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1/3/24

Libras y rieles en la balanza: "la soberanía no puede ser objeto de discusión"

Transcripción del artículo publicado en la revista Qué, año I, Nº 1 de agosto de 1946 describe cómo el primer ministro de Economía del gobierno de Juan Domingo Perón negociaba con una misión británica la nacionalización de los ferrocarriles, en ese entonces en manos de inversionista ingleses. Se concretaba así el sueño de Raúl Scalabrini Ortiz, que tanto había pregonado por recuperar este estratégico medio de comunicación y transporte para el estado argentino.

 

Banco Central. Son las ocho de la mañana. En su despacho rojo, de la parte media del edificio, un hombre de menos de sesenta años, bajo, rechoncho, de cabellos negros y duros, peinados hacia atrás, ojos vivos y saltones, repasa con displicencia los informes que, sobre la negociación con Gran Bretaña, artísticamente escritos a máquina le han preparado los técnicos de la institución. Un grueso cigarro entre los labios, de la mejor calidad, despide aromáticas volutas. Este hombre ejerce la jefatura de la economía argentina. Desde ese despacho rojo tiene a su alcance todas las palancas del comando financiero.

Los peones del Banco están todavía haciendo la limpieza; los directores y hasta los mismos empleados no han llegado, pero don Miguel Miranda, presidente de la institución, hállase allí para empezar su fatigosa jornada, sin otra compañía que la de sus secretarios, en la sala contigua, y de las personas a quienes ha citado, que aguardan en la sala de espera. Para verlo a don Miguel hay que estar a las ocho. Industrial poderoso, hijo exclusivo de su esfuerzo, ha trabajado toda su vida y no sabe hacer otra cosa. Se afirma que sus entradas mensuales oscilan entre 300.000 y 400.000 pesos, a pesar de lo cual sigue siendo un obrero, a quien la prosperidad no ha inducido ni a mudarse de barrio. En la calle Directorio, junto a una de sus fábricas, tiene su casa.

 

Llega la misión

Miguel Miranda
Han dado las diez. Con puntualidad británica se anuncia en ese mismo instante la misión comercial del Reino Unido. La preside Sir Wilfrid Eady nacido en la Argentina hace algo más de medio siglo. Es bajo, rubicundo, cargado de hombros, miope. Su poco aventajada estatura contrasta con la de los demás miembros de la misión, hombres jóvenes, rubios, elegantes, que parecen salidos de una estampa londinense. Mezclado con ellos llama la atención un verdadero atleta, enorme, cano, de mandíbula y hombros cuadrados. Se diría que nos hallamos en presencia de un boxeador. Alguien apunta un chiste:

— Claro, como le ha ido tan mal a Sir Percival Liesching, lo traen a éste para que los defienda,

Los negociadores británicos son introducidos al despacho rojo y, después de los saludos de rigor, comienzan las conversaciones. Un cuerpo de taquígrafos registra todas las palabras que allí se pronuncian, para que a la tarde misma el presidente de la república tenga sobre su mesa de trabajo una versión fiel y completa de lo acaecido.

 

Inusitado exordio

Miranda, que no es un hombre al que le guste perder el tiempo, rompe el fuego:

— La República Argentina y el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte — empieza diciendo don Miguel — son dos naciones soberanas e iguales en el terreno del derecho internacional. Por lo tanto, todo lo que afecte la soberanía y libre determinación, en sus asuntos internos, de cualquiera de ellas, está expresamente excluido de estas conversaciones.

Las circunstancias — prosigue — han colocado a la Argentina en la posición, que no ha buscado, de acreedora de Gran Bretaña. Por consiguiente la Argentina dispensará a la gran nación amiga el mismo trato que, como deudora, ha recibido de ella; es decir, un trato cordial.

Sir Wilfrid contempla a don Miguel por encima de sus anteojos, como preguntándose: ¿A dónde irá este hombre con semejante exordio, tan poco diplomático? Los jóvenes negociadores ingleses abren los ojos, evidentemente sorprendidos. El entrecano boxeador — llamémoslo así — arruga el ceño. Los mismos negociadores argentinos están un poco nerviosos, y el más cercano a don Miguel, disimuladamente, le da un tirón del saco.

 

Primer round

Sir Wilfrid toma entonces la palabra. Comienza a detallar los perjuicios que la nacionalización del Banco Central y el nuevo régimen de seguros ocasionan a la economía inglesa en los negocios que tiene radicados en nuestro país, y... Pero no hace nada más que empezar, porque don Miguel le interrumpe:

—El régimen bancario y el régimen de seguros son, en la República Argentina, asuntos internos de su exclusiva incumbencia. Ya le previne, sir Wilfrid que, por lo tanto, no podían ser objeto de estas conversaciones.

