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10/7/25

El último combate del caudillo Ramírez

Rubén I. Bourlot


Hace doscientos años Francisco Ramírez, el Pancho de los entrerrianos, libraba su último combate. Ese diez de julio de 1821 las últimas estrellas huían ante el avance arrollador, ineludible del amanecer. Imperceptiblemente, el cielo se iba tiñendo de rosicler y, hacia el levante, se recortaba un horizonte ondulado. La brisa helada del sur congelaba el paisaje semiárido y descorría el aroma salino hacia el norte. Las sierras ascendían como sombras en la penumbra. Aquí y allá bosquecillos de palmeras, quebrachos y arbustos xerófilos, como manchas pintadas por una mano infantil. Una cañada sedienta cortaba la geografía como una herida sin cicatrizar. Aquí un campamento con tiendas deshilachadas, más allá otro pequeño. Los caballos arremolinados dormitaban con sus atalajes puestos preparados para cualquier emergencia. Otros pastaban tarascando, procurando sacar algunas briznas de hierba al suelo pedregoso. Más alejadas, algunas mulas y cabras merodeaban, tempraneras en procura del sustento diario. La serenidad matinal amortiguaba el rumor gastronómico de las bestias y los chillidos de las aves nocturnas que retornaban a sus respectivos refugios.

De pronto, rumbo al bosquecillo de palmeras, algo irrumpió quebrando la armonía circundante. El soldado de guardia, saliendo de su estado de modorra, observó las siluetas en movimiento. Fue un momento de perplejidad antes de dar el grito de alerta. Superponiéndose al alarido del soldado todo estalló. Jinetes se materializaron avanzando directo al campamento, en medio de exclamaciones, fragor de cascos que crepitaban sobre el pedregal, clarines que llamaban a combate. El comandante Anacleto Medina ordenó a gritos los preparativos para la defensa. Los soldados saltaron de su sueño a las monturas, lanza en mano, poncho revoleado. El campo se erizó de lanzas agitándose, avanzando hacia el choque. En el otro campamento Francisco Ramírez y su guardia se pusieron en pie para aguantar la embestida.


Las escaramuzas

Los dos bandos ya estaban frente a frente serpenteando, provocándose, estudiándose prestos para dar el zarpazo. Las fuerzas combinadas de Santa Fe y Córdoba emergían por los cuatro costados. Los entrerrianos, repuestos de la sorpresa inicial atropellaron contra la guerrilla que salía escupida del palmar. Los caballos selectos del comandante santafesino Orrego se deslizaban veloces, con ardor. Por el flanco derecho avanzaba el gobernador cordobés Bedoya, procurando cortar en dos a la partida entrerriana. Para escapar de la encerrona Medina ordenó la retirada hacia al norte por la cañada, entre el algarrobal. El enemigo que los perseguía a sable y fuego en pequeños pelotones. Los panzasverdes desbandados en busca de la frontera santiagueña. El sol insinuaba ya su cabellera resplandeciente.


La cabeza por la dama

El enemigo fue quedando atrás, entre la polvareda. Pero un reclamo ineludible atravesó el aire tenue de las primeras horas. Un preciso golpe de boleadora pialó el rosillo que montaba la Delfina, la coronela de Ramírez. Cayó la bestia y se arremolinaron los soldados excitados en torno de la preciada presa. La mujer forcejeó con valor; gritó auxilio y su sombrero cayó a un lado agitando su penacho de plumas marchitas. La chaquetilla punzó, deshilachada por las espinas de la vegetación y la voracidad de los soldados, apenas alcanzaba a cubrir lonjas de su cuerpo. Los reclamos de la mujer hicieron volver sobre sus pasos a Ramírez y su custodia. Acudieron a la carrera, sables en mano para enfrentar, embravecidos, para enfrentar a la turba. Ramírez ordenó al Indio Medina que auxiliara a la mujer en tanto acometía iracundo a los enemigos. Medina tomó a la dama indefensa, la alzó sobre las ancas de su flete y retomó el derrotero de sus compañeros. El Supremo enfrentó de igual a igual al teniente Maldonado, jefe de los santafesinos. Sus ojos incendiados, en sus manos el sable danzando amenazante. En la mano de Maldonado una pistola apuntó al poncho punzó del entrerriano. Un fogonazo selló el acto y apagó el fuego, el tiempo se detuvo. Sobre el púrpura del poncho se abrió una flor escarlata. Cayó el cuerpo sobre la cruz del azulejo, el poncho flameó en un saludo póstumo y envolvió el cuerpo como mortaja. El caballo piafó inquieto, sin gobierno, sin comprender lo que estaba sucediendo. Otra vez una nube de hombres armados rodeó la escena. Maldonado derramó órdenes a diestra y siniestra; un soldado levantó su sable sobre el cuerpo yacente del caudillo. La delgada sombra atravesó el aire como un relámpago y con ese solo golpe, limpio, temerario mutiló la hidalga cabeza. Irreverente la tomó de la cabellera y ofreció ese objeto sangrante a su jefe y al comandante Orrego.

