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18/3/13

Francisco de Finisterre


Por Rubén Bourlot
Un papa argentino, latinoamericano. Un jesuita. Una conjunción sorpresiva e inquietante. El papa venido de lejos, de la América hispana con una larga tradición católica. La comunidad de católicos más numerosa de la ecúmene. El catolicismo en nuestra América es uno de los elementos aglutinadores de la nacionalidad continental, una nacionalidad que se fragmentó a partir de los procesos emancipadores del siglo XIX. San Martín, Bolívar, Artigas, entre otros soñaron con mantener la unidad de los pueblos que emergían luego de tres siglos de dominación española. No pudo ser.
Hoy, dos siglos después, por primera vez un pastor de este lado del mundo llega a Roma, en un momento histórico de visibles cambios en Latinoamérica. No es casual.
No es casual que en medio de la crisis europea, no sólo económica y financiera, y del propio estado Vaticano, la elección recaiga sobre un representante del “fin del Mundo”. Son signos significativos que sobrepasan sobradamente a  la figura individual de Jorge Bergoglio.  Otro signo que puede señalar un nuevo tiempo en la Iglesia hacia su interior y hacia el Orbe es que el nombramiento haya recaído en un jesuita, la orden fundada por Ignacio de Loyola con fuerte arraigo y meritoria labor en América, diezmada después por las intrigas políticas europeas.
Es natural la espontánea alegría de los pueblos americanos frente a este suceso extraordinario. La esperanza de las mayorías no da lugar a especulaciones ni prejuicios. No por eso hay que esperar abruptos cambios de rumbos en una institución milenaria. La Iglesia es naturalmente conservadora.  A los cambios los produce muy lentamente. En esta característica reside su permanencia en el tiempo. Si no hubiera sido así ya no existiría más entre nosotros. No es la secta rebelde de los tiempos de Cristo, que combatía en absoluta minoría frente a la hegemonía religiosa de la época y podía permitirse echar airadamente a los mercaderes del Templo. 
Tampoco se le puede pedir que acepte cambios que vayan en contra de su doctrina y de su tradición milenaria.  Que incorpore las novedades, que más que cambios son modas, como le solicitan algunos grupos minoritarios autoproclamados voceros de la “opinión pública”. Sólo cuando la comunidad, como pueblo de Dios, hace suyo los cambios se puede pedir que las instituciones los incorporen. El rock, demonizado en un tiempo por la institución, hoy tiene a un cura rockero (el padre César) que le canta loas a nuevo Papa ( http://youtu.be/sHuMP4KAEew ).
Que un papa latinoamericano predique desde Roma es un poco invertir la ecuación histórica de la evangelización. Así como hace cinco siglos vinieron los pastores europeos a conquistar fieles a América, hoy podemos decir que el pastor Francisco va en busca de los fieles descarriados de la maltrecha Europa, no tanto en lo económico como en lo espiritual. Es el mundo emergente, tal vez la reserva poblacional y espiritual del Mundo, el que lleva el mensaje de las  buenas nuevas al mundo casi decrépito que se muestra como el del desarrollo económico.
Francisco, un papa jesuita con nombre de franciscano. Franciscano con la sencillez y la pobreza del santo de Asís. Pero también es el nombre de Francisco Solano, el misionero que predicaba a los indios con la guitarra y el violín como sus únicas armas.
Y para los detractores que hurgan debajo de las alfombras, en los bajos fondos para encontrarle las máculas al padre Jorge cabe mencionarle lo de la primera piedra y tal vez no quede ningún testigo, sólo la mujer adúltera. La pecadora. Hay que decirles que también de un oscuro pecador salió el santo Agustín, el africano. Hay que decirles que la piedra que desecharon los edificadores, ha venido a ser la piedra angular.  O como decimos los entrerrianos, el horcón del medio, el que sostiene toda la estructura.
Ojalá Francisco sea esa piedra angular que de vigor a un nuevo tiempo. Que, como decía Bismarck, sea tan grande como la ola que ruge bajo sus pies. 
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