 

Los ferrocarriles

El impacto es acusado; pero sir Wilfrid, a quien le sobran condiciones de hábil diplomático, se repone. Con palabra pausada, tranquila, recuerda que la República Argentina tiene bloqueadas en el Banco de Inglaterra alrededor de 140 millones de libras esterlinas, correspondientes al precio de los suministros que recibió Gran Bretaña de nuestro país durante la guerra y que Gran Bretaña no se halló en condiciones de abonar. Luego ofrece en venta los ferrocarriles británicos —¡nada menos! —, a pagar con parte de esos fondos bloqueados. Sería cuestión, solamente, al decir de Mr. Eady, de discutir el precio.

—No me interesan los ferrocarriles — contesta Miranda.

Ante corte tan repentino de la conversación, que provoca el consiguiente revuelo, don Miguel explica:

—Ustedes me van a disculpar que les hablé con tanta franqueza; pero yo poseo un temperamento hecho en el trabajo y en los negocios, que no podría cambia a esta altura de mi vida. Esta, por otra parte, no es una misión diplomática, sino comercial. Y en el comercio — lo tengo bien aprendido — no hay nada mejor que hablar claro.

Haciendo una excepción al principio de que no hay ningún motivo para explicar a la otra parte, en un negocio, cuáles son las razones que le asisten a uno para tomar la posición que se le ocurra, les diré —prosigue Miranda — que, para la República Argentina, no sería ventajoso, en este momento, adquirir los ferrocarriles británicos con las libras bloqueadas. Como esas libras no son del Gobierno, sino de los tenedores de billetes que con su respaldo ha entregado el Banco Central, tendríamos que emitir un empréstito interno para disponer de ellas, equivalente a la suma que pagásemos por los ferrocarriles. Ese empréstito interno, dada la saturación de la plaza que el mismo provocaría, no podría lanzarse a menos del 4 por ciento. Emitir papeles del 4 por ciento para adquirir una industria que rinde el 2, es un negocio que no me cabe en la cabeza.

 

Deudas y deudos

Yo les voy a proponer otra cosa: les renuevo los 140 millones de libras esterlinas en préstamos, al mismo interés que les fijaron sus aliados norteamericanos, es decir, al 2 % por ciento. Ustedes nos pagarán con maquinarias y artículos manufacturados, que nos hacen falta. Los ferrocarriles ya los tenemos y están prestando servicios.

Sir Wilfrid pierde un poco la calma, y por primera vez sus modales se hacen más rápidos. Arguye, con cierto calor, que nuestro crédito no es una deuda común; que Inglaterra la ha contraído para salvar a la humanidad y que, por lo tanto, tiene derecho a que se le dispense un tratamiento humanitario para solventarla.

—También San Martín — interrumpe Miranda — luchó por la libertad de América, y los banqueros británicos le cobraron el 8 por ciento de interés compuesto. Ahora Inglaterra ha contraído una deuda y tiene que abonarla, o, en su defecto, servir los intereses.

— ¡Pero el señor presidente —replica sir Wilfrid en tono más agudo — trata este asunto como si fuera un negocio!

—No, señores —responde Miranda—, lo trato con la mano sobre el corazón. Negocio hicieron los que le impusieron a Gran Bretaña, en los días más trágicos de su historia, la obligación de "pague y lleve". Nosotros, durante seis años, colaboramos en el triunfo de la libertad del mundo — como usted dice — exigiéndole solamente a ese gran país: "lleve y anote", y no le cobramos un centavo de interés por productos que eran esenciales para la subsistencia del pueblo inglés y de sus aliados, facturándoselos además a precios infinitamente más módicos (20 por ciento de aumento) que los que Gran Bretaña nos facturó a nosotros por sus mercaderías (75 a 80 por ciento de aumento). Pero me parece que ya hemos hecho bastante. Terminada la guerra, ha llegado el momento, en los términos más amistosos, de regularizar esa situación, que ustedes admitirán que no es regular.

 

El atajo

Mr. Eady busca entonces, hábilmente, el atajo. Propone considerar conjuntamente la cuestión de los ferrocarriles y el empréstito. Según fueran las franquicias que nuestro país otorgara a los ferrocarriles británicos, al vencimiento de la ley Mitre (que fenece a fin de año), así se calcularía el tipo de interés del empréstito por los 140 millones de libras. Se serviría el empréstito con lo que redituaran los ferrocarriles. “Son problemas conexos…”

- No – interrumpe Miranda-; tratemos primero el empréstito, porque consiste en la regularización de una deuda que no puede seguir indefinidamente así. Después hablaremos de los ferrocarriles.

