15/7/25

Los sepultureros de Martín Fierro

Rubén I. Bourlot

 

A principios del siglo XX, el Martín Fierro y, más que nada, su autor José Hernández eran prácticamente desconocidos. Habían pasado al olvido. El poema gauchesco no era reconocido dentro de la literatura argentina. Ernesto Quesada fue el primero que lo intentó pero recién, hacia 1913, Leopoldo Lugones comenzó a reivindicarlo con el afloramiento del nacionalismo conservador que era el de Lugones, Ricardo Rojas y otros. Ese nacionalismo aristocrático, de salón, militarista y sin pueblo, pero que tuvo la virtud de rescatar al poema gauchesco como un emblema de la nacionalidad. No así a su autor José Hernández que siguió permaneciendo en la oscuridad.

Lugones reivindica a es gaucho para consolidar su nacionalismo de personajes que se disfrazan de gaucho como en los actos escolares. Los viejos criollos, los paisanos, no están reflejados en ese gaucho que consideran solo para las exposiciones. Porque ya el criollo andante que caza ganado cimarrón y lo persigue el juez para que vaya a votar no existe más. Los campos fueron alambrados y las vacas tienen marcas y señales.

Autores como Jorge Luis Borges, por ejemplo, lo denostaban, menospreciaban al personaje orillero que tanto le sirvió a él mismo para construir su literatura como su reconocido “Hombre de la esquina rosada”. Lo consideraba que el Martín Fierro era una historia de cuchilleros y de malos entretenidos, de gauchos, que en su momento había rescatado Lugones. Borges, que en sus años iniciáticos publicó en la revista literaria Martín Fierro, escribió un cuento, El Fin, en donde el Moreno se venga de Martín Fierro. El derrotado por Fierro en realidad son dos morenos, el primero en un duelo a cuchillo y el segundo en el famoso duelo de payadas.

El divorcio entre el poema y el autor que es José Hernández también lo sostiene Ezequiel Martínez Estrada, autor de Radiografía de la Pampa, que califica al Martín Fierro “sin patriotismo, sin grandeza, sin tendencia a la exaltación…” Lo mismo ocurre con Ernesto Sábato que da rodeos y sostiene que “el Martín Fierro no es fundamental porque trata de gauchos, ya que los novelones de Gutiérrez lo tratan hasta el hartazgo…” y lo califica de “extrañísimo poema novelesco”.

Para estos autores José Hernández creó el enorme poema nacional en virtud de un soplo divino, un momento de inspiración, que le permitió escribir el Martín Fierro en su primera y la segunda vuelta y nada más. Ricardo Rojas dice que Hernández “iba llegando a los cuarenta años sin haber hecho cosas heroicas en su vida, cuando la musa gaucha los despertó a la inspiración de su poema” y nunca más escribió algo de nivel literario en su vida. Es decir que no fue Hernández el autor sino una musa que de pronto anidó en su cerebro y le dictó esos versos. Un Martín Fierro casi de autor de anónimo como los textos bíblicos cuyos autores anónimos escribían al dictado de Dios.

Son enterradores de un autor que desaparece amortajado por su propia creación. Con el tiempo, el poema nacional se incorporó a los diseños curriculares de las escuelas y empezó a leerse en las clases de Literatura pero despojado de su significado histórico y desligado de su autor. Son poemas de lectura ripiosa por su lenguaje gauchesco que más que nada aburren a los alumnos, a los jóvenes que tienen que lidiar con ese argot extraño para ellos. Pero lo que lo hace tedioso es su lectura despojada de su contexto de época y de su autor.

En la segunda mitad de la década del ’50 aparece, junto al citado cuento de Borges, la primera reivindicación del poema gauchesco presentado junto a su autor José Hernández. Es desde los márgenes de la literatura oficial, podríamos decir, alejado de los cánones literarios consagrados. 

Fue de la mano de un político e historiador que se atrevió a incursionar en temas literarios. Jorge Abelardo Ramos publicó en 1954 Crisis y resurrección de la Literatura Argentina que rescata al gran poeta nacional en el capítulo Muerte y transfiguración  del Martín Fierro de recomendable lectura. El capítulo se encuentra ampliado en el último libro de Ramos publicado en 1994, La nación inconclusa, que lo incluye con el título "Un poeta-soldado sueña su derrota en Santa Ana do Livramento".

Llegamos al primer cuarto del siglo XXI y parecía que el ciclo de sepultureros del Martín Fierro, y de su autor, había terminado. Quedaba pendiente la tarea de recuperar al José Hernández autor y también protagonista insoslayable de los hechos políticos del siglo XIX con “muchas cosas heroicas en su vida” para desmentir a Ricardo Rojas. Los últimos detractores del poema nacional ya estaban muertos. Borges  falleció en 1986 y Sábato en 2011. 

Pero de pronto surgió un nuevo sepulturero pala en mano. Una pala que no era para cultivar y desenterrar papas, sino para terminar la obra que no llegaron a hacer Rojas, Martínez Estrada y sus seguidores.