Ni bien aplacado el polvo de la batallas, el coronel Bedoya garabateó un oficio al gobernador López donde le comunica que “las armas combinadas de esta Provincia y la de su mando acaban de triunfar completísimamente del Supremo de Entre Ríos y su tropa; por instancias de los bravos santafecinos remito en presente la cabeza del caudillo...”

Partió el teniente de dragones José Luis Maldonado con el trofeo a los tientos, envuelto en un saco de cuero de oveja, y el pliego para el gobernador. 


11 de julio

En el Puesto de Fierro, cobijados por una tienda, López sentado frente a su escritorio cebaba mates en tanto escuchaba con atención las novedades de Maldonado. En un rincón, muda y sorda, posaba sobre una mesita la cabeza de la discordia.

- ...Ya se nos escapaba la indiada... -Maldonado hace una pausa para sorber de la bombilla-... rumbeaban para los montes que dan a la frontera con Santiago del Estero, cuando alcanzamos al rosillo de la cuartelera de Ramírez, la Delfina. Un bolazo le pialó el caballo y cayó la hembra, pero en eso vimos que se nos venía al humo una partida de soldados y al frente el taimao de Ramírez. Ahí nomás nos fuimos para atacarlo... una balacera y Ramírez cae herido. No lo podíamos creer. Ahí estaba, tirado, indefenso, tieso el causante de tantas desdichas.

- ¿Y qué fue de la Delfina?

- En el entrevero se la llevaron pa’l monte, en ancas del caballo que montaba el tal Indio Medina...

- ¿Y cómo fue que le cortaron la cabeza?

- Bueno, fue el cabo Pedraza que se le echó encima y de un sablazo limpito se la cortó...

López alza la vista y el interlocutor calla. Su mirada se pierde más allá del techo de la tienda, se hunde en la profundidad del cielo azul que los cubre, sobrepasa las ondulaciones de las sierras, se desliza por las llanuras que bajan al este. Al cabo reflexiona.

- ¡Qué gran hazaña han hecho ustedes! ¡Pobre Ramírez, he ahí el resultado de la guerra civil! Yo, a pesar de su ambición, apreciaba mucho a ese hombre.



Bibliografía

Bourlot, et al (2020). Francisco Ramírez, 200 años de identidad entrerriana, Paraná.

Bourlot, Rubén (2024). El secreto y la jaula. Ana Editorial


24/6/25

El último adiós a La Delfina

Rubén I. Bourlot

 

El 28 de junio de 1839 el vicario de la Inmaculada Concepción del Uruguay registraba la sepultura de María Delfina, la que fuera compañera del caudillo Francisco Ramírez, la que estuvo hasta el último instante de su vida aquel 10 de julio de 1821. En el escueto documento plasmado en el libro de defunciones se lee textualmente: “sepulté con entierro rezado el cadáver de Ma. Delfina (hay un espacio vacío en el lugar del presunto apellido), Portuguesa soltera, no recibió sacramento alguno (…).” Resulta extraño que con tan prolongada residencia en la ciudad, el sacerdote de la Inmaculada Concepción ignorara el apellido de la mujer.

