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15/7/25

Los sepultureros de Martín Fierro

Rubén I. Bourlot

 

A principios del siglo XX, Martín Fierro y, más que nada, su autor José Hernández eran prácticamente desconocidos. Habían pasado al olvido. El poema gauchesco no era reconocido dentro de la literatura argentina. Ernesto Quesada fue el primero que lo intentó pero recién, hacia 1913, Leopoldo Lugones comenzó a reivindicarlo con el afloramiento del nacionalismo conservador que era el de Lugones, Ricardo Rojas y otros. Ese nacionalismo aristocrático, de salón, militarista y sin pueblo, pero que tuvo la virtud de rescatar al poema gauchesco Martín Fierro. No así a su autor José Hernández que siguió permaneciendo en la oscuridad.

Lugones reivindica a es gaucho para consolidar su nacionalismo de personajes que se disfrazan de gaucho como en los actos escolares. Los viejos criollos, los paisanos, no están reflejados en ese gaucho que reivindican simplemente para las exposiciones. Porque ya el criollo andante que caza ganado cimarrón y lo persigue el juez para que vaya a votar no existe más. Los campos fueron alambrados y las vacas tienen marcas y señales.

Autores como Jorge Luis Borges, por ejemplo, lo denostaban, menospreciaban al personaje orillero que tanto le sirvió a él mismo para construir su literatura como su reconocido “Hombre de la esquina rosada”. Lo consideraba simplemente al Martín Fierro una historia de cuchilleros y de malos entretenidos, de gauchos, que justamente eran los que había reivindicado Lugones. Borges, que en sus años iniciáticos publicó en la revista literaria Martín Fierro, escribe un cuento, El Fin, en donde el Moreno se venga de Martín Fierro. El derrotado por Fierro son dos morenos, el primero en un duelo a cuchillo y el segundo en el famoso duelo de payadas.

El divorcio entre el poema y el autor que es José Hernández también lo trata Ezequiel Martínez Estrada, autor de Radiografía de la Pampa, que califica al Martín Fierro “sin patriotismo, sin grandeza, sin tendencia a la exaltación…” Lo mismo ocurre con Ernesto Sábato que da rodeos y sostiene que “el Martín Fierro no es fundamental porque trata de gauchos, ya que los novelones de Gutiérrez lo tratan hasta el hartazgo…” y lo califica de “extrañísimo poema novelesco”.

Para estos autores José Hernández creó el enorme poema nacional en virtud de solo un soplo divino, un momento de inspiración que le permitió escribir el Martín Fierro la primera y la segunda vuelta. Ricardo Rojas que Hernández “iba llegando a los cuarenta años sin haber hecho cosas heroicas en su vida, cuando la musa gaucha los despertó a la inspiración de su poema” y nunca más escribió algo de nivel literario en su vida. Es decir que no fue Hernández el autor sino una musa que de pronto anidó en su cerebro y le dictó esos versos. Un Martín Fierro casi de autor de anónimo como los autores de los textos bíblicos que escribían al dictado de Dios.

Son los enterradores del autor que desaparece amortajado por su propia creación. Con el tiempo, el poema nacional se incorpora a los diseños curriculares de las escuelas, empieza a leerse en las clases de Literatura pero despojado de su significado histórico y desligado de su autor. Son poemas de lectura ripiosa por su lenguaje gauchesco que más que nada aburren a los alumnos, a los jóvenes que tienen que lidiar con ese lenguaje extraño para ellos. Pero lo que lo hace tedioso es su lectura despojada de su contexto de época y de su autor.

En la segunda mitad de la década del ’50 aparecen el cuento de Borges pero también la primera reivindicación. El poema gauchesco es presentado junto a su autor José Hernández desde los márgenes de la literatura oficial, podríamos decir, de los cánones literarios consagrados. 

Fue de la mano de un político e historiador que se atrevía a incursionar en temas literarios. Jorge Abelardo Ramos publica en 1954 Crisis y resurrección de la Literatura Argentina donde rescata al gran poeta nacional en el capítulo Muerte y transfiguración  del Martín Fierro de recomendable lectura. El capítulo se encuentra ampliado en el último libro de Ramos publicado en 1994, La nación inconclusa, que lo incluye con el título "Un poeta-soldado sueña su derrota en Santa Ana do Livramento".

Llegamos al primer cuarto del siglo XXI y parecía que el ciclo de sepultureros del Martín Fierro, y de su autor, había terminado. Quedaba pendiente la tarea de recuperar al José Hernández autor y al protagonista insoslayable de los hechos políticos del siglo XIX con “muchas cosas heroicas en su vida” para desmentir a Ricardo Rojas. Los últimos detractores del poema nacional ya estaban muertos. Borges  falleció en 1986 y Sábato en 2011. 

Pero de pronto surgió un nuevo sepulturero pala en mano. Una pala que no era para cultivar y desenterrar papas, sino para terminar la obra que no llegaron a hacer Rojas, Martínez Estrada y sus seguidores.

Como un retorno a ese pasado de “ganados y mieses”, al sueño del próspero país agroexportador que parece sobrevolar en pleno 2025, viene un nuevo sepulturero para sellar bajo una lápida definitiva a los dos juntos: Fierro y Hernández. Se trata de Martín Caparrós con su La Verdadera Vida de José Hernández (contada por Martín Fierro) donde versifica un obituario versificado atacándolo “por izquierda".

Para muestra basta un botón y así no nos indigestamos.

Caparrós versifica:

Se llamaba José Hernández,

aunque también se llamaba

Pueyrredón, porque alardeaba

de ser un hombre de abajo

y era rico pa'l carajo

más que la reina de Saba.

Y agrega:

Su familia era de aquellas

que asaltaron nuestras tierras:

pampas, ríos, bosques, sierras,

todito se lo quedaron

y así nomás lo alambraron

para dejarnos ajuera.

Justamente Caparrós, que vive en la Europa y porta un apellido español, le imputa a Hernández el delito de descender de una familia conquistadora que según él “asaltaron nuestras tierras”

Todo esto a cuento de que culpa a Hernández por portación de apellido, el Pueyrredón, “dueño de riquezas inconmensurables”.

¿Sabrá Caparrós que cuando murió el padre de los Hernández, José y Rafael que tenían veinte y tantos años, quedaron sin nada? El padre había perdido sus bienes estafado por un socio.

¿Sabrá que José Hernández se vino a Paraná, entonces capital de la Confederación, para trabajar de taquígrafo del Senado y escribir en El nacional argentino?

¿Sabrá del Hernández que apoyó a los defensores de Paysandú bombardeada por Mitre y el Brasil; del Hernández que combatió con López Jordán contra la intervención sarmientina?

Tampoco debe saber, si es que no lo omite con intención, que el mismo Hernández, cuando asesinaron al Chacho Peñaloza, escribió “los salvajes unitarios están de fiesta. Celebran en estos momentos la muerte de uno de los caudillos más prestigiosos, más generosos y valientes que ha tenido la República Argentina. El partido federal tiene un nuevo mártir (...) El general Peñaloza ha sido degollado (...) en su propio lecho y su cabeza ha sido conducida como prueba del buen desempeño al bárbaro Sarmiento.”

A esta altura no considero de gran utilidad correr a adquirir el libro citado. Solo basta con esos pocos versos para deducir lo que debe ser su contenido. El buen arqueólogo con una vértebra le basta para imaginarse cómo fue el dinosaurio que está desenterrando. Mejor si corremos a la biblioteca y nos ponemos a releer el Martín Fierro o a cualquier librería para comprarlo y descubrirlo. 

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