Como un retorno a ese pasado de “ganados y mieses”, al sueño del próspero país agroexportador que parece sobrevolar en pleno 2025, viene un nuevo sepulturero para sellar bajo una lápida definitiva a los dos juntos: Fierro y Hernández. Se trata de Martín Caparrós con su La Verdadera Vida de José Hernández (contada por Martín Fierro) donde escribe un obituario versificado atacándolo “por izquierda".

Para muestra basta un botón y así no nos indigestamos.

Caparrós versifica:

Se llamaba José Hernández,

aunque también se llamaba

Pueyrredón, porque alardeaba

de ser un hombre de abajo

y era rico pa'l carajo

más que la reina de Saba.

Y agrega:

Su familia era de aquellas

que asaltaron nuestras tierras:

pampas, ríos, bosques, sierras,

todito se lo quedaron

y así nomás lo alambraron

para dejarnos ajuera.

Justamente Caparrós, que vive en la Europa y porta un apellido español, le imputa a Hernández el delito de descender de una familia conquistadora que según él “asaltaron nuestras tierras”

Todo esto a cuento de que culpa a Hernández por portación de apellido, el Pueyrredón, “dueño de riquezas inconmensurables”.

¿Sabrá Caparrós que cuando murió el padre de los Hernández, José y Rafael que tenían veinte y tantos años, quedaron sin nada? El padre había perdido sus bienes estafado por un socio.

¿Sabrá que José Hernández se vino a Paraná, entonces capital de la Confederación, para trabajar de taquígrafo del Senado y escribir en El nacional argentino?

¿Sabrá del Hernández que apoyó a los defensores de Paysandú bombardeada por Mitre y el Brasil; del Hernández que combatió con López Jordán contra la intervención sarmientina?

Tampoco debe saber, si es que no lo omite con intención, que el mismo Hernández, cuando asesinaron al Chacho Peñaloza, escribió “los salvajes unitarios están de fiesta. Celebran en estos momentos la muerte de uno de los caudillos más prestigiosos, más generosos y valientes que ha tenido la República Argentina. El partido federal tiene un nuevo mártir (...) El general Peñaloza ha sido degollado (...) en su propio lecho y su cabeza ha sido conducida como prueba del buen desempeño al bárbaro Sarmiento.”

A esta altura no considero de gran utilidad correr a adquirir el libro citado. Solo basta con esos pocos versos para deducir lo que debe ser su contenido. El buen arqueólogo con una vértebra le basta para imaginarse cómo fue el dinosaurio que está desenterrando. Mejor si corremos a la biblioteca y nos ponemos a releer el Martín Fierro o a cualquier librería para comprarlo y descubrirlo. 

13/7/25

Catalina Favre, artesana y campesina ¿Una mujer transgresora?(1)

Walter D. Maidana*


«… este relato no es de una “Profesora de Literatura”, mucho menos una escritora o periodista; simplemente una campesina sin más escuela que la que le dio la dura vida del campo; así que tengan bien presente esto cuando lean este relato, y pasen por alto lo mal hilvanado que está, y las muchas faltas de ortografía…» 

Catalina Favre 1976



El presente artículo fue un adelanto del libro biográfico de Catalina Favre. En ella encontrarán nuevos trazos sobre la historia de la colonia San José y de Colón contada de un modo diferente; muchas semblanzas sobre la maestra artesana Catalina Favre, y su desempeño en las instituciones que participó.

Acciones y virtudes que se destacan mucho más aún, dada la discapacidad que tenía en manos y gran parte del cuerpo, como consecuencia de un accidente doméstico que sufrió cuando daba sus primeros pasos, iniciando la niñez.
Esta obra es el resultado de amalgamar sus “memorias”, escritos y apuntes, junto al análisis de varias entrevistas a personas que la conocieron, más la incorporación de un amplio trabajo de investigación. De este modo, tomando a Catalina como eje y protagonismo central de esta obra, también se van tejiendo otras tramas paralelas a su vida y a los sucesos de esa época.

A modo de presentación, así apuntaba Catalina sus primeras líneas:
« …Soy Catalina Enriqueta Favre descendiente del fundador de la rama los Favre de Sembrancher, que en Argentina fue fundada por Juan Pedro Favre 1824-1905, Armero de profesión y uno de los 4 fundadores del Primer Tiro Suizo de la República…»
«… hay un refrán que dice que todas las personas tenemos algo de poeta, de médico y de loco; y como yo pienso que de poeta no tengo nada, de médico tengo mucho y de loco tengo todo. Así que, no me llama la atención que la gente diga: es media loca…»

