3/7/25

Los constructores de ranchos

Rubén I. Bourlot

 

No se sabe cuando comenzaron. Estuvieron un tiempo ahí, hasta que, poco a poco, fueron cayendo en desuso, y cayendo por el deterioro del tiempo. Así desaparecieron los ranchos que fueron un símbolo de la estudiantina de la Escuela Agrotécnica de Colón (Entre Ríos).

Era una época heroica, de rebeldías amables, de búsquedas. De Beatles sonando en alguna spika. Los Iracundos cantándole a Puerto Month, y en alguna que otra guitarra pulsada por un “granjero” (así nos reconocíamos los alumnos de la que se conocía como “Escuela Granja”) que interpretaba una zamba norteña o una de protesta (“De nada sirve escaparse de uno mismo. / Veinte horas al cine pueden ir…”) Eran las décadas de los ’60 y ’70.

Los ranchos crecieron y se multiplicaron a la sombra del frondoso eucaliptal, a la vera de la cañada de aguas turbias, insondables. Esa que llamaban de Góngora, no se sabe bien por qué. Tal vez bautizada por algún granjero aludiendo a ese Góngora que conciliaba el sueño de las horas de Castellano y Literatura con la profesora “Popotito” (René Susana Gerardo) que insistía en despertar el gusto por la poesía clásica: “Las flores del romero,/niña Isabel,/hoy son flores azules,/mañana serán de miel”. O tal vez tuvo un origen más prosaico: un vecino de ese apellido.

Los ranchos eran construidos con los materiales más diversos que la abundancia ponía a mano de la creatividad juvenil. Y con los diseños de arquitectos sin escuadra ni compás. Algunos con paredes quinchadas con barro y paja, como los más criollos, techados con alguna chapa oxidada rescatada por ahí. Otros con muros de troncos o “cachetes” bien amarrados con alambres oxidados. Más grandes, más pequeños, todos con el infaltable fogón y la chimenea. Mucho ingenio para conseguir un buen tiraje y que la habitación no se convirtiera en un ahumador.  Cada rancho correspondía a un grupo que a su vez podía ir admitiendo nuevos miembros, y cada uno tenía un nombre que lo identificaba: “Pochuzo”, “Al Borde”, por ejemplo.

Parte de la vida de los granjeros transcurría en los ranchos. Los tiempos libres, los fines de semana, las horas libres, y las escapadas de clase. Eran el refugio ideal.

Hubo un rancho de dos plantas, el de Munilla, que cobró fama por ser el ideal para las escapadas. Ubicado “del otro lado de cañada” que se atravesaba por sobre un puente de un tronco con  tensor de alambre para sostenerse mientras se caminaba sobre el mismo, al que ningún preceptor se atrevía. Los “escapados” se refugiaban en la “planta alta” del rancho que se accedía por una escalera y abriendo una puerta trampa cerrada desde arriba.

Una vez un preceptor intentó llegar cruzando sobre el precario puente, pero a la mitad del cauce de la cañada balanceó su cuerpo, procuró sostenerse del tensor que los precavidos alumnos habían desatado, y terminó con su humanidad, estrepitosamente, en las barrosas aguas.

Eran lugares de reunión matera hasta que se terminaba la yerba, a veces secada al sol, en días de bolsillos flacos. En días de lluvia no faltaban las tortas fritas. Tampoco faltaban algunos manjares elaborados con los productos que caían en las manos veloces de los granjeros: huevos fritos, algún pollito o un pato a la parrilla.

Épocas de bohemias, sin celulares y sin redes sociales, donde el vínculo cara a cara reforzaban lazos de amistad que aún perduran.

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