Por Rubén Bourlot
En los albores del siglo XXI nos encontramos debatiendo temas que venimos arrastrando desde hace dos siglos. El modelo exportador de materias primas a cambio de manufacturas ya despertaba la inquietud de nuestros patriotas fundadores como Manuel Belgrano, que en sus escritos económicos propiciaba la incorporación del trabajo local a las materias primas.
El modelo agroexportador impuesto a mediados del siglo XIX con la ampliación de la frontera agropecuaria y la incorporación de mano de obra inmigrante nos convirtió en el “granero del mundo” pero no por ello el país alcanzó un nivel de desarrollo pleno con el logro del bienestar de sus habitantes.
Las rentas de las exportaciones favorecieron a un sector muy reducido de la población que se concentraba en las cercanías del puerto de Buenos Aires y en algunos núcleos urbanos del resto del país.
Pero la buena estrella del modelo pronto se eclipsó por las sucesivas crisis internacionales que tiraron abajo los precios. Nuestra dependencia de mercados cuyas variables no manejamos se reflejó claramente y no obstante los gobiernos poco hicieron para cambiar el modelo. Hubo algunos intentos muy tímidos de desarrollar la industria manufacturera de sustitución de importaciones y no se propició el incremento del mercado interno, verdadero motor del desarrollo. Recién cuando se desataron las guerras europeas del siglo XX, que dejaron de proveernos manufacturas, impulsaron la industria de sustitución. No había más remedio que ponernos a fabricar nuestras herramientas, vestimentas y alimentos.
A mediados del siglo, el modelo peronista intentó impulsar un viraje hacia la industrialización que se frustró tras el golpe de estado de 1955.
Hoy la producción sojera representa el modelo agroexportador que nos mantiene dependiente de los vaivenes del mercado exterior y no incorpora un valor agregado sustancial. La industria de la maquinaria agrícola, que aporta puestos de trabajo, depende también del mercado externo. Desde el estado no se implementan estrategias para aprovechar la coyuntura favorable e impulsar un modelo industrial autónomo. La política oficial se limita a recaudar, mediante las retenciones, para realizar una distribución improductiva, sin ninguna planificación estratégica.
Hoy el productor siembra soja porque es la actividad que le reditúa. Si mañana aumenta el precio del trigo se orientará hacia ese cultivo. No podemos pedirle al productor que diseñe estrategias a largo plazo porque no maneja las variables económicas. Esto le compete al gobierno.
La soja, ese yuyo maldito no es mas malo que el trigo, el maíz o las vacas. Todo depende de cómo se maneja. Todo monocultivo afecta los suelos así como afectan los agroquímicos cuando se utilizan si control. Pero también afectan a nuestra economía la dependencia del manejo monopólico de la genética o de los agroquímicos como el glisofato patentado por un laboratorio multinacional.
La soja como una mancha de aceite invadió los territorios agrícolas en desmedro de la ganadería, de los tambos y de otros cultivos, y también amplió la frontera agropecuaria a costa de las escasas áreas naturales que nos quedan. Como sucedió en otros países de América Latina, el monocultivo amenaza con sustituir la producción de alimentos para el consumo interno. Así sucedió en una época con la caña de azúcar en el Brasil, el café en Colombia y otros países, que se encontraron obligados a importar alimentos de origen agropecuario porque sus tierras estaban ocupadas con los cultivos de exportación.
Corresponde al estado la planificación económica con una decisiva intervención en el comercio exterior, el crédito y la distribución de la tierra. Sin dudas que surgirán voces de alarma ante medidas de este carácter porque nos han educado con el manual de los mercaderes que solo les interesa que nuestro país sea un proveedor de materias primas y un comprador de manufacturas, con un nivel de consumo interno deprimido. No vaya a suceder que nos comamos todo lo que producimos.
Una correcta distribución de los suelos cultivables y del crédito permitiría que los verdaderos productores trabajen la tierra y no sigan convirtiéndose en dependientes de los contratistas y pooles de siembra. El acceso al crédito, la organización en cooperativas para la compra de maquinarias, la formación de un fondo anticrisis y la fijación de precios sostén garantizados por el estado serían soluciones de fondo. Para ello es imprescindible la planificación a largo plazo que incluya la creación de una compañía estatal o mixta de comercio exterior. Los liberales pondrán el grito en el cielo pero, como vemos, las soluciones liberales siempre fracasaron. Entonces por qué no probar otra fórmula.
