiente literario capitalino, y con Ricardo Rojas en particular. De vuelta a los pagos enterrianos publicó Panambí, Antigua Luz, Entre Ríos y Canciones, Entrerriano por el Canto, Rapsodia Entrerriana, Retablo, entre otros.
Recuerdo su figura patriarcal al frente de nuevos proyectos, en la radio con Roberto Román, en la redacción timoneando el semanario cultural Sucesos dominical, donde anidaban las letras entrerrianas que cobraban vuelo agitando alas de papel.
Hoy Don Jorge nos deja un flamante tesoro a descubrir entre las páginas de su Cancionero Colonense del Siglo y Medio para glorificar a la ciudad que lo cobijó jubilosa.
De nuevo en su voz resuena ese “Claro, altivo y vertical, /alto de nube y de cielo, / con esa actitud de vuelo / del pájaro y del puñal, / libre por toda señal / y entrerriano por el canto, / en mi guitarra levanto / los rumores provincianos / porque me tiembla en las manos / la tierra que quiero tanto (…)”.

8/4/13

Guarumba, patriarca de Federación

Una muy vívida biografía de Miguel Guarumba debida a la pluma de Enrique Mouliá, rescatada de un libro publicado en 1943. 

A mí no me entran las balas... —decía el caudillo misionero, y, sin duda, en tal convicción cifraba su bravura y su arrojo en los combates y entreveros. 
—Debe estar "retobao" —expresaban los hombres de su tiempo al enterarse de que, a pesar de luchar siempre al frente de sus lanceros, nunca resultaba herido y sólo rasgaban su piel curtida de indio mestizo los rozamientos propios de toda refriega. 
Lo cierto es que Guarumba, famoso por su temeridad, y a quién se le atribuye participación principal en hechos sangrientos como los de Pago Largo, fue un guerrillero afortunado. Quizá ello se debió en parte a su destreza en el manejo de las armas, y especialmente la lanza, pero lo más acertado será adjudicado al factor suerte, el mismo que acompañó a Ramírez, al Chacho y al propio Facundo, con la ventaja sobre todos éstos que dicho factor le siguió siendo propicio hasta sus últimos días y, en cambio, a los citados caudillos lo fue efímeramente, de cuyo modo resultó truncada su existencia en la forma bárbara y trágica que registra la historia. 
Guarumba, el indio bravo e invencible, era a la vez un hombre modesto y bondadoso. Fue así cómo en su vida civil no supo actuar con la eficacia y la firmeza inquebrantable con que lo hiciera en la lucha armada, teniendo que pasar sus últi­mos años en medio de escaseces, a pesar de que poseía bienes y gozó de la pensión militar que le correspondiera como servidor de la patria. Todo lo daba o dejaba que se lo llevaran sus parientes y allegados.
Miguel Guarumba nació en 1810, en una de las reducciones de indios de las misiones jesuíticas instaladas en la hoy gobernación de Misiones. Perteneció a una de esas tribus que sirvieron a dichas organizaciones religiosas y que defendían a éstas de los ataques continuos de los portugueses o paulistanos. 
De modo que, a pesar de ser un analfabeto, re­cibió la influencia de la educación católica, habiéndose criado en el régimen de orden y de obediencia que imponían los misioneros a las tribus reducidas. Esta educación fue determinante, pues a la inversa de la mayoría de los caudillos de la región, que se caracterizaron por su contumacia, Guarumba fue siempre un elemento de parte de las autoridades, a las cuales sirvió con denuedo y consecuencia excepcionales. Algunos historia­dores que lo juzgan ligeramente y en forma des­pectiva, al igual que a la mayoría de los caudi­llos regionales, no advierten la razón de la con­ducta del indio misionero y, sin embargo, ella re­sulta explicada por el antecedente que acabamos de consignar. Era indómito, pero dentro del concepto del orden y del respeto a la autoridad que había aprendido de sus antepasados, influidos por la educación religiosa. 
Guarumba llegó a Entre Ríos junto con las tribus que trajo de Misiones el caudillo guaraní Tacuabé, de famosa historia y de destacada actuación en el período de la dominación artiguista. Entonces era muy joven y formaba en los escuadrones de lanceros, como simple soldado. Pero al poco tiempo comenzó a destacarse por su destreza en el manejo de la lanza, por su bravura y su arrojo en los entreveros. 
Primeramente actuó a las órdenes del comandante Pablo de la Cruz y luego junto con el coronel Áquileo González Oliver. En batallas sangrientas libradas en el período anárquico del país, en su lucha por la organización nacional, siguió siendo una figura sobresaliente como guerrillero eficaz y valeroso. En Pago Largo, Arroyo Grande, Caaguazú e India Muerta, sangrientas batallas que siempre son recordadas con horror, Guarumba hizo méritos suficientes para merecer lógicas recompensas. Se le ascendió a cabo y luego a sargento. Con este último grado le tocó tomar parte en la batalla de Caseros, donde volvió a singularizarse, obteniendo por ello su ascenso a oficial, en cuyo carácter le tocó actuar en Pavón. 
Terminadas las luchas, el general Urquiza le señaló un destino. Ordenó que acampara con su gente en Mandisoví, ya en el límite con Corrientes, y allí se estableció, estando siempre pronto al llamado de sus jefes. 
Cuando sobrevinieron las trágicas jornadas del 70, del 73 y del 76, Guarumba prestó su concurso al gobierno y luchó en varios encuentros con las huestes de López Jordán. Por su actitud obsecuente y por su eficacia en la acción, mereció nuevos ascensos. Sarmiento, primero, y Avellaneda, después, le fueron concediendo honorosas distinciones. De tal modo fue que llegó al grado de coronel, el que conservó hasta el fin de sus días (falleció a los 80 años). 