La Delfina, como es popularmente conocida fue una de las tantas mujeres mito de la historia, que de tanto mentarla se transformó en invisible. Su existencia está registrada en pequeños retazos por los documentos que duermen en los archivos y más abundantemente por las tradiciones y leyendas. Cómo se llamaba realmente, de dónde vino, qué papel jugó en los entreveros de caudillos, cuál fue su verdadero vínculo con Ramírez y qué fue de su vida durante los dieciocho años posteriores hasta que el vicario de la Inmaculada Concepción Agustín de los Santos registrara la sepultura son interrogantes sin respuestas. No se conoce con certeza su apellido y para algunos autores, como Leandro Ruiz Moreno, María sería su nombre y Delfina el apellido, en tanto Fernández Saldaña le adjudica el apellido Menchaca sin mayores pruebas.

Sobre su procedencia tampoco hay certezas, ya que algunos la mencionan como porteña y en el citado documento se le adjudica nacionalidad portuguesa. De ahí que se tejieran varias leyendas: entre otras que habría arribado a Concepción del Uruguay hacia 1818 ó 1819 desde el sur de Río Grande (hoy Brasil), entonces zona de diputa entre los orientales y el imperio portugués asentado en sus dominios americanos. Desde esa zona fronteriza habría venido acompañando a las tropas artiguistas, tal vez prisionera. Algunos relatos la ubican en un campamento artiguista de Paysandú, o tal vez en Purificación, y otros en las cercanías de Concepción de Uruguay, junto a una familia de apellido Souza. También se menciona a un abuelo como su protector en el exilio.

Eran tiempos de desolación en la región. Paysandú y Concepción del Uruguay saqueadas por los portugueses Francisco Xavier Curado y Bento Manuel Riveiro, en su intento por anexar a la Banda Oriental (provincia Cisplatina) a sus dominios.

 

La querida del Caudillo

Hay quien sostiene, solo en base a rumores incomprobables, que esta muchacha habría sido tomada por la familia de Ramírez, Tadea Jordán y Lorenzo López, como doméstica. De alguna manera la Delfina se involucró en la vida de Ramírez.

También de fuentes tradicionales la asocian no solo sentimentalmente con Ramírez sino que se alistó como un miembro de su tropa con uniforme de dragona y el grado de “coronela”.

Entre los escasos documentos que la registran están los oficios intercambiados durante la campaña de Ramírez que culminaría en el triunfo de Cepeda el 1 de febrero de 1820.

A fines de 1819 Manuel de Urdinarrain le escribe a Ramírez desde Santa Fe para informarle sobre la reparación de armamentos donde hace mención a Delfina: “El S.r don José Miguel Carrera entregará para Doña Delfina un poco de yesca que es toda la que se ha encontrado en el Pueblo, a quien se servirá a avisarle.”

También en noviembre de 1819 Idelfonso García desde Coronda le escribe a Francisco Ramírez:

“(…) después de saludar a V.S. con el más yntimo Alfto. le participo el sentimiento que todos hemos tenido por el corto tiempo que ha permanecido en esta mi Señora Doña Delfina y mas habiéndola obsequiado tan cortamente pero creo habrá reconocido nuestro buen afecto para servirla, yo he sentido, no poder acompañarla asta ese destino, pero he dado esta comisión al Amigo Taborda que es lo mismo (…)”

Lo que se desprende de estas comunicaciones es la estrecha relación que había entre Delfina y Ramírez. La memoria popular la considera compañera, amante o pareja del caudillo que a su vez se encontraría comprometido con Norberta Calvento, joven de una reconocida familia uruguayense. La misma tradición sostiene que al morir Norberta, en 1880, fue amortajada con el vestido de novia que tenía preparado para su matrimonio con el caudillo.

 

La última campaña

Durante el ascenso de Ramírez, que se invistió como Supremo Entrerriano de la original República de Entre Ríos, no hay pistas de la presencia de Delfina. Recién a mediados de 1821 se la menciona acompañando al Supremo en su última campaña que terminó con su muerte en Arroyo Seco, Córdoba, cuando, según la leyenda, intentaba alejarla de las garras del enemigo.