El modelo agroexportador impuesto a mediados del siglo XIX con la ampliación de la frontera agropecuaria y la incorporación de mano de obra inmigrante nos convirtió en el “granero del mundo” pero no por ello el país alcanzó un nivel de desarrollo pleno con el logro del bienestar de sus habitantes.
Las rentas de las exportaciones favorecieron a un sector muy reducido de la población que se concentraba en las cercanías del puerto de Buenos Aires y en algunos núcleos urbanos del resto del país.
Pero la buena estrella del modelo pronto se eclipsó por las sucesivas crisis internacionales que tiraron abajo los precios. Nuestra dependencia de mercados cuyas variables no manejamos se reflejó claramente y no obstante los gobiernos poco hicieron para cambiar el modelo. Hubo algunos intentos muy tímidos de desarrollar la industria manufacturera de sustitución de importaciones y no se propició el incremento del mercado interno, verdadero motor del desarrollo. Recién cuando se desataron las guerras europeas del siglo XX, que dejaron de proveernos manufacturas, impulsaron la industria de sustitución. No había más remedio que ponernos a fabricar nuestras herramientas, vestimentas y alimentos.
A mediados del siglo, el modelo peronista intentó impulsar un viraje hacia la industrialización que se frustró tras el golpe de estado de 1955.
Hoy la producción sojera representa el modelo agroexportador que nos mantiene dependiente de los vaivenes del mercado exterior y no incorpora un valor agregado sustancial. La industria de la maquinaria agrícola, que aporta puestos de trabajo, depende también del mercado externo. Desde el estado no se implementan estrategias para aprovechar la coyuntura favorable e impulsar un modelo industrial autónomo. La política oficial se limita a recaudar, mediante las retenciones, para realizar una distribución improductiva, sin ninguna planificación estratégica.
Hoy el productor siembra soja porque es la actividad que le reditúa. Si mañana aumenta el precio del trigo se orientará hacia ese cultivo. No podemos pedirle al productor que diseñe estrategias a largo plazo porque no maneja las variables económicas. Esto le compete al gobierno.
La soja, ese yuyo maldito no es mas malo que el trigo, el maíz o las vacas. Todo depende de cómo se maneja. Todo monocultivo afecta los suelos así como afectan los agroquímicos cuando se utilizan si control. Pero también afectan a nuestra economía la dependencia del manejo monopólico de la genética o de los agroquímicos como el glisofato patentado por un laboratorio multinacional.
La soja como una mancha de aceite invadió los territorios agrícolas en desmedro de la ganadería, de los tambos y de otros cultivos, y también amplió la frontera agropecuaria a costa de las escasas áreas naturales que nos quedan. Como sucedió en otros países de América Latina, el monocultivo amenaza con sustituir la producción de alimentos para el consumo interno. Así sucedió en una época con la caña de azúcar en el Brasil, el café en Colombia y otros países, que se encontraron obligados a importar alimentos de origen agropecuario porque sus tierras estaban ocupadas con los cultivos de exportación.
Corresponde al estado la planificación económica con una decisiva intervención en el comercio exterior, el crédito y la distribución de la tierra. Sin dudas que surgirán voces de alarma ante medidas de este carácter porque nos han educado con el manual de los mercaderes que solo les interesa que nuestro país sea un proveedor de materias primas y un comprador de manufacturas, con un nivel de consumo interno deprimido. No vaya a suceder que nos comamos todo lo que producimos.
Una correcta distribución de los suelos cultivables y del crédito permitiría que los verdaderos productores trabajen la tierra y no sigan convirtiéndose en dependientes de los contratistas y pooles de siembra. El acceso al crédito, la organización en cooperativas para la compra de maquinarias, la formación de un fondo anticrisis y la fijación de precios sostén garantizados por el estado serían soluciones de fondo. Para ello es imprescindible la planificación a largo plazo que incluya la creación de una compañía estatal o mixta de comercio exterior. Los liberales pondrán el grito en el cielo pero, como vemos, las soluciones liberales siempre fracasaron. Entonces por qué no probar otra fórmula.
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