Hacerle frente a la vida
De abuelos franceses y suizo, Catalina Enriqueta Favre llega al mundo en junio de 1907. Resultan muy emotivos sus relatos sobre la infancia y adolescencia narrando los infortunios que debió atravesar; y como, siendo una joven campesina con muy pocos estudios, también debió romper “estructuras establecidas” para así asumir roles en instituciones, ganándose un lugar destacado gracias a su carácter enérgico, a su conocimiento sobre los pioneros y su pasión por la Historia: “A mi juego me llamaron…”, decía orgullosa.
A pesar de ser una verdulera y colona que trabajó la tierra, fue innovadora en la cultura, dedicando sus horas a difundir parte de nuestra historia regional; desde la década del `40 en adelante mediante publicaciones en la Revista “Rosalinda” de Buenos Aires; o con su participación en el Centenario de la Colonia San José en el año 1957, constituyéndose además como uno de los miembros directivos en la Sub-Comisión del Museo.
Algunos hechos fueron rescatados del histórico “Libro de Oro Centenario de la Colonia San José 1857-1957”, ilustrado con fotografías de aquella celebración en la Plaza, y la colocación de la piedra fundamental en el terreno baldío donde se encuentra el actual Museo; idea propuesta por Catalina.
Un acontecimiento destacado en su vida fue la nota periodística que le realizara el Diario Clarín a fines de 1969 “La mujer que eliminó de su vocabulario la palabra Imposible”, hecho que la hizo más visible a un nuevo público a nivel nacional y llevó a despertar el interés de su actividad artesanal, en el incipiente sector turístico en Entre Ríos.
Cuando en 1972 esta colonia celebra el 115º Aniversario de su Fundación, reciben la visita de los valesanos: el padre Gabriel Carrón y el escritor Alejandro Carrón, fueron los primeros enviados oficiales de Suiza en acompañar estos festejos, y también el nexo entre ambos países, junto al Padre Juan Esteban Rougier, de estrechar lazos de intercambio, y ahondar investigaciones genealógicas. Ahí nuevamente Catalina era una entendida en la materia.
Así será que en 1974 la encontramos viajando a Suiza, siendo una de las primeras en volver a Sembrancher, tierra de su abuelo Jean Pierre Favre, en busca de los orígenes y de las tradiciones. De su rico relato se puede apreciar cuanto le sirvió el encuentro con los descendientes familiares y sus nuevos conocimientos sobre las artesanías, y es probable que esto la haya inspirado para formar una cooperativa de artesanos al volver a San José, embrionaria de la Fiesta de la Artesanía.
Con seguridad la década del ´70 fue su época dorada. En el sector artesanal los encuentros locales y feriales, se conformaron como antecedentes sustanciales en la formación del centro de artesanos local, como lo es La Casona, en Colón; y de la Fiesta de la Artesanía, un tiempo después.

Buscando algunos trazos de Catalina, nos cuenta:
«… esa etapa de mi vida no me dejó ser una persona amargada, al contrario, supe conformarme con mi suerte y… a pesar de mis defectos pude realizar cualquier tarea… y en Artesanía que tuve la satisfacción de abrir el camino a la Artesanía Entrerriana en especial a la de esta zona que hoy en día es famosa…”
Bajo el título de “Catalinescas” se intercalan varias anécdotas que muestran en detalles su personalidad, humor irónico y poder de observación: “La mano Santa”, “Reunión de tamberos, mujeres que no saben defender sus intereses”, “El chasco del curita”, “Como son de corajudos los hombres”, “Estaba cocinando y vienen a mi velorio”, son solo algunos de temas con los cual Catalina nos deleita.
Otros aspectos que también aborda este libro es su paso por la prensa periodística nacional: Canal 13, Clarín, Radio Excelsior, Tiempo Argentino y hasta el mismo Víctor Hugo Morales en el Hotel Quirinale de Colón. Hacia el final, una “Reseña en francés” complementa la obra con la traducción de varias páginas.
Una particular historia, intensa y amena, que no deja de lado el planteo de la discriminación, la discapacidad, y la lucha de la Mujer en la sociedad de los últimos tiempos.


(1) Publicado originalmente en la revista Ramos Generales
*Profesor de Historia. Autor de "Catalina Favre, artesana y campesina ¿Una mujer transgresora?"

10/7/25

La Paz montada sobre el Cabayú Cuatiá

A orillas del arroyo Cabayú Cuatia Grande, nació La Paz el 13 de julio de 1835 por decreto del gobernador Pascual Echagüe.
Se inició como un pequeño caserío, que ante las inundaciones y poco progreso, en 1848, por orden del gobernador Justo José de Urquiza, fue delineado por el comandante Antonio Exequiel Berón en la parte más alta, las barrancas del Paraná. Desde este momento, inició su crecimiento.
En 1849 se creó el departamento de La Paz, con su ciudad como cabecera, y en 1873 se organizó como gobierno municipal.
 

Hipótesis sobre la palabra Cuatiá en idioma aveñe-é o guaraní.