El memorioso cronista santafesino Manuel Diez de Andino la señala en sus apuntes cuando relata el derrotero de los hombres de Ramírez en su retorno a Entre Ríos. Así anota el 28 de julio que por una “carta verídica” proveniente de Córdoba se sabe que “el capitán Anacleto Medina, oriental, con la Delfina, mujer que tenía consigo Ramírez, - por cuya causa, murió dicho Ramírez-, la hizo escapar; se supone han tirado al Chaco (…)”. El 29 cuenta que “se dice que Anacleto, la Delfina y cuarenta más orientales han recaído al pueblo de San Javier, aunque la indiada está prevenida de atacarlos por este gobierno. No obstante, un cacique de los montaraces, lo patrocinó.”

El 2 de agosto nuevamente da noticias de la Delfina: “(…) se dice que por regalo de Anacleto a los indios, pasó al Paraná, y la Delfina.”

Cuando asumió el gobierno de la provincia Lucio N. Mansilla, a fines de 1821, parece interesarse obsesivamente por la Delfina. En varias comunicaciones con el comandante de Concepción del Uruguay Pedro Barrenchea y su secretario Juan Florencio Perea se intercambian noticias sobre “el asunto de la Delf... ya es algo complicado, pues Puent... está tan asegurado y perdido por ella…” Este Puent… podría ser el comandante Cayetano Puentes, segundo de Barrenenchea en la Comandancia. En otra comunicación de fines de 1822 Perea le informa sobre “aquella bonita muchacha que vimos con la Benancia está hoy en mi poder y la creo muy digna de un gobernador del Entre Ríos”.

De ahí en más María Delfina entró en un cono de sombra. Sus restos fueron sepultados en el cementerio viejo, que en 1805 se levantó por indicación del obispo Benito de Lué y Riega en su gira episcopal por la provincia. Hoy el sitio está dentro de barrio de La Concepción. 