Algunos de los historiadores llaman a Guarumba indio "Tagüé". No está bien aplicada esta calificación. Tagüé quiere decir polilla; también equivale a hombre peludo y algunos sostienen que significa traidor. Todo es según la circunstancia. Sábese que los correntinos decían en aquellos tiempos: 
—¡Ou oiná los tagüés! 
Para ello eran los tagüés unos hombres peludos que cometían horribles malones en los cuales se llevaban cuanto encontraban a mano. Decían en Corrientes que provenían de Entre Ríos y que los mandaba el diablo. 
Guarumba nunca mereció ser considerado como tal. Precisamente si por algo se caracterizó, siendo casi un salvaje, fue por su bondad. 
En el combate actuaba, eso sí, con la ferocidad propia de todo guerrillero, pero fuera del campo de batalla fue siempre el hombre más respetuoso de la vida ajena. Lo prueban infinidad de gestos magnánimos realizados con los prisioneros. Recuérdase por ejemplo, su actitud con respecto a Carlos Anderson, el famoso caudillo sanguinario, al cual salvó en momentos en que iba a ser cercenada su cabeza. 
Indudablemente, su espíritu estuvo siempre regido por la educación religiosa que hemos mencionado. 
La vida de Guarumba ofrece un copioso y pintoresco anecdotario. Lógico es que así sea, pues que siendo un indio sin cultura le tocó actuar en puestos directivos y por ello se vio obligado a frecuentar ambientes que le eran extraños. 
Na sabía leer ni escribir, y firmaba su correspondencia con un sello de metal. Le ponía la marca, como él expresaba. Su ignorancia llegaba al extremo de confundir el masculino con el femenino y viceversa. Es famosa su palabra de orden: 
—¡Muchachos, a la pelea y a mantenerse firme como un "tronca"! 
Cierta vez, el entonces coronel Victorica fue huésped del comandante Aquileo González Oliver. Colocado en el puesto de honor en la mesa familiar, pudo observar que en el patio, debajo de un naranjo, se hallaban dos comensales. Eran Guarumba y el niño Aquileo. 
—Esos no vienen a la mesa —dijo el dueño de casa.— porque no saben comer con tenedor... 
El coronel Victorica recordaba siempre esta anécdota y desde entonces conservó viva simpatía por el caudillo, al cual lo conocía por sus méritos y hazañas, cosa lógica por tratarse de un ex secretario del general Urquiza. 
Esa simpatía la tradujo en un acto concreto, siendo ministro de Guerra del general Roca. Llamó a Guarumba para que regularizara su situación y le hizo reconocer como coronel de la Nación con el sueldo de quinientos pesos fuertes. 
Fue en esa circunstancia cuando Guarumba vino a Buenos Aires y, alojándose en el hotel Oriental —frente a la plaza de Mayo—, le ocurrió un percance que pudo resultarle fatal. Al acostar, se apagó el pico de gas de un soplido, y si no es advertida la emanación del hidrógeno por los dueños del establecimiento, hubiera perdido la satisfacción de recibir el reconocimiento oficial de su coronelía. 
Una vez aparecido el decreto, Guarumba debió presentarse con el uniforme, y como no lo había traído se fue a la residencia del ministro, su viejo amigo y ahora su "protector", para pedirle en préstamo su traje. 
—No puedo complacerte, Miguel —le dijo—, porque mi uniforme es de general. 
—¿Y eso qué tiene? —respondió Guarumba—, si cuando yo era oficial, vos no eras nada... 
Pero la más interesante de las anécdotas es aquella en que el caudillo misionero tuvo de contrincante a Sarmiento y la cual se recuerda siempre causando gran hilaridad. 
La incidencia tuvo lugar en ocasión de ser inaugurado el ramal ferroviario que une a Concordia con Federación, dos ciudades del norte de Entre Ríos. Sarmiento asistió en su calidad de presidente de la República. En su honor y en el de su comitiva oficial fue servido, después de la ceremonia, un gran banquete. Los huéspedes oficiales fueron colocados en la cabecera y en el otro extremo de la mesa fue concedido el sitio de honor a Guarumba, la figura patriarcal de la zona. Al agradecer la demostración, el autor de "Facundo", con una de esas geniales insolencias que le caracterizaban, expresó: 
"—Este acto se singulariza porque de un lado estamos los hombres que representamos el porvenir, el progreso y la civilización, y del otro los que, si bien tuvieron actuación benemérita, representan el pasado, el retroceso y la barbarie". 
El gran presidente acentuó con un ademán la agresividad de su frase que, desde luego, impresionó muy desfavorablemente. No lo merecieron los que le agasajaban y menos aquel al cual fuera dirigido el "exabrupto". 
Pero Guarumba recibió el chubasco sin inmutarse. Predominó, sin duda, en su espíritu aquel sentimiento de respeto emanado de la educación religiosa, y se mostró resignado. 
Pero momentos después, ya en el patio del hotel, donde tenía lugar la recepción, Sarmiento pasó por ante el caudillo misionero, y uno de los acompañantes hizo la presentación de estilo. Guarumba, sin hacerle siquiera la venia, expresó: 
—Si, ya te conocía yo... 
—¿Dónde me has visto? —replicó Sarmiento. 
—Y... en el Mosquito, disfrazado 'e ratón, saliendo d'un queso 'e bola. 
"El Mosquito" era un semanario de caricatura política que tenía gran difusión en aquella época. 