 

Fe en la palabra británica

Nuevo impacto. Sir Wilfrid explica entonces que Gran Bretaña, metida en ese brete, si contrae el empréstito que le propone, no va a poder pagarlo.

—Un gran presidente argentino — recuerda Miranda — le dijo a su pueblo que debía ahorrar sobre el hambre sed para abonar los empréstitos británicos que estaba en la obligación de servir. Yo sé lo que vale la palabra británica y estoy seguro de que si Inglaterra promete cumplir, cumplirá. Por otra parte, no ignoro las dificultades de postguerra que afligen a Gran Bretaña; por eso no hago cuestión de plazo. Que el deudor amigo se tome todo el tiempo que necesita; pero que pague. Don Miguel es un verdadero bulldog que ha atrapado a su contendor y que no lo deja moverse.

Sir Wilfrid ya ha perdido la prestancia diplomática y se revuelve en su sillón. Explica que Inglaterra, si tiene que servir los intereses de suma tan enorme, carecerá de divisas para comprar las carnes argentinas; y pregunta, alarmado:

— ¿Qué hará la Argentina si, a pesar de toda nuestra necesidad y nuestro, deseo, no le podemos comprar sus carnes?

—El control de cambios — responde Miranda— ha servido durante muchos años para subvencionar los granos con la carne. El Gobierno ha podida retribuir el esfuerzo de los agricultores argentinos — aunque se quemaran y se pudrieran parte de sus cosechas— con los ingresos de los ganaderos. Y bien: si ahora ustedes no nos llevan las carnes, como los granos han alcanzado cotizaciones nunca vistas, procederemos a la inversa: pagaremos a los ganaderos con las ganancias de los agricultores. La única diferencia radica en que la carne de exportación se podría distribuir gratuitamente entre la población argentina necesitada. Ya ve, señor, que no puedo ser más franco y que, seguramente, procedo con no mucha perspicacia comercial al poner todas mis cartas sobre la mesa. Pero a mí me gusta hablar claro.

 Mea culpa

— ¡Es que si todas las naciones procedieran así —dice, elevando la voz, sir Wilfrid, que parece muy intranquilo —, se acabaría el comercio internacional, e Inglaterra, en bien de la reconstrucción del mundo, aspira a comerciar con todas las naciones de la tierra!

—El comercio libre, la ausencia de trabas en el mercado internacional — responde Miranda— fue siempre el desiderátum de mi país, porque, produciendo más barato que los demás, era también su conveniencia. Si alguna vez la Argentina tuvo que entornar las puertas de su intercambio, fue a disgusto; obligada por los acuerdos imperiales de Ottawa.

Sir Wilfrid, recobrada enteramente su flema, da por terminada la conversación con esta sentencia pronunciada en voz grave:

—Tiene razón el señor presidente. Estamos pagando las consecuencias de nuestros propios errores.

De retorno

La misión británica se retira, cejijunta. El boxeador cierra los puños. Las manos de sir Wilfrid tiemblan un poco. Los demás jóvenes negociadores no alcanzan a comprender lo que ha pasado. Es que se ha desarrollado, en las relaciones entre los dos países, el acto quizá más trascendental de la historia.

Y la negociación sigue su atrancado curso, ante el inminente vencimiento de la cuarta renovación del pacto Roca -Runciman, que tendrá lugar, indefectiblemente, el 20 del actual.

Don Miguel Miranda se encamina a la Casa de Gobierno, saboreando su clásico habano, a cambiar impresiones con el presidente de la república. Alguien que lo conoce, le dice a un compañero:

— ¿Ves a ese gordito petiso? Es el presidente del Banco Central. Me aseguraron que antes era tachero.

 

Qué, año I, Nº 1 de agosto de 1946.

El semanario Qué pasó en siete días fue fundado en Bs. As. el 16 de mayo de 1946. Lo dirigieron en sucesivas etapas Baltazar V. Jaramillo desde 1946. Clausurada volvió a editarse en 1957 bajo la dirección de Rogelio Frigerio, y en su tercera etapas desde 1963, dirigida por Narciso Machiandiarena y Rogelio Frigerio, y desde 1964 hasta su cierre en 1965, por Alfredo Garófano, subdirectores: Rogelio Frigerio y Marcos Merechensky, y secretario de redacción: Gregorio Verbisky.

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