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1/5/19

Ramírez y Bonpland

Por Rubén Bourlot

En 1821 Francisco Ramírez ya está en Santa Fe, en su última campaña contra Buenos Aires. En medio de la emergencia se preocupa por la suerte de su amigo Amado Bonpland, ese francés buscador de yuyos perdido en la selva misionera. Le escribe al comandante de Corrientes Evaristo Carriego:
“He visto en una gazeta de Buenos Aires en que han nombrado de catedrático de medicina a don Amado Bonpland. Los porteños, después de haber hecho con él un barro, quieren ahora dorarlo sin duda por hallarse entre nosotros, yo le escribo la adjunta ofreciéndomele como siempre. Ustedes deben tenerlo grato y al efecto se lo recomiendo particularmente a Ricardo ansioso de que se le franquee y de que nos sirva de honor y de provecho en la  República si él pone en planta su curiosidad y sus útiles especulaciones.”
- Tarde se han acordado los porteños de este hombre de ciencia. – Comenta Ramírez.
- Así es, en las urgencias de las guerras y de las intrigas políticas nadie repara en lo importante que es el fomento de las ciencias y de los estudios de los recursos que tenemos. Como es la riqueza de la yerba mate, que si no nos apresuramos se la va a quedar el dictador Francia.
- Ya llegará la oportunidad de pensar en el Paraguay... Cuando salgamos de estos lances... Y ahí lo tendremos al amigo Amado para que se haga cargo de las plantaciones con los laboreos adecuados y de las huertas implantadas con esas semillas que ha traído de Europa.
- ¡Qué personaje esta Bonpland! Internarse en las Misiones cuando podría gozar de las comodidades de de Francia y del reconocimiento de sus academias.
- Me acuerdo cuando cayó por la Bajada a ofrecer sus planes de estudio sobre la yerba y su propósito de fundar una colonia agrícola. No sabía cómo agradecerme las atenciones que le brindamos y que no podían se más merecidas. Sólo la ceguera de los porteños pueden ignorar el prestigio de este hombre. Y fíjese que como nada podía ofrecerme en ese momento me dibujó este retrato y me lo obsequió.
Ramírez le muestra un trozo de papel que extrae de una alforja.
- Téngalo José antes que lo pierde en un entrevero. Le salió bastante parecido...
- Le tomó el perfil más favorable, comandante. Y le dibujó ese rictus que se le parece al de la famosa Gioconda...
- No me diga padrecito... 
Ramírez hace el comentario como al pasar. Eso de la  Gioconda es una ocurrencia de este fraile rebelde y culto. Y mientras le echa una nueva ojeada al dibujo piensa: así me han de ver mis paisanos.
Meses después, ya muerto Ramírez, el 3 de diciembre Bonpland es hecho prisionero en el Paraguay.

(Fragmento de “El secreto y la jaula”)

13/3/14

Cuando Francisco conoció a María


Por Rubén Bourlot
(Publicado originalmente en El Diario de Paraná)

