Reproducimos aquí la entrevista
a la escritora elisense Selva Almada, una entrerriana que muy joven se lanzó a
caminar y se atrevió a desandar los senderos de la novela. Anduvo por Paraná y
finalmente se radicó en Buenos Aires. Dos novelas la caracterizan en sus
búsquedas: “El viento que arrasa” y la recién editada “El ladrillero”, ambas
con reminiscencias de sus pagos refugiados entre los pliegues de las lomadas
pero con vocación de “cualquier lugar”, como ese Quijote que nació en algún
lugar de La Mancha y se hizo universal.
La entrevista es de Beatriz Sarlo, y publicada el 7 de abril en la
edición dominical del diario Clarín con el título Litoral, sermones evangélicos y “personajes que podrían ser de
cualquier lugar”.
“Nací, me crié y viví en Villa Elisa hasta los 17 años. A treinta
kilómetros de Colón. Un lugar muy católico. Tengo mejores recuerdos de la
infancia. En la adolescencia no la pasé bien, no tenía los mismos intereses, ir
al boliche, a bailar, tener novio. De todos modos, era un pueblo bueno,
bastante típico del interior de Entre Ríos. Después me fui a estudiar a Paraná,
donde estuve hasta que, a los 27, me vine a Buenos Aires.”
–¿Qué estudiabas?
–Comunicación Social. Pero, cuando empecé a escribir ficción, me di
cuenta de que tenía que hacer una lectura más ordenada, no sólo lo que me caía
en las manos. Entonces me anoté en algunas materias del profesorado de
literatura; me enganché, dejé comunicación y terminé el profesorado.
– ¿Qué bibliotecas tenías a mano de chica, en tu pueblo?
–Primero, la de la escuela primaria, con muchos de los clásicos
juveniles, los Salgari, Alcott, Mark Twain, bueno, todos esos. Ya adolescente,
me hice socia de la biblioteca popular del pueblo. Ahí leía un poco lo que me
recomendaba la bibliotecaria, novelas y sobre todo best-sellers. Cuando empecé
literatura en Paraná, me di cuenta de que yo siempre había leído mucho pero que
no había leído a los autores correctos. Me decían: “Ah, ¿pero no leíste a
Cortázar?”. Yo no había leído a Cortázar en la adolescencia y era como un
“Auch! No, no lo leí”. Eso me hacía sentir insegura.
–Lo que yo veo es una comunidad de proyecto estético, básicamente con
el primer Saer. ¿De dónde viene la literatura? Difícil saberlo. Pienso en “El
viento que arrasa”. Dijiste que venís de “un pueblo muy católico”, ¿el
predicador evangelista de esa novela de dónde salió? Esos “evangelios” que
también son mencionados en tu segunda novela, “Ladrilleros”...
–En los últimos años que viví en mi pueblo recién empezaban a aparecer
muy tímidamente los Testigos de Jehová o los evangelistas, rechazados porque
era gente de allí mismo que se había convertido. En la Iglesia el cura regalaba
unos stickers grandotes, que tenían una figura de Cristo y abajo decía: “En
esta casa somos católicos”. Había que pegarlo en la puerta como advertencia
para que ni siquiera se acercaran. Eso no pasaba en mi casa. Mi mamá es
católica pero conocía a estas mujeres que se habían hecho Testigos de Jehová,
entonces cuando venían, les abría la puerta, les escuchaba el discurso, les
compraba la revista. Años después, conocí el pueblo de mi marido en el Chaco,
cerca de la frontera con Santa Fe. Allí me llamó la atención lo contrario: la
cantidad de templos protestantes (allá les dicen “evangelios” a todos) que
convivían tranquilamente con la Iglesia Católica. En realidad, yo tenía pensada
una serie de cuentos que iban a transcurrir en la ruta, había escrito el
primero y cuando empecé el segundo, imaginé un hombre que viaja por su trabajo
pero no es un viajante de comercio, porque ya había encontrado ese personaje en
otros cuentos. Como estaba leyendo sobre todo a Flannery O’Connor, y sus
cuentos están llenos de pastores, ahí decidí: un tipo que sea pastor
itinerante, que venda biblias, dé sermones. Se me ocurrió situarlo en el Chaco
porque ahí yo había tenido la primera experiencia de tantos evangelistas dando
vueltas.