Julio Oscar Blanche


Un querido amigo me ha pedido que exponga mi hipótesis sobre el nombre de nuestro arroyo, que tanto nombró don Linares Cardozo en sus canciones, recordando su niñez y sus andanzas sobre sus mágicas orillas. Es fácil deducir que la palabra Cabayú es un barbarismo del sustantivo caballo. Los indios guaraníes tenían dificultad para pronunciar palabras con esa doble consonante provenientes del español porque eran sonidos inexistentes en su lengua. La pronunciación de la elle tan característica en el habla de los correntinos, proviene de los conquistadores, originarios del norte de Castilla, Aragón y parte del territorio Vasco en España, como Juan de Ayolas, Juan Salazar de Espinoza, Juan de Garay y otros. A pesar de los 33 fonemas del guaraní, no contaban con sonidos como LL, D y F del castellano.  Cuando los jesuitas fueron a traducir del guaraní al español (que solo tiene 24 fonemas), recurrieron a asociaciones de consonantes para asemejar  los sonidos de  Mb, Nd, Ng, Nt y las  doce vocales. Los jesuitas crearon algunos signos gráficos necesarios y tardaron más de 150 años en plasmar el idioma guaraní en letras latinas, no solo por su pronunciación, sino también por los diversos dialectos que existían en el extenso territorio.

No me es fácil explicar el significado de la palabra cuatia, kuatiá o quatiá como la escribían los jesuitas. Cuando pregunté qué quería decir Cabayú Cuatía, me dijeron: caballo blanco, o de papel, por eso está plasmado en el escudo municipal de nuestra Intendencia. Pero don Linares Cardoso lo traducía distinto. Él decía “Caballo pintado”. Buscando en los diccionarios guaraní español, Cuatiá, en algunos no figura y otros dicen que significa “papel”, ejemplo, Curuzú Cuatiá, Cruz de Papel. En guaraní los colores están bien definidos, el color blanco es morotí.

Un día llegó a mis manos el suplemento de un diario con un artículo sobre la primera imprenta en el Virreinato del Río de la Plata, que fue traída por los jesuitas a Córdoba. En ese artículo, estaba la foto de la tapa del primer catecismo escrito en la lengua guaraní, hecho en dicha imprenta y  me llamaron la atención dos palabras seguidas, Quatiá Tupá. No sé el idioma guaraní, aunque algunas palabras entiendo. Si sabemos que Tupá es Dios, quatiá no significaría blanco ni dibujado, y por ser escrito en un catecismo, se supone que dirá: palabra de Dios, o mensaje de Dios.  Esto coincide con el escrito del padre Iván Eusebio Nieremberg, de la Compañía de Jesús, del año 1703, en un sermón para los indios guaraníes (ver imagen adjunta). ¿Entonces Curuzú Cuatiá, querrá decir Mensaje de la Cruz o Dibujo de la Cruz? Fray Luis Bolaños, el mentor de las reducciones, también escribió otro catecismo en guaraní.

He leído una teoría escrita por las profesoras e historiadoras paceñas, Alicia González Castrillón y Eloísa García Izaguirre, titulada El nombre del arroyo Caballú Cuatía, donde exponen que Caballú es una deformación de la palabra guaraní cava o Kava (avispa) y Jú (negro) avispa negra, también LLú es aguijón (Avispa con aguijón).  Cuatiá, los dibujos en la arena que hacen sus patitas en su caminar en busca de alimento y el indio comparó con las letras de los escritos de los Jesuitas. Las profesoras arriesgan que el uso y el tiempo Cava-jú,  degeneró en Caballú (sic). Para más aclarar, el general Anacleto Medina, guaraní puro, en sus Memorias olvidadas, en el año 1821, describe a la pequeña aldea, como Caballo Cuatiá, (antiguo nombre de La Paz, hasta 1835) cuando cruzan el río Paraná, para pisar la provincia, después de la muerte del general Ramírez.

Veo que las profesoras no contemplaron 1) que entre la llegada de los primeros conquistadores y la de los jesuitas, pasaron mas de 100 años; 2) que en la etapa evangelizadora, el indio conoció la religión, catecismos, sermones y escritos, todos traducidos al guaraní; 3) que algunos caciques sabían leer en su idioma y lo hacían para sus súbditos, 4) que el papel era conocido entre ellos, pero solo en los escritos.

Hay que considerar entonces que en ese lapso de tiempo por lo menos 3 generaciones de guaraníes ya conocían el caballo aunque no se les permitiera montarlos, y pronunciaban a su manera: Cabayú. Los equinos se fueron multiplicando y esparciendo por el inmenso territorio y llegó un tiempo en que los indios comenzaron a atrapar caballos salvajes para  formar un ejército organizado por los jesuitas para defenderse de los “mamelucos”. Estos eran portugueses cazadores de indios de las misiones, que vendían como esclavos en las plantaciones del Brasil. Cuando los guaraníes vieron el papel, los escritos y los mapas, lo llamaron cuatiá, por la serie de marcas o dibujos que en él se hacían. Los guaraníes y los charrúas, usaban una serie de marcas y dibujos sobre piedras y árboles para comunicarse en ciertas ocasiones durante las guerras con otras tribus o para señalar lugares de abundante caza, fibras para sus tejidos y artesanía o frutos a recolectar.

 

Mi hipótesis

Para exponerla recurriré a la cuantiosa bibliografía que se refiere a la palabra Cuatiá y su significado.

