Transcripción del artículo publicado en la revista Qué, año I, Nº 1 de agosto de 1946 describe cómo el primer ministro de Economía del gobierno de Juan Domingo Perón negociaba con una misión británica la nacionalización de los ferrocarriles, en ese entonces en manos de inversionista ingleses. Se concretaba así el sueño de Raúl Scalabrini Ortiz, que tanto había pregonado por recuperar este estratégico medio de comunicación y transporte para el estado argentino.
Banco Central. Son las ocho de la mañana. En su despacho rojo, de la
parte media del edificio, un hombre de menos de sesenta años, bajo, rechoncho,
de cabellos negros y duros, peinados hacia atrás, ojos vivos y saltones, repasa
con displicencia los informes que, sobre la negociación con Gran Bretaña,
artísticamente escritos a máquina le han preparado los técnicos de la
institución. Un grueso cigarro entre los labios, de la mejor calidad, despide
aromáticas volutas. Este hombre ejerce la jefatura de la economía argentina.
Desde ese despacho rojo tiene a su alcance todas las palancas del comando
financiero.
Los peones del Banco están todavía haciendo la limpieza; los directores
y hasta los mismos empleados no han llegado, pero don Miguel Miranda,
presidente de la institución, hállase allí para empezar su fatigosa jornada,
sin otra compañía que la de sus secretarios, en la sala contigua, y de las
personas a quienes ha citado, que aguardan en la sala de espera. Para verlo a
don Miguel hay que estar a las ocho. Industrial poderoso, hijo exclusivo de su
esfuerzo, ha trabajado toda su vida y no sabe hacer otra cosa. Se afirma que
sus entradas mensuales oscilan entre 300.000 y 400.000 pesos, a pesar de lo
cual sigue siendo un obrero, a quien la prosperidad no ha inducido ni a mudarse
de barrio. En la calle Directorio, junto a una de sus fábricas, tiene su casa.
Llega la misión
— Claro, como le ha ido tan mal a Sir Percival Liesching, lo traen a
éste para que los defienda,
Los negociadores británicos son introducidos al despacho rojo y, después
de los saludos de rigor, comienzan las conversaciones. Un cuerpo de taquígrafos
registra todas las palabras que allí se pronuncian, para que a la tarde misma
el presidente de la república tenga sobre su mesa de trabajo una versión fiel y
completa de lo acaecido.
Inusitado exordio
Miranda, que no es un hombre al que le guste perder el tiempo, rompe el
fuego:
— La República Argentina y el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del
Norte — empieza diciendo don Miguel — son dos naciones soberanas e iguales en
el terreno del derecho internacional. Por lo tanto, todo lo que afecte la
soberanía y libre determinación, en sus asuntos internos, de cualquiera de
ellas, está expresamente excluido de estas conversaciones.
Las circunstancias — prosigue — han colocado a la Argentina en la
posición, que no ha buscado, de acreedora de Gran Bretaña. Por consiguiente la
Argentina dispensará a la gran nación amiga el mismo trato que, como deudora,
ha recibido de ella; es decir, un trato cordial.
Sir Wilfrid contempla a don Miguel por encima de sus anteojos, como
preguntándose: ¿A dónde irá este hombre con semejante exordio, tan poco
diplomático? Los jóvenes negociadores ingleses abren los ojos, evidentemente
sorprendidos. El entrecano boxeador — llamémoslo así — arruga el ceño. Los mismos
negociadores argentinos están un poco nerviosos, y el más cercano a don Miguel,
disimuladamente, le da un tirón del saco.
Primer round
Sir Wilfrid toma entonces la palabra. Comienza a detallar los perjuicios
que la nacionalización del Banco Central y el nuevo régimen de seguros ocasionan
a la economía inglesa en los negocios que tiene radicados en nuestro país, y...
Pero no hace nada más que empezar, porque don Miguel le interrumpe:
—El régimen bancario y el régimen de seguros son, en la República Argentina,
asuntos internos de su exclusiva incumbencia. Ya le previne, sir Wilfrid que,
por lo tanto, no podían ser objeto de estas conversaciones.