–Los sermones del reverendo los armaste con textos de las revistas
evangélicas…
–Sí, de las revistas. Con la novela ya bastante encaminada, se me
ocurrió agregar los sermones, porque quería salir del estereotipo del pastor
chanta. Se me ocurrió reforzar al pastor por el lado de su mismo discurso y
escribir sermones que lo representaran, sin usar la perspectiva del narrador,
sino haciéndolo hablar al Reverendo. No tenía muchos elementos, no leí la
Biblia, pero allí estaban esas revistas que habían dejado los Testigos de
Jehová en mi casa de Villa Elisa. Los versículos que ellos citan me sirvieron
como disparador para los sermones del Reverendo que yo quería escribir. Después
en Buenos Aires, cerca de donde vivo, en Flores, me dieron los de un pastor
coreano.
–En “El viento que arrasa” esos sermones tienen un extraordinario
poder. Que la hija del Reverendo siga adherida a su padre en ese viaje
interminable por pueblitos y que el Reverendo conquiste a ese chico y lo
arrastre con él tiene que ver con algo discursivo. Los sermones funcionan
impulsando la ficción y no sólo como muestra de que así hablaba ese hombre.
Sostienen la estructura argumental. Y, también, hacen a la rareza de tu novela
en la literatura actual. No hay ironía, ni parodia, por ejemplo, en esa escena
en que la madre del futuro predicador lo entrega a las aguas del río, como en
un segundo bautismo.
–Sí, bueno, no sé si hay tantas novelas en donde haya pastores… –No
sólo por eso, sino porque le meten a la novela una lengua rara, que impide toda
identificación pintoresca o costumbrista.
–Claro, a fin de cuentas, los personajes podrían ser de cualquier
lugar.
–En estos días apareció tu segunda novela, “Ladrilleros”. ¿La empezaste
a escribir antes o después de “El viento que arrasa”?
–Después.
–Al leer “Ladrilleros” tuve la impresión de que venía de antes.
–No. Me habían contado una historia, que también trascurría en esa
zona, sobre dos familias enfrentadas, ladrilleros que en un parque de
diversiones se agarran a tiros y a cuchillazos, y muere un par de cada bando.
Me gustó como arranque de algo y la empecé a escribir casi inmediatamente
después de haber terminado El viento....
–”Ladrilleros” no se priva de nada, palizas, sangre, actos sexuales
heterosexuales y homosexuales, tiene toda la acción posible para una literatura
como la tuya, que es refinada y cauta. Por eso pensé: Selva, que vació de
acción la novela anterior, que se negó a escribir lo que podía esperarse del
encuentro de esos adolescentes en “El viento..”, que se decidió a decepcionar
al lector en sus expectativas más convencionales (lo cual me parece
formidable), y le dice: “Lo que usted está pensando no va a suceder”, bueno,
Selva en “Ladrilleros” repone todo aquello que no se permitió en “El viento que
arrasa”. Por eso la pensé como una novela que había empezado a ser escrita
primero. Una novela que avisa: “Agarráte porque pongo todo”.
–Sí, me pasó un poco eso. Con El viento...todos suponen que va a pasar
algo y no pasa nada.
Ladrilleros, ya desde la anécdota que escuché, era como una de tiros,
tampoco es una de Tarantino la novela, pero tiene acción. Son dos pibes
desangrándose y muriéndose después de haber peleado a cuchillo y, además, conté
de dónde vienen esas muertes, ese rencor más antiguo que les llega de los
padres y del odio o el amor que sienten por ellos. Los personajes eran tipos
así violentos y pedían una narración más explícita. Pero hay una cosa más
poética en las alucinaciones de los dos agonizantes. De todos modos, creo que,
en el fondo, las dos novelas son parecidas y comparten la misma lengua.