En la segunda parte del libro La Argentina,  del científico Francisco Latzina, editado en 1909, están traducidas al español las famosas crónicas en francés, de don Félix de Azara, enviado por el rey español para marcar límites entre el territorio del virreinato del Río de la Plata y el de Portugal. Las crónicas denominadas Voyages dans L’Amerique Meridionale (Viaje dentro de la America Meridional) donde cuenta su vida entre los guaraníes y sus costumbres. Relata Azara que los jesuitas organizaban expediciones de abasto, que consistían en cientos de canoas que partían de las reducciones al mando de jesuítas, tripuladas por indios expertos. Se desplazaban por las orillas de los grandes ríos y remontaban arroyos para detectar, como dije, caballos salvajes, fibras para sus tejidos, miel y frutos, dejando marcado el lugar que descubrían. Otro contingente de indios que viajaba por tierra estaba encargado de recogerlos. Los jesuitas no descendían a tierra para evitar las fieras (yaguareté, pumas y víboras venenosas).

La entrerriana Josefa Luisa Buffa, publica en libro, en el año 1966, su teoría para el doctorado en letra en la UNLP, titulada Toponimia aborigen de Entre Ríos. En ella, extrayendo documentación del Archivo General de la Nación; Cabildo de Buenos Aires, Correspondencia del Virrey, Colonia, Gobierno, etc. afirma en la página 143:

[…Las lenguas son susceptibles de modificaciones, que surgen en ambas, simultáneamente:

Aiquiatiá, “escribir”/”pintar”

Cuatiá, “escritura”/”pintura”

Nuestros aborígenes tenían un sistema de comunicación muy rudimentario. Consistía en un mensaje conocido bajo el nombre de Cuatiá. Eran pequeños objetos combinados, señales en un madero, signos preestablecidos, que trasmitían noticias de diversas índole. Su significado fue, primero, “dibujo, “pintura”. Con la llegada de los españoles, se introdujo el papel, desconocido para los naturales. Estos sabían dibujar en piedra u olla de barro. Vieron escribir –que para ellos era dibujar- sobre el papel y le dieron el nombre del objeto sobre el cual se realizaba la tarea. Por este motivo, llamaron Cuatiá al papel, significación que se conserva hasta nuestros días…]

El profesor de historia, Rubén Bourlot, entrerriano, de larga trayectoria en el Archivo General de Entre Ríos, coautor con Juan Carlos Bertolini, del libro Índice Sintético de la toponimia entrerriana, año 2016, en su página 47, al describir el arroyo Cabayú Cuatiá, cita al profesor en Ciencia Biológica, Licenciado en Botánica y Lingüística, José Miguel Irigoyen, nacido en Curuzú Cuatiá, Corrientes. Estudioso del Idioma guaraní, e interesado en la palabra Cuatiá, ya que compone el topónimo de su pueblo, del cual es intendente. Ha editado su obra Toponimia Guaraní de Corrientes. En él, con respeto al significado de Cabayú Cuatiá, dice […la voz guaraní Cuatiá, es un verbo que indica “marcar”, “señalar”, y no sería aventurado ensayar como hipótesis el significado “caballo marcado”, refiriéndose al caballo con dueño, señalado con la marca de hierro sobre su piel, por oposición al orejano. En 1775, en el Mapa de Cano y Olmedilla, aparece por primera vez el nombre”Cavayú”. Siete años antes Francisco Millau y Miraval, registró el topónimo, pero para referirse a un accidente costero; Punta Cavallú Cuatia. Tambien en escritos de principio del siglo XIX se lo encuentra como “Caballo Cuatiá”…]

En el verano del año 1866, durante la Guerra del Paraguay, el jefe de la flota argentina, coronel José Morature, un italiano pintoresco que hablaba en “cocoliche”, buscaba en las islas frente a  La Paz, al coronel Antonio E. Berón, por mandato de Mitre, por ser éste, acusado de proteger a los desertores de Basualdo y Toledo. En una carta Morature le escribe […frente al pueblo de La Paz, antes, Caballo Cuatiado..], y le cuenta a Mitre su andar entre los indios, que tal vez les habrían enseñado el anterior nombre de La Paz(1) Sin mucho discernir, ¿Caballo Cuatiado quiere decir Caballo Pintado o dibujado y Curuzú Cuatiá, Cruz Pintada o dibujada? En todos los idiomas, con el paso del tiempo, y por mal uso, hay palabras que han perdido su significado primario. Puede ser que cuatiá sirvió a los guaraníes para comparar con los escritos y dibujos de los jesuitas, luego a lo blanco del papel y por último al mismo papel.

Yo me pregunto: ¿Por qué los guaraníes no habrían marcado que en el lugar donde desemboca el famoso arroyo, al inmenso río Paraná, detectaron o avistaron pastando caballos salvajes pero también marcados, y dejaron una señal para que los atrapen los indios que venían por tierra? Y no una simple avispa (cavá-jú) dando vuelta y marcando el cuatiá con sus patas sobre la arena.

