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7/9/11

Nicolás Warenycia, el fotógrafo del pueblo

El presente texto lo extraemos del libro “Por los senderos de la memoria. Narrativa histórica de Arroyo Barú” de Norma Cooke y Susana de Santiago, de reciente aparición. El relato refleja la actividad de los fotógrafos de pueblo o de los que en otras épocas cuando no existían las cámaras digitales ni las portátiles, y el hacer un retrato de  familia era toda una ciencia oculta, se internaban por la campos ofreciendo sus servicios de fotografía. Así se recuerdan, por ejemplo, a Rafael Almeyra que estuvo afincado en Colón o su hijo José María (llamado Rafael también) que visitaban escuelas rurales para retratar a los alumnos.


Había venido de la remota Ucrania, trayendo sobre su piel las marcas indelebles de la guerra y en su corazón el deseo irrefutable de encontrar su lugar en el mundo. Finalmente lo encontró en Arroyo Barú, donde se dedicó a múltiples actividades, tales como la de "catango", albañil, reparador de objetos diversos (relojes de pared, acordeones, bandoneones, etc.) y, en la última época, comerciante.
El fotógrafo y su bicicleta
Pero sin dudas, en la que más se destacó fue en su profesión de fotógrafo, dejando plasmadas en cientos de fotografías las impresiones características de la vida pueblerina, en sus diversas facetas.
La vida lo había marcado con las señales indelebles que deja en un niño el haber salvado milagrosamente su vida en varias oportunidades. Siendo muy joven y curioso, había aprendido la técnica fotográfica en su lejana Ucrania, observando a un soldado de los que se habían acantonado en la casa de su abuela, utilizándola como improvisado cuartel.
Según relata su hija Amelia, antes de contar en su vivienda con un cuarto de revelado, realizaba dicho procedimiento dentro del tanque de agua de la Estación. En esa época los negativos eran de vidrio, y Nicolás se movilizaba en una bicicleta, a la cual fe había adosado un cajoncito, donde acondicionaba todos los elementos necesarios para el ejercicio de su profesión.
Se había casado con Miguelina Manlulak, a quien había conocido en la ciudad de Apóstoles, Misiones, adonde había arribado a su llegada de Ucrania, confiando en recibir una ayuda que nunca se le brindó,
Como dato anecdótico podemos agregar que en su vivienda tenía una mandolina y un clarinete, y que cada mañana, puntualmente a la hora diez, daba a sus hijos una clase de lectura, escritura y oralidad en idioma ucraniano.


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