Por Rubén Bourlot
Un papa argentino, latinoamericano. Un jesuita. Una
conjunción sorpresiva e inquietante. El papa venido de lejos, de la América
hispana con una larga tradición católica. La comunidad de católicos más numerosa
de la ecúmene. El catolicismo en nuestra América es uno de los elementos
aglutinadores de la nacionalidad continental, una nacionalidad que se fragmentó
a partir de los procesos emancipadores del siglo XIX. San Martín, Bolívar,
Artigas, entre otros soñaron con mantener la unidad de los pueblos que emergían
luego de tres siglos de dominación española. No pudo ser.
Hoy, dos siglos después, por primera vez un pastor de este
lado del mundo llega a Roma, en un momento histórico de visibles cambios en
Latinoamérica. No es casual.
No es casual que en medio de la crisis europea, no sólo
económica y financiera, y del propio estado Vaticano, la elección recaiga sobre
un representante del “fin del Mundo”. Son signos significativos que sobrepasan
sobradamente a la figura individual de
Jorge Bergoglio. Otro signo que puede
señalar un nuevo tiempo en la Iglesia hacia su interior y hacia el Orbe es que
el nombramiento haya recaído en un jesuita, la orden fundada por Ignacio de
Loyola con fuerte arraigo y meritoria labor en América, diezmada después por
las intrigas políticas europeas.
Es natural la espontánea alegría de los pueblos americanos
frente a este suceso extraordinario. La esperanza de las mayorías no da lugar a
especulaciones ni prejuicios. No por eso hay que esperar abruptos cambios de
rumbos en una institución milenaria. La Iglesia es naturalmente
conservadora. A los cambios los produce
muy lentamente. En esta característica reside su permanencia en el tiempo. Si
no hubiera sido así ya no existiría más entre nosotros. No es la secta rebelde
de los tiempos de Cristo, que combatía en absoluta minoría frente a la hegemonía
religiosa de la época y podía permitirse echar airadamente a los mercaderes del
Templo.
Tampoco se le puede pedir que acepte cambios que vayan en
contra de su doctrina y de su tradición milenaria. Que incorpore las novedades, que más que
cambios son modas, como le solicitan algunos grupos minoritarios autoproclamados
voceros de la “opinión pública”. Sólo cuando la comunidad, como pueblo de Dios,
hace suyo los cambios se puede pedir que las instituciones los incorporen. El
rock, demonizado en un tiempo por la institución, hoy tiene a un cura rockero (el
padre César) que le canta loas a nuevo Papa ( http://youtu.be/sHuMP4KAEew ).
Que un papa latinoamericano predique desde Roma es un poco
invertir la ecuación histórica de la evangelización. Así como hace cinco siglos
vinieron los pastores europeos a conquistar fieles a América, hoy podemos decir
que el pastor Francisco va en busca de los fieles descarriados de la maltrecha
Europa, no tanto en lo económico como en lo espiritual. Es el mundo emergente,
tal vez la reserva poblacional y espiritual del Mundo, el que lleva el mensaje
de las buenas nuevas al mundo casi
decrépito que se muestra como el del desarrollo económico.
Francisco, un papa jesuita con nombre de franciscano.
Franciscano con la sencillez y la pobreza del santo de Asís. Pero también es el
nombre de Francisco Solano, el misionero que predicaba a los indios con la
guitarra y el violín como sus únicas armas.
Y para los detractores que hurgan debajo de las alfombras,
en los bajos fondos para encontrarle las máculas al padre Jorge cabe
mencionarle lo de la primera piedra y tal vez no quede ningún testigo, sólo la
mujer adúltera. La pecadora. Hay que decirles que también de un oscuro pecador
salió el santo Agustín, el africano. Hay que decirles que la piedra que
desecharon los edificadores, ha venido a ser la piedra angular. O como decimos los entrerrianos, el horcón
del medio, el que sostiene toda la estructura.
Ojalá Francisco sea esa piedra angular que de vigor a un
nuevo tiempo. Que, como decía Bismarck, sea tan grande como la ola que ruge
bajo sus pies.