Aunque no sé el idioma guaraní, soy un admirador de su dulzura, de sus metáforas. Recuerdo pocas palabras. Mi bisabuela materna, Teodora Brites, era paraguaya, refugiada de la Guerra Guazú, mi abuela Victorina Brites, nacida en Departamento La Paz, también hablaba el guaraní. Pero de los que más aprendí, fue de los carreros correntinos, que allá por la década del 50, cruzaban por los pasos, Yunque y Las Mulas y, descansaban frente a la comisaría de Ombú, que tenía molino y bebedero. Soltaban los bueyes y las mulas, armaban el campamento y siempre había una guitarra o una cordeona. Mis hermanos y yo nos embelesábamos con esa música, sus enseñanzas del guaraní y los sustos con los cuentos de angüeras.


La primera siembra de soja en Entre Ríos

 Rubén I. Bourlot

 

A mediados de la década de 1960 se habría realizado la primera siembra de soja en la provincia, en el departamento Diamante. Esta aseveración surge de un suelto publicado por el periódico Pregón de Ramírez en su edición del 16 de julio de 1965. “En esta zona se ha hecho, por primera vez, un intento de sembrar poroto de soya”, señala y agrega una serie de consideraciones acerca de las cualidades del grano “y las inmensas perspectivas que tienen en la alimentación humana y animal”.

La historia de este cultivo es relativamente reciente en comparación con otros granos cultivados desde tiempos inmemoriales.

Para desasnarnos (si es que los asnos merecen cargar con esta analogía) nos informamos que la llamada soja o soya, cuyo nombre científico es Glycine max, es una especie de la familia de las leguminosas. Tanto el grano como sus subproductos (aceite y harina de soja) se utilizan en la alimentación humana, del ganado y aves.

Las primeras plantaciones de soja en Argentina se hicieron en 1862, pero no encontraron eco en los productores agrícolas de aquellos años. Hacia 1909 se iniciaron cultivares en la Estación Experimental Agronómica de Córdoba.

Años más tarde, en 1925, el ministro de Agricultura de la Nación, Tomás Le Breton, introdujo nuevas semillas de soja desde Europa y trató de difundir su cultivo, conocido en esa época entre los agrónomos del Ministerio como “arveja peluda” o “soja híspida”.

Hacia 1956 en Argentina no se conocían aún los aspectos básicos de la soja como cultivo. Los fracasos en la implantación hicieron que fuese considerada para esa época como cultivo “tabú”.

A pesar de eso algunos agricultores insistieron y el 5 de julio de 1962 se fletó la primera partida de un lote de 6.000 toneladas de soja, a través del buque “Alabama”, con destino a Hamburgo, Alemania Occidental. El consumo interno de la leguminosa era muy escaso en la época, solo para producir aceite, que no podía competir con el girasol, y forraje del ganado.


¿Autos de soja?

Un curioso artículo publicado por El Diario el 20 de enero de 1939 describe las bondades del “automóvil del futuro” que según el magnate norteamericano Enrique Ford se construiría casi enteramente con subproductos de la soja. Del grano se podrían obtener celuloides, hules, aceites lubricantes, combustibles, pinturas, e infinidad de otros componentes de los automotores.


En Entre Ríos

Como se dijo al principio, en 1965 Entre Ríos dio el puntapié inicial en un campo de seis hectáreas a cargo de Federico Plaumer y Gerardo Debner, donde el 1 de noviembre de 1964 se sembraron seis hectáreas de soja en surcos con la variedad Lee, y con la previa inoculación de los granos -para favorecer la fijación del nitrógeno- que “resultó inefectiva”, se aclara.

Según el informe el rendimiento no fue satisfactorio debido a debido a las malezas (abrojo chico) y a la falta de lluvias. Asimismo se consignan inconvenientes en la trilla por la gran pérdida de granos.

En la década de 1970 se continuó con los ensayos a través del INTA para adaptar variedades a las características agroecológicas de la provincia. Pero es a partir de 1990 con la irrupción de China en el mercado internacional de la soja y el mejoramiento de los métodos de cultivo que la soja se expande explosivamente como mancha de aceite sobre los otros cultivos tradicionales, los campos ganaderos y los montes naturales. Otro de los factores que impulsaron las expansión fue la adopción de técnicas de la llamada “ingeniería genética”, las variedades genéticamente modificadas que introducían algunas características artificiales como rechazo a plagas, mejoras en la alimenticia, y mayor vigor para soportar herbicidas, en este caso llamada “soja RR”, resistente al glifosato, un herbicida de amplio espectro, de bajo precio en el mercado y que se puede esparcir sobre el cultivo para combatir las malezas y permite trabajar con la técnica de la llamada siembra directa*.

En la actualidad Argentina es el tercer productor mundial de soja, detrás de EE UU y Brasil, en tanto Entre Ríos es la cuarta provincia en superficie sembrada.

Uno de los efectos indirectos del crecimiento de la producción de soja en la provincia fue la aceleración del proceso de concentración de la propiedad y de la gestión. Una estadística de la primera década del presente siglo indica que entre 1988 y 2002 el tamaño medio de las explotaciones agropecuarias de la región más sojera de Entre Ríos creció el 52 % pasando de 161 hectáreas en 1988 a 245 hectáreas por explotación en el 2002. Seguramente en la actualidad la concentración deber ser mucho mayor con la consecuencia de la expulsión de la población rural que se concentra cada vez más en las ciudades. Otro estudio de esa época consignaba que el 45 % de los propietarios de cultivos de soja no vivían en el campo.


