Por Rubén Bourlot
Seis años después del primer grito de libertad dado en el cabildo de Buenos Aires los pueblos del Río de la Plata se atrevieron a dar el gran paso de anunciar al mundo su independencia.
Fue un largo y accidentado proceso que estuvo salpicado por conflictos internos, intrigas políticas y amenazas de las potencias de entonces.
La idea de la constitución de un nuevo estado independiente estuvo latente desde décadas antes de la Revolución de Mayo pero tomó fuerza a partir de los intentos de ocupación inglesa en 1806 y 1807.
El año 10 fue el momento justo para dar el gran paso pero la mayoría de la Junta de gobierno no pudo o no quiso resolverlo. A los más impulsivos, como Mariano Moreno y su grupo, los enviaron a realizar misiones alejadas de los lugares de decisión.
Tres años antes, ante la convocatoria de la Asamblea Constituyente, conocida como del año 13, los diputados de los pueblos que respondían a José Artigas tenían la instrucción de pedir “la declaración de la independencia absoluta de estas colonias, que ellas están absueltas de toda obligación de fidelidad a la corona de España y de la familia de los Borbones y que toda conexión política entre ellas y el Estado de la España es y debe ser totalmente disuelta”, pero no pudieron participar del cónclave por cuestiones formales o excusas que interpusieron en Buenos Aires para no avanzar en la declaración de la independencia como se solicitaba.
En junio de 1815 en el Congreso de Oriente o de Concepción del Uruguay, convocado por Artigas, se trató el tema de la independencia como una de las prioridades en el diálogo pendiente entre los representantes de las provincias del Litoral y las autoridades de Buenos Aires.
Pero recién en julio de 1816 los diputados de medio país, ya que las provincias de la Liga de Artigas no concurrieron, resolvieron declarar la independencia. Es verdad que el Congreso no fue convocado con ese objeto sino para decidir acerca de la forma de gobierno. Pero era un contrasentido discutir cómo se iba a gobernar un país si primero no se constituía en un estado independiente.
Así lo hizo saber San Martín desde Mendoza: “¡Hasta cuando esperaremos declarar nuestra Independencia! No le parece a Usted una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quién en el día se cree dependemos. ¿Qué nos falta más que decirlo? … Los enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos...
“Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas”.
El 9 de julio, al fin, se declaró con toda solemnidad que las "Provincias Unidas en Sudamérica" eran “una nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli”. Días después, luego de varios cabildeos, se completó la fórmula con el agregado "...y de toda otra dominación extranjera".