1/5/19

Delfina, la brava

Por Rubén Bourlot

Es abril de 1821 en Punta Gorda. El campamento de Francisco Ramírez que se prepara para pasar a Santa Fe en su última y desdichada campaña.
El Supremo está ausente. Junto a su oficialidad salió del campamento con destino desconocido en una misión secreta. Algunos murmuran que ya se pasó a la otra banda del río para realizar personalmente tareas de inteligencia y zapa. Por eso la disciplina se relaja y el cuerpo de Dragones, el resto de las divisiones y sus respectivos oficiales disfrutan de un momento de esparcimiento entre jolgorios, partidas de tresillo y truco. La querida del jefe, Delfina, platica en su tienda con algunos más allegados, pero su vida es la del campamento, donde oficialidad y soldados rasos se mezclan en una cómplice horizontalidad para matar el tiempo libre.
Los soldados están habituados a compartir con Delfina las interminables ruedas de mate, donde talla como un hombre más, participando de charlas sobre bueyes perdidos y contando sucedidos; trenzándose en las tabeadas o apreciando las bondades de un payador que desgrana improvisaciones y canciones trasmitidas por la memoria, como el triunfo que exalta las hazañas del gobernador Ceballos en la guerra contra los portugueses, que algunos atribuyen a la inspiración del poeta Juan Baltasar Maciel.
Aquí me pongo a cantar,
abajo de aquestas talas,
del mayor guaina del mundo
los triunfos y las fazañas.
No faltan quienes se desafían en contrapuntos de versos y zapateos de malambo. No falta el añoso guerrero que, acobardado de tanto empuñar la lanza, se consuela empuñando la guitarra para improvisarle loas al general.
Ahí viene Ramírez
Caudillo de mi flor
Bravo en la batalla
Tierno en el amor
Pero hasta aquí llega la horizontalidad de Delfina, dicen los que la conocen. La querida del general sabe como guardar su lugar en los campamentos y alardear su jerarquía. Hombres rudos, gauchos de toda calaña rejuntados para formar la brava y disciplinada caballería, le presentan sus respetos a la dama; no solo por su condición de amada del caudillo sino también debido a su propia personalidad. A los 19 años ya es toda una mujer que ha madurado prematuramente abriéndose brechas en medio de la selva de dificultades y escaseces. Cuando participa de igual a igual en alguna partida gusta apostar fuerte y siempre se le debe un changüí a la Capitana, como algunos gustan nombrarla. Ningún gaucho, hasta el más rebelde se atrevería a poner en duda la suerte de Delfina.
La noche cierra sus persianas de penumbra sobre el campamento y no hay noticias del jefe. Los soldados organizan una ruidosa partida de taba sobre una cancha improvisada entre las carpas. El fresco del otoño que viene del monte invita a practicar actividades para entrar en calor. A la luz de los fogones una rueda de soldados observa las alegres volteretas del astrágalo que se clava sobre el suelo húmedo y despierta exclamaciones de júbilo e insultos furibundos por igual. Delfina se asoma al grupo y al grito de “copo la parada” se mete en el juego. Cada uno deposita sus gastados cuartillos y chirolas, y alguien arroja su poncho. Le toca la tirada a Delfina. Con su mano delgada acaricia el hueso y como acunándolo lo arroja. Se produce un silencio expectante, se contienen las respiraciones. En cada vuelta de la taba se juega la paga de un soldado; y aunque saliera culo hay que darle otro tiro. Y así es nomás. La taba cae como cansada con la ‘s’ sobre el humus. Como dicen los soldados: muestra el culo. 
De entre la muchedumbre aparece un gaucho matrero, pelo hirsuto, poncho sobre el raído uniforme de dragón, rostro atravesado por varios inviernos a la intemperie, castigado por la maraña de los montes y por algún puntazo que no pudo contener a tiempo.
- ¡Culo! - vocifera desafiante - . ¡Vengan las chirolas!...
Otra vez el silencio expectante. El aire helado se solidifica. Las llamaradas que escapan del fogón es la única nota discordante. Y Delfina sin pensarlo dos veces le responde.
- No me cope compañero que yo también con el culo me defiendo...
Otra vez el silencio. Como fantasmas se agitan, tiemblan; hasta las sombras de los soldados que bailan al compás de las llamas se estremecen. Y hay una nueva tirada para La Delfina.

(Fragmento de "El secreto y la jaula")