*Siembra directa

La tecnología llamada siembra directa, labranza cero o labranza mínima, originariamente norteamericana ya se conocía en el país desde la década de los 80, pero que recién con la soja se popularizó. Se trata simplemente de sembrar la semilla directamente sobre los restos de la cosecha anterior, sin dar vuelta la tierra ni removerla. Esto por una parte reduce el impacto de la erosión hídrica y eólica en el suelo, que permanece cubierto todo el año, no limita la reproducción de la microfauna y retiene en el suelo la humedad por mayor tiempo. Como contracara, dado que no se eliminan los residuos de otras cosechas, esto genera una mayor presencia de malezas y pestes, las que a su vez son combatidas mediante la aplicación de mayor cantidad de agroquímicos.

Tiroteo en la Base

Rubén I. Bourlot

 

A pocos meses de la asunción del gobierno surgido del golpe de estado del 24 de marzo de 1976 se produjo un grave incidente en la base de la II Brigada Aérea de Paraná. Un avión de la propia fuerza fue atacado a tiros cuando aterrizaba y dos de sus pasajeros resultaron muertos.

El hecho se reflejó en las páginas de EL DIARIO mediante un comunicado oficial firmado por el jefe de la brigada local, comodoro Miguel Ángel Bertolotti, que consignaba la muerte de dos pasajeros del avión, el comodoro Tomás Víctor Varillas y Dollys Marta Mohor, esposa del capitán Raúl Tonelli que revistaba en la base local.

El comunicado oficial informaba que el 15 de julio por la mañana “en circunstancia que regresaba de una comisión del servicio un avión de la II Brigada Aérea, oportunidad en la que estaba realizando un ejercicio de comprobación con despliegue del sistema de defensa de la Unidad (…) se produjo una serie de disparos (…)”, sin aportar mayores detalles.

 

Avión tomado

Apelamos al libro Rebeldes y ejecutores (Enz, 1995) para conocer más detalles del hecho. Cuando el avión Guaraní “estaba por descender en la pista de la unidad local, el piloto quiso poner a prueba la seguridad del lugar desencadenó una serie de graves sucesos.

“’Voy a dar la clave de avión tomado’, dijo a su compañero de comando. ‘Veremos cómo reacciona la guardia’, acotó. Faltaban pocos metros para el descenso definitivo de la máquina y alcanzó a ver que a ambos costados de la pista ya estaban en posición de cuerpo a tierra no menos de 50 conscriptos y suboficiales.”

La clave de avión tomado nunca se desactivó por motivos que no se conocieron y por lo tanto desde tierra se dio la orden de disparar para detener la nave y repeler un posible ataque. Los disparos cruzados de los fusiles FAL impactaron en las cubiertas del avión y otros lo atravesaron. En medio de la confusión los defensores de la base pensaron que esos últimos disparos provenían de la propia nave y respondieron con una ráfaga sobre la cabina que impactó en los cuerpos de los pasajeros con el resultado de la muerte de dos de ellos y otros heridos. El clima de la época no era el mejor para jugar con fuego. Seguramente el nerviosismo se apoderó de los protagonistas ante una posible toma de una aeronave por parte de algún grupo irregular.

 

La traición del miedo

Los abanderados de la lucha contra el terrorismo con más terror estaban aterrorizados. Como redivivos robespierres apelaban a métodos ya ensayados durante la Revolución Francesa pero a diferencia del incorruptible, como le llamaban a Robespierre, estos girondinos disfrazados de jacobinos eran por demás corruptibles. Parafraseando el autor del El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (Karl Marx) de nuevo la historia se reiteraba; la primera vez había sido una tragedia y esta segunda una farsa pero también trágica. “Echemos el miedo a la espalda y salvemos a la patria” había dicho Simón Bolívar, pero no se echaron  el temor a ningún lado. El miedo los traicionó y se dispararon en el pié.

En ese frío julio de 1976 los gobernantes de facto recién se estaban apoltronando en los sillones, probándose los nuevos uniformes y disponiéndose gobernar en nombre de un pueblo que no los había elegido. Como en la novela de García Márquez, Cien años de soledad, todo era tan nuevo que muchas cosas carecían de nombre y los inventaban: así el gobierno pasaba a ser una sigla PRN (Proceso de Reorganización Nacional) y un remedo de órgano legislativo otra sigla que evocaba a un corralón: CAL (Comisión de Asesoramiento Parlamentario), y cosas por el estilo. Había que ponerle nuevo nombre a eso que no era una república pero decían defenderla y que no era constitucional pero había que inventar algo parecido y de ahí que sustituyen la tan maltratada constitución nacional por las actas para el proceso de Reorganización Nacional. La única institución que permaneció sin mayores modificaciones fue el poder de las togas, el denominado poder judicial.