Los ferrocarriles
El impacto es acusado; pero sir Wilfrid, a quien le sobran condiciones
de hábil diplomático, se repone. Con palabra pausada, tranquila, recuerda que
la República Argentina tiene bloqueadas en el Banco de Inglaterra alrededor de
140 millones de libras esterlinas, correspondientes al precio de los
suministros que recibió Gran Bretaña de nuestro país durante la guerra y que
Gran Bretaña no se halló en condiciones de abonar. Luego ofrece en venta los
ferrocarriles británicos —¡nada menos! —, a pagar con parte de esos fondos
bloqueados. Sería cuestión, solamente, al decir de Mr. Eady, de discutir el
precio.
—No me interesan los ferrocarriles — contesta Miranda.
Ante corte tan repentino de la conversación, que provoca el consiguiente
revuelo, don Miguel explica:
—Ustedes me van a disculpar que les hablé con tanta franqueza; pero yo
poseo un temperamento hecho en el trabajo y en los negocios, que no podría
cambia a esta altura de mi vida. Esta, por otra parte, no es una misión
diplomática, sino comercial. Y en el comercio — lo tengo bien aprendido — no hay
nada mejor que hablar claro.
Haciendo una excepción al principio de que no hay ningún motivo para
explicar a la otra parte, en un negocio, cuáles son las razones que le asisten
a uno para tomar la posición que se le ocurra, les diré —prosigue Miranda — que,
para la República Argentina, no sería ventajoso, en este momento, adquirir los
ferrocarriles británicos con las libras bloqueadas. Como esas libras no son del
Gobierno, sino de los tenedores de billetes que con su respaldo ha entregado el
Banco Central, tendríamos que emitir un empréstito interno para disponer de
ellas, equivalente a la suma que pagásemos por los ferrocarriles. Ese
empréstito interno, dada la saturación de la plaza que el mismo provocaría, no
podría lanzarse a menos del 4 por ciento. Emitir papeles del 4 por ciento para
adquirir una industria que rinde el 2, es un negocio que no me cabe en la
cabeza.
Deudas y deudos
Yo les voy a proponer otra cosa: les renuevo los 140 millones de libras
esterlinas en préstamos, al mismo interés que les fijaron sus aliados
norteamericanos, es decir, al 2 % por ciento. Ustedes nos pagarán con
maquinarias y artículos manufacturados, que nos hacen falta. Los ferrocarriles
ya los tenemos y están prestando servicios.
Sir Wilfrid pierde un poco la calma, y por primera vez sus modales se
hacen más rápidos. Arguye, con cierto calor, que nuestro crédito no es una
deuda común; que Inglaterra la ha contraído para salvar a la humanidad y que,
por lo tanto, tiene derecho a que se le dispense un tratamiento humanitario
para solventarla.
—También San Martín — interrumpe Miranda — luchó por la libertad de
América, y los banqueros británicos le cobraron el 8 por ciento de interés
compuesto. Ahora Inglaterra ha contraído una deuda y tiene que abonarla, o, en
su defecto, servir los intereses.
— ¡Pero el señor presidente —replica sir Wilfrid en tono más agudo —
trata este asunto como si fuera un negocio!
—No, señores —responde Miranda—, lo trato con la mano sobre el corazón.
Negocio hicieron los que le impusieron a Gran Bretaña, en los días más trágicos
de su historia, la obligación de "pague y lleve". Nosotros, durante
seis años, colaboramos en el triunfo de la libertad del mundo — como usted dice
— exigiéndole solamente a ese gran país: "lleve y anote", y no le
cobramos un centavo de interés por productos que eran esenciales para la
subsistencia del pueblo inglés y de sus aliados, facturándoselos además a
precios infinitamente más módicos (20 por ciento de aumento) que los que Gran
Bretaña nos facturó a nosotros por sus mercaderías (75 a 80 por ciento de
aumento). Pero me parece que ya hemos hecho bastante. Terminada la guerra, ha
llegado el momento, en los términos más amistosos, de regularizar esa
situación, que ustedes admitirán que no es regular.
El atajo
Mr. Eady busca entonces, hábilmente, el atajo. Propone considerar
conjuntamente la cuestión de los ferrocarriles y el empréstito. Según fueran
las franquicias que nuestro país otorgara a los ferrocarriles británicos, al
vencimiento de la ley Mitre (que fenece a fin de año), así se calcularía el
tipo de interés del empréstito por los 140 millones de libras. Se serviría el
empréstito con lo que redituaran los ferrocarriles. “Son problemas conexos…”
- No – interrumpe Miranda-; tratemos primero el empréstito, porque
consiste en la regularización de una deuda que no puede seguir indefinidamente
así. Después hablaremos de los ferrocarriles.