(Aguafuertes Entrerrianas de Enrique Mouliá, Ed. Heroica, Bs. As., 1943)

7/4/13

Una elisense por los caminos de la novela


Reproducimos aquí  la entrevista a la escritora elisense Selva Almada, una entrerriana que muy joven se lanzó a caminar y se atrevió a desandar los senderos de la novela. Anduvo por Paraná y finalmente se radicó en Buenos Aires. Dos novelas la caracterizan en sus búsquedas: “El viento que arrasa” y la recién editada “El ladrillero”, ambas con reminiscencias de sus pagos refugiados entre los pliegues de las lomadas pero con vocación de “cualquier lugar”, como ese Quijote que nació en algún lugar de La Mancha y se hizo universal.
La entrevista es de Beatriz Sarlo, y publicada el 7 de abril en la edición dominical del diario Clarín con el título Litoral, sermones evangélicos y “personajes que podrían ser de cualquier lugar”.

“Nací, me crié y viví en Villa Elisa hasta los 17 años. A treinta kilómetros de Colón. Un lugar muy católico. Tengo mejores recuerdos de la infancia. En la adolescencia no la pasé bien, no tenía los mismos intereses, ir al boliche, a bailar, tener novio. De todos modos, era un pueblo bueno, bastante típico del interior de Entre Ríos. Después me fui a estudiar a Paraná, donde estuve hasta que, a los 27, me vine a Buenos Aires.”
–¿Qué estudiabas?
–Comunicación Social. Pero, cuando empecé a escribir ficción, me di cuenta de que tenía que hacer una lectura más ordenada, no sólo lo que me caía en las manos. Entonces me anoté en algunas materias del profesorado de literatura; me enganché, dejé comunicación y terminé el profesorado.
– ¿Qué bibliotecas tenías a mano de chica, en tu pueblo?
–Primero, la de la escuela primaria, con muchos de los clásicos juveniles, los Salgari, Alcott, Mark Twain, bueno, todos esos. Ya adolescente, me hice socia de la biblioteca popular del pueblo. Ahí leía un poco lo que me recomendaba la bibliotecaria, novelas y sobre todo best-sellers. Cuando empecé literatura en Paraná, me di cuenta de que yo siempre había leído mucho pero que no había leído a los autores correctos. Me decían: “Ah, ¿pero no leíste a Cortázar?”. Yo no había leído a Cortázar en la adolescencia y era como un “Auch! No, no lo leí”. Eso me hacía sentir insegura.
–Lo que yo veo es una comunidad de proyecto estético, básicamente con el primer Saer. ¿De dónde viene la literatura? Difícil saberlo. Pienso en “El viento que arrasa”. Dijiste que venís de “un pueblo muy católico”, ¿el predicador evangelista de esa novela de dónde salió? Esos “evangelios” que también son mencionados en tu segunda novela, “Ladrilleros”...
–En los últimos años que viví en mi pueblo recién empezaban a aparecer muy tímidamente los Testigos de Jehová o los evangelistas, rechazados porque era gente de allí mismo que se había convertido. En la Iglesia el cura regalaba unos stickers grandotes, que tenían una figura de Cristo y abajo decía: “En esta casa somos católicos”. Había que pegarlo en la puerta como advertencia para que ni siquiera se acercaran. Eso no pasaba en mi casa. Mi mamá es católica pero conocía a estas mujeres que se habían hecho Testigos de Jehová, entonces cuando venían, les abría la puerta, les escuchaba el discurso, les compraba la revista. Años después, conocí el pueblo de mi marido en el Chaco, cerca de la frontera con Santa Fe. Allí me llamó la atención lo contrario: la cantidad de templos protestantes (allá les dicen “evangelios” a todos) que convivían tranquilamente con la Iglesia Católica. En realidad, yo tenía pensada una serie de cuentos que iban a transcurrir en la ruta, había escrito el primero y cuando empecé el segundo, imaginé un hombre que viaja por su trabajo pero no es un viajante de comercio, porque ya había encontrado ese personaje en otros cuentos. Como estaba leyendo sobre todo a Flannery O’Connor, y sus cuentos están llenos de pastores, ahí decidí: un tipo que sea pastor itinerante, que venda biblias, dé sermones. Se me ocurrió situarlo en el Chaco porque ahí yo había tenido la primera experiencia de tantos evangelistas dando vueltas.
–Los sermones del reverendo los armaste con textos de las revistas evangélicas…
–Sí, de las revistas. Con la novela ya bastante encaminada, se me ocurrió agregar los sermones, porque quería salir del estereotipo del pastor chanta. Se me ocurrió reforzar al pastor por el lado de su mismo discurso y escribir sermones que lo representaran, sin usar la perspectiva del narrador, sino haciéndolo hablar al Reverendo. No tenía muchos elementos, no leí la Biblia, pero allí estaban esas revistas que habían dejado los Testigos de Jehová en mi casa de Villa Elisa. Los versículos que ellos citan me sirvieron como disparador para los sermones del Reverendo que yo quería escribir. Después en Buenos Aires, cerca de donde vivo, en Flores, me dieron los de un pastor coreano.