De amores y no despedidas

Por Rubén Bourlot

Septiembre de 1819. Concepción del Uruguay. Ella con su larga cabellera que fluye hacia sus hombros, el cuerpo esbelto, la boca radiante y fresca como un fruto herido de mburucuyá. La mirada puro magnetismo que escapa de esos ojos enormes y luminosos como el sol recién nacido. Frente a ella, el jefe apuesto y ya madurando. La mirada de él que provoca temor, respeto y pasión. Su pelo revuelto que escapa debajo del sombrero y se prolonga en las patillas ensortijadas. La nariz aguileña que acentúa el rostro cobrizo, curtido por mil soles.
- No Francisco, no es tiempo de despedidas. No quiero que termine lo que hemos comenzado. No quiero que pase lo que sucede en cada campaña.
- Pero, Delfina, mi Chinita… Es que nos tenemos que ir a La Bajada y tal vez nos vayamos a Buenos Aires, y vos tenés aquí a tus seres queridos, tu familia...
- No es mi familia. Ellos me cobijaron, me socorrieron, pero no son mi familia. Además ya somos muchos para vivir en ese ranchito.
- Pero así no te puedo llevar... No podés ir agregada a las cuarteleras...
- No Francisco. No voy a ser una de ellas. Yo seré un soldado más. Conseguime un uniforme y seré una dragona de tu ejército.
Los ojos de Ramírez titilan por el asombro. En qué disyuntiva me he metido. No puedo llevarla así. Y en su pecho palpitan sentimientos encontrados. Un aleteo se agita como un ave que pugna por escapar de su jaula, como un pez que batalla a contracorriente para encontrarse con aguas tranquilas en donde desovar. El aleteo se va transformando en dos aleteos en pugna, como los gallos de riña. Uno le dice que sí, es el amor que aflora así, espontáneo, audaz, irreverente; el otro que no, no podés hacerle eso a Norberta, la leal que te espera tejiendo soledades y encajes para el ajuar nupcial, para cuando las aguas se calmen y venga el tiempo del hogar bien constituido.
Ramírez ordena la partida. Las cabalgaduras inician la marcha a trote lento. Los rostros giran hacia la villa que se aleja y empequeñece. Junto a Ramírez cabalga la dragona Delfina ataviada con uniforme algo holgado para su talle: pantalón de paño azul con vivos rojos, chaqueta de casimir azul, sombrero negro y un amplio pañuelo rojo al cuello que le cubre los hombros. Por la derecha se desplaza un batallón con medio millar de jinetes al mando de José Miguel Carreras, el oficial chileno. Más atrás Anacleto Medina con un grupo de pintorescos soldados indios del Chaco y Misiones.
Ramírez echa una mirada hacia atrás como despidiéndose en silencio de su madre, la enérgica Doña Tadea, de Norberta que se quedó esperando el momento propicio para el matrimonio tantas veces prometido.
La caballería toma el camino real que conduce al Itú y a Yapeyú. Al llegar al arroyo de Vera tuercen hacia el noroeste siguiendo el curso de agua por un sendero estrecho entre la vegetación ribereña. De entre la vegetación emanan nubes de mariposas espantadas que sobrevuelan los jinetes y salpican el ambiente con distintos tonos de bermejo y sepia. El aleteo acompaña la partida. Aleteo de mariposas, de las perdices de vuelo fugaz, del colibrí inquieto que se desplaza de flor en flor dejando destellos de esmeraldas y aguamarinas en la atmósfera sutil de la mañana. 
A retaguardia la armonía se rompe con el cotorreo del chinerío que retoza indiferente, sin destino, porque su única morada son esas carpas precarias que se acunan sobre el lomo de las bestias.
A la guerra me voy
tan solo con armas de amor
...
No le temo a la muerte
sino a la ausencia
y al mal de amor
El sendero se angosta cuando que se acercan a los vados. El monte confunde su espesura con la bruma que se desprende de los arroyos. Alcanzan las primeras estribaciones de la Cuchilla Grande rumbo al campamento del Calá.

13/3/14

Cuando Francisco conoció a María


Por Rubén Bourlot
(Publicado originalmente en El Diario de Paraná)