Fe en la palabra británica
Nuevo impacto. Sir Wilfrid explica entonces que Gran Bretaña, metida en
ese brete, si contrae el empréstito que le propone, no va a poder pagarlo.
—Un gran presidente argentino — recuerda Miranda — le dijo a su pueblo
que debía ahorrar sobre el hambre sed para abonar los empréstitos británicos
que estaba en la obligación de servir. Yo sé lo que vale la palabra británica y
estoy seguro de que si Inglaterra promete cumplir, cumplirá. Por otra parte, no
ignoro las dificultades de postguerra que afligen a Gran Bretaña; por eso no
hago cuestión de plazo. Que el deudor amigo se tome todo el tiempo que
necesita; pero que pague. Don Miguel es un verdadero bulldog que ha atrapado a
su contendor y que no lo deja moverse.
Sir Wilfrid ya ha perdido la prestancia diplomática y se revuelve en su
sillón. Explica que Inglaterra, si tiene que servir los intereses de suma tan
enorme, carecerá de divisas para comprar las carnes argentinas; y pregunta,
alarmado:
— ¿Qué hará la Argentina si, a pesar de toda nuestra necesidad y
nuestro, deseo, no le podemos comprar sus carnes?
—El control de cambios — responde Miranda— ha servido durante muchos
años para subvencionar los granos con la carne. El Gobierno ha podida retribuir
el esfuerzo de los agricultores argentinos — aunque se quemaran y se pudrieran
parte de sus cosechas— con los ingresos de los ganaderos. Y bien: si ahora
ustedes no nos llevan las carnes, como los granos han alcanzado cotizaciones
nunca vistas, procederemos a la inversa: pagaremos a los ganaderos con las
ganancias de los agricultores. La única diferencia radica en que la carne de
exportación se podría distribuir gratuitamente entre la población argentina
necesitada. Ya ve, señor, que no puedo ser más franco y que, seguramente,
procedo con no mucha perspicacia comercial al poner todas mis cartas sobre la
mesa. Pero a mí me gusta hablar claro.
Mea culpa
— ¡Es que si todas las naciones procedieran así —dice, elevando la voz,
sir Wilfrid, que parece muy intranquilo —, se acabaría el comercio
internacional, e Inglaterra, en bien de la reconstrucción del mundo, aspira a
comerciar con todas las naciones de la tierra!
—El comercio libre, la ausencia de trabas en el mercado internacional —
responde Miranda— fue siempre el desiderátum de mi país, porque, produciendo
más barato que los demás, era también su conveniencia. Si alguna vez la
Argentina tuvo que entornar las puertas de su intercambio, fue a disgusto;
obligada por los acuerdos imperiales de Ottawa.
Sir Wilfrid, recobrada enteramente su flema, da por terminada la
conversación con esta sentencia pronunciada en voz grave:
—Tiene razón el señor presidente. Estamos pagando las consecuencias de
nuestros propios errores.
De retorno
La misión británica se retira, cejijunta. El boxeador cierra los puños.
Las manos de sir Wilfrid tiemblan un poco. Los demás jóvenes negociadores no
alcanzan a comprender lo que ha pasado. Es que se ha desarrollado, en las
relaciones entre los dos países, el acto quizá más trascendental de la
historia.
Y la negociación sigue su atrancado curso, ante el inminente vencimiento
de la cuarta renovación del pacto Roca -Runciman, que tendrá lugar,
indefectiblemente, el 20 del actual.
Don Miguel Miranda se encamina a la Casa de Gobierno, saboreando su
clásico habano, a cambiar impresiones con el presidente de la república.
Alguien que lo conoce, le dice a un compañero:
— ¿Ves a ese gordito petiso? Es el presidente del Banco Central. Me
aseguraron que antes era tachero.
Qué, año I, Nº 1 de agosto de 1946.
El semanario Qué pasó en siete días fue fundado en Bs. As. el 16 de mayo de 1946. Lo
dirigieron en sucesivas etapas Baltazar V. Jaramillo desde 1946. Clausurada
volvió a editarse en 1957 bajo la dirección de Rogelio Frigerio, y en su
tercera etapas desde 1963, dirigida por Narciso Machiandiarena y Rogelio
Frigerio, y desde 1964 hasta su cierre en 1965, por Alfredo Garófano,
subdirectores: Rogelio Frigerio y Marcos Merechensky, y secretario de
redacción: Gregorio Verbisky.