La villa de la Purísima Concepción del Uruguay es un poblado desparramado que los vecinos insisten en llamar Arroyo de la China. Y a esa villa, casi en el ocaso de la segunda década del siglo XIX, llega ella, María o María Delfina, o La Delfina a secas según los historiadores. Poco es lo que los catedráticos pueden saber de esta legendaria mujer, porteña para algunos, portuguesa, lo más probable, para otros. Unas pocas líneas en un acta de defunción dan cuenta de ello. Lo demás es leyenda.
El otro protagonista, Francisco para los vecinos de la villa, para sus soldados; Pancho según los historiadores. El hijo de Tadea Jordán y José Ramírez. 
Un día cualquiera. El sol mañanero acaricia el rancho flamante que asoma su penacho pajizo entre los arbustos; uno de los tantos que salpican las chacras de la villa donde sobreviven las familias de refugiados orientales. Juan de Souza y su esposa Pilar llegaron al lugar tras la prolongada marcha para escapar de las contiendas entre imperiales y anarquistas, entre indios misioneros y fazendeiros, entre los ejércitos del barón de la Laguna y las montoneras de Artigas. Pero el fragor de la metralla los sigue como una sombra. De la frontera a Purificación, después Paysandú y finalmente el arroyo de la China.
Para los soldados de la división acantonada en las cercanías, no ha pasado desapercibida la retahíla de mujeres que habita la morada y suelen acercarse a fisgonear. Unas féminas ya entrando en la adolescencia y otras mayores excitan del apetito de los hombres. La prominencia de un embarazo avanzado certifica que más de una ha traspasado la frontera del ingenuo avistaje.
Temprano, a la mañana, el campamento se pone en movimiento. Algunos soldados terminan de ensillar sus cabalgaduras, otros recogen pertrechos y tiendas. Ha llegado la hora de marchar a otra patriada. 
Las vecinas revolotean por el campamento. Se despiden con promesas de retornos que nunca se han de cumplir; otras más pragmáticas, se disponen a seguir el derrotero de los dragones entrerrianos a la par de las veteranas cuarteleras que acompañan al ejército.
Francisco, montado en su azulejo, lo supervisa todo. Avanza a trotes cortos y escarceos. 
De pronto se ausenta para revisar la espesura que bordea el arroyo Vera - siempre es bueno ser prudente ante la posible presencia de vichadores -, cuando hace su aparición una bella adolescente. Ella está ahí, acercándose sobre el zaino de pelo lustroso que devuelve el reverbero de las olitas del arroyo, de las gotas de rocío posadas sobre las hojas de las cortaderas. Su pelo se agita libre, desflecado, entretejido con las hilachas de la brisa, humedecida por la bruma que mana del arroyo. Su mirada es indiscreta, atrevida, juguetona. Él la mira inquieto, con desconcierto. Las miradas se entrelazan. Miradas curiosas que se van enredando como ramales de fibra de caranday. La trenza se convierte en una soga que los va atando como cordón umbilical. Ella tira de la cuerda; él esquivo, incómodo, va cediendo de a poco, paso a paso como un niño que arriesga sus primero trancos, como un pichón que se balancea sobre la rama antes de experimentar el primer vuelo. 
- Eu finalmente ver um general se sua tropa - dice ella con voz pequeña y acento portugués.
- Comandante Francisco Ramírez - replica y su voz brota firme, imperativa, como si arengara la tropa. Pero en su interior algo comienza a derretirse, a derramarse ante esa presencia, ante esa circunstancia imprevista. Y después se sucede un aleteo, primero como una contraseña encubierta, insinuada, después despabilada, perceptible en el agitar de su pecho de soldado.
- No siempre un general está obligado a estar con su tropa - agrega y su voz suena menos rígida y más acorde a ese escenario redondo oculto por la ubérrima galería que forman guabiyúes, espinillos y seibos que crean un microclima hospitalario, acogedor y umbroso.
Ella se sienta sobre la montura, no como amazona sino como dama aunque no es dama. Siempre fue un “muchachito” que bellaqueaba con otros muchachitos de su aldea, mezclada con los gauderios. Así aprendió, de pequeña, las artes de la equitación. Pero se sienta como una dama y sonríe como una dama a ese hombre caballero vestido como caballero. El caballero vestido como caballero se siente seguro de sí aunque por dentro una tropilla avanza a galope tendido conmoviendo la pradera de su pecho. Y el corazón aletea de lo lindo bajo los pliegues del poncho rojo punzó, tan rojo como la pasión que comienza a nacer.
- ¿Francisco é o seu nome? – interroga ella.
- Ya me conocés, parece - dice él.
- ¡Claro! Desde a instalação do acampamento que está espionando. Eu moro no rancho Souza...
- Ni revoloteo que han armado las Souza entre la tropa...
- Eu não sou Souza. Eu vim com eles, quando o êxodo...
Y se van por el sendero que se abre entre espinillos aromosos. Ella sobre la montura de su potro. Él caminando, llevando a su azulejo de las bridas. Dos siluetas que abandonan la escena, se alejan y empequeñecen a la distancia. Sus voces se pierden entre la fronda, se funden con el murmullo matinal.
Después de aquel primer encuentro María vuelve a su rancho, con sus hermanas postizas, expectantes, ya enteradas de las buenas nuevas. Ningún secreto puede durar más que unas horas porque el correveidile es el entretenimiento más popular de esta época en el interior de las provincias, donde la nada es la mercadería más abundante y cualquier suceso que estremeciera apenas las alas de una mariposa se convierte en una noticia sensacional.
Aunque quisiera disimularlo, el leve rosicler que pugna por amanecer en los pómulos morenos de María delata su estado de ánimo.
Así habría comenzado todo entre Francisco y María. Lo de la tragedia de Arroyo se lo dejamos a los historiadores.
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