La villa de la Purísima Concepción del Uruguay es un poblado desparramado que los vecinos insisten en llamar Arroyo de la China. Y a esa villa, casi en el ocaso de la segunda década del siglo XIX, llega ella, María o María Delfina, o La Delfina a secas según los historiadores. Poco es lo que los catedráticos pueden saber de esta legendaria mujer, porteña para algunos, portuguesa, lo más probable, para otros. Unas pocas líneas en un acta de defunción dan cuenta de ello. Lo demás es leyenda.
El otro protagonista, Francisco para los vecinos de la villa, para sus soldados; Pancho según los historiadores. El hijo de Tadea Jordán y José Ramírez. 
Un día cualquiera. El sol mañanero acaricia el rancho flamante que asoma su penacho pajizo entre los arbustos; uno de los tantos que salpican las chacras de la villa donde sobreviven las familias de refugiados orientales. Juan de Souza y su esposa Pilar llegaron al lugar tras la prolongada marcha para escapar de las contiendas entre imperiales y anarquistas, entre indios misioneros y fazendeiros, entre los ejércitos del barón de la Laguna y las montoneras de Artigas. Pero el fragor de la metralla los sigue como una sombra. De la frontera a Purificación, después Paysandú y finalmente el arroyo de la China.
Para los soldados de la división acantonada en las cercanías, no ha pasado desapercibida la retahíla de mujeres que habita la morada y suelen acercarse a fisgonear. Unas féminas ya entrando en la adolescencia y otras mayores excitan del apetito de los hombres. La prominencia de un embarazo avanzado certifica que más de una ha traspasado la frontera del ingenuo avistaje.
Temprano, a la mañana, el campamento se pone en movimiento. Algunos soldados terminan de ensillar sus cabalgaduras, otros recogen pertrechos y tiendas. Ha llegado la hora de marchar a otra patriada. 
Las vecinas revolotean por el campamento. Se despiden con promesas de retornos que nunca se han de cumplir; otras más pragmáticas, se disponen a seguir el derrotero de los dragones entrerrianos a la par de las veteranas cuarteleras que acompañan al ejército.
Francisco, montado en su azulejo, lo supervisa todo. Avanza a trotes cortos y escarceos. 
De pronto se ausenta para revisar la espesura que bordea el arroyo Vera - siempre es bueno ser prudente ante la posible presencia de vichadores -, cuando hace su aparición una bella adolescente. Ella está ahí, acercándose sobre el zaino de pelo lustroso que devuelve el reverbero de las olitas del arroyo, de las gotas de rocío posadas sobre las hojas de las cortaderas. Su pelo se agita libre, desflecado, entretejido con las hilachas de la brisa, humedecida por la bruma que mana del arroyo. Su mirada es indiscreta, atrevida, juguetona. Él la mira inquieto, con desconcierto. Las miradas se entrelazan. Miradas curiosas que se van enredando como ramales de fibra de caranday. La trenza se convierte en una soga que los va atando como cordón umbilical. Ella tira de la cuerda; él esquivo, incómodo, va cediendo de a poco, paso a paso como un niño que arriesga sus primero trancos, como un pichón que se balancea sobre la rama antes de experimentar el primer vuelo. 
- Eu finalmente ver um general se sua tropa - dice ella con voz pequeña y acento portugués.
- Comandante Francisco Ramírez - replica y su voz brota firme, imperativa, como si arengara la tropa. Pero en su interior algo comienza a derretirse, a derramarse ante esa presencia, ante esa circunstancia imprevista. Y después se sucede un aleteo, primero como una contraseña encubierta, insinuada, después despabilada, perceptible en el agitar de su pecho de soldado.
- No siempre un general está obligado a estar con su tropa - agrega y su voz suena menos rígida y más acorde a ese escenario redondo oculto por la ubérrima galería que forman guabiyúes, espinillos y seibos que crean un microclima hospitalario, acogedor y umbroso.
Ella se sienta sobre la montura, no como amazona sino como dama aunque no es dama. Siempre fue un “muchachito” que bellaqueaba con otros muchachitos de su aldea, mezclada con los gauderios. Así aprendió, de pequeña, las artes de la equitación. Pero se sienta como una dama y sonríe como una dama a ese hombre caballero vestido como caballero. El caballero vestido como caballero se siente seguro de sí aunque por dentro una tropilla avanza a galope tendido conmoviendo la pradera de su pecho. Y el corazón aletea de lo lindo bajo los pliegues del poncho rojo punzó, tan rojo como la pasión que comienza a nacer.
- ¿Francisco é o seu nome? – interroga ella.
- Ya me conocés, parece - dice él.
- ¡Claro! Desde a instalação do acampamento que está espionando. Eu moro no rancho Souza...
- Ni revoloteo que han armado las Souza entre la tropa...
- Eu não sou Souza. Eu vim com eles, quando o êxodo...
Y se van por el sendero que se abre entre espinillos aromosos. Ella sobre la montura de su potro. Él caminando, llevando a su azulejo de las bridas. Dos siluetas que abandonan la escena, se alejan y empequeñecen a la distancia. Sus voces se pierden entre la fronda, se funden con el murmullo matinal.
Después de aquel primer encuentro María vuelve a su rancho, con sus hermanas postizas, expectantes, ya enteradas de las buenas nuevas. Ningún secreto puede durar más que unas horas porque el correveidile es el entretenimiento más popular de esta época en el interior de las provincias, donde la nada es la mercadería más abundante y cualquier suceso que estremeciera apenas las alas de una mariposa se convierte en una noticia sensacional.
Aunque quisiera disimularlo, el leve rosicler que pugna por amanecer en los pómulos morenos de María delata su estado de ánimo.
Así habría comenzado todo entre Francisco y María. Lo de la tragedia de Arroyo se lo dejamos a los historiadores.
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