–En “El viento que arrasa” esos sermones tienen un extraordinario poder. Que la hija del Reverendo siga adherida a su padre en ese viaje interminable por pueblitos y que el Reverendo conquiste a ese chico y lo arrastre con él tiene que ver con algo discursivo. Los sermones funcionan impulsando la ficción y no sólo como muestra de que así hablaba ese hombre. Sostienen la estructura argumental. Y, también, hacen a la rareza de tu novela en la literatura actual. No hay ironía, ni parodia, por ejemplo, en esa escena en que la madre del futuro predicador lo entrega a las aguas del río, como en un segundo bautismo.
–Sí, bueno, no sé si hay tantas novelas en donde haya pastores… –No sólo por eso, sino porque le meten a la novela una lengua rara, que impide toda identificación pintoresca o costumbrista.
–Claro, a fin de cuentas, los personajes podrían ser de cualquier lugar.
–En estos días apareció tu segunda novela, “Ladrilleros”. ¿La empezaste a escribir antes o después de “El viento que arrasa”?
–Después.
–Al leer “Ladrilleros” tuve la impresión de que venía de antes.
–No. Me habían contado una historia, que también trascurría en esa zona, sobre dos familias enfrentadas, ladrilleros que en un parque de diversiones se agarran a tiros y a cuchillazos, y muere un par de cada bando. Me gustó como arranque de algo y la empecé a escribir casi inmediatamente después de haber terminado El viento....
–”Ladrilleros” no se priva de nada, palizas, sangre, actos sexuales heterosexuales y homosexuales, tiene toda la acción posible para una literatura como la tuya, que es refinada y cauta. Por eso pensé: Selva, que vació de acción la novela anterior, que se negó a escribir lo que podía esperarse del encuentro de esos adolescentes en “El viento..”, que se decidió a decepcionar al lector en sus expectativas más convencionales (lo cual me parece formidable), y le dice: “Lo que usted está pensando no va a suceder”, bueno, Selva en “Ladrilleros” repone todo aquello que no se permitió en “El viento que arrasa”. Por eso la pensé como una novela que había empezado a ser escrita primero. Una novela que avisa: “Agarráte porque pongo todo”.
–Sí, me pasó un poco eso. Con El viento...todos suponen que va a pasar algo y no pasa nada.
Ladrilleros, ya desde la anécdota que escuché, era como una de tiros, tampoco es una de Tarantino la novela, pero tiene acción. Son dos pibes desangrándose y muriéndose después de haber peleado a cuchillo y, además, conté de dónde vienen esas muertes, ese rencor más antiguo que les llega de los padres y del odio o el amor que sienten por ellos. Los personajes eran tipos así violentos y pedían una narración más explícita. Pero hay una cosa más poética en las alucinaciones de los dos agonizantes. De todos modos, creo que, en el fondo, las dos novelas son parecidas y comparten la misma lengua.
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