Fue en ese turbio contexto que se produjo el trágico hecho en la base aérea de Paraná.

Los medios locales no desarrollaron la información más allá de la crónica necrológica que informaba sobre la misa de cuerpo presente de las víctimas oficiada por el vicario castrense Adolfo Tortolo con la asistencia de las autoridades locales, entre otros el gobernador de facto Rubén Di Bello.

En el orden internacional la agencia UPI distribuyó un cable que podemos leer en el periódico mexicano El Bravo del 17 de julio de ese año bajo el título “Jefe de una base aérea argentina muerto por sus propios soldados”, donde informaba que los efectivos “abrieron fuego al suponer que (el avión) había sido asaltado por extremistas”. Agregaba que los soldados estaban haciendo ejercicios para prevenir ataques terroristas. El resto de los detalles difieren de la información oficial. Señala la noticia de la agencia que al descender se escuchó un estampido proveniente de la aeronave presumiblemente disparado accidentalmente del arma de uno de los viajeros. Los soldados dirigieron las suyas contra el grupo de personas que ya estaban descendiendo del avión.

El último combate del caudillo Ramírez

Rubén I. Bourlot


Hace doscientos años Francisco Ramírez, el Pancho de los entrerrianos, libraba su último combate. Ese diez de julio de 1821 las últimas estrellas huían ante el avance arrollador, ineludible del amanecer. Imperceptiblemente, el cielo se iba tiñendo de rosicler y, hacia el levante, se recortaba un horizonte ondulado. La brisa helada del sur congelaba el paisaje semiárido y descorría el aroma salino hacia el norte. Las sierras ascendían como sombras en la penumbra. Aquí y allá bosquecillos de palmeras, quebrachos y arbustos xerófilos, como manchas pintadas por una mano infantil. Una cañada sedienta cortaba la geografía como una herida sin cicatrizar. Aquí un campamento con tiendas deshilachadas, más allá otro pequeño. Los caballos arremolinados dormitaban con sus atalajes puestos preparados para cualquier emergencia. Otros pastaban tarascando, procurando sacar algunas briznas de hierba al suelo pedregoso. Más alejadas, algunas mulas y cabras merodeaban, tempraneras en procura del sustento diario. La serenidad matinal amortiguaba el rumor gastronómico de las bestias y los chillidos de las aves nocturnas que retornaban a sus respectivos refugios.

De pronto, rumbo al bosquecillo de palmeras, algo irrumpió quebrando la armonía circundante. El soldado de guardia, saliendo de su estado de modorra, observó las siluetas en movimiento. Fue un momento de perplejidad antes de dar el grito de alerta. Superponiéndose al alarido del soldado todo estalló. Jinetes se materializaron avanzando directo al campamento, en medio de exclamaciones, fragor de cascos que crepitaban sobre el pedregal, clarines que llamaban a combate. El comandante Anacleto Medina ordenó a gritos los preparativos para la defensa. Los soldados saltaron de su sueño a las monturas, lanza en mano, poncho revoleado. El campo se erizó de lanzas agitándose, avanzando hacia el choque. En el otro campamento Francisco Ramírez y su guardia se pusieron en pie para aguantar la embestida.


Las escaramuzas

Los dos bandos ya estaban frente a frente serpenteando, provocándose, estudiándose prestos para dar el zarpazo. Las fuerzas combinadas de Santa Fe y Córdoba emergían por los cuatro costados. Los entrerrianos, repuestos de la sorpresa inicial atropellaron contra la guerrilla que salía escupida del palmar. Los caballos selectos del comandante santafesino Orrego se deslizaban veloces, con ardor. Por el flanco derecho avanzaba el gobernador cordobés Bedoya, procurando cortar en dos a la partida entrerriana. Para escapar de la encerrona Medina ordenó la retirada hacia al norte por la cañada, entre el algarrobal. El enemigo que los perseguía a sable y fuego en pequeños pelotones. Los panzasverdes desbandados en busca de la frontera santiagueña. El sol insinuaba ya su cabellera resplandeciente.


La cabeza por la dama

El enemigo fue quedando atrás, entre la polvareda. Pero un reclamo ineludible atravesó el aire tenue de las primeras horas. Un preciso golpe de boleadora pialó el rosillo que montaba la Delfina, la coronela de Ramírez. Cayó la bestia y se arremolinaron los soldados excitados en torno de la preciada presa. La mujer forcejeó con valor; gritó auxilio y su sombrero cayó a un lado agitando su penacho de plumas marchitas. La chaquetilla punzó, deshilachada por las espinas de la vegetación y la voracidad de los soldados, apenas alcanzaba a cubrir lonjas de su cuerpo. Los reclamos de la mujer hicieron volver sobre sus pasos a Ramírez y su custodia. Acudieron a la carrera, sables en mano para enfrentar, embravecidos, para enfrentar a la turba. Ramírez ordenó al Indio Medina que auxiliara a la mujer en tanto acometía iracundo a los enemigos. Medina tomó a la dama indefensa, la alzó sobre las ancas de su flete y retomó el derrotero de sus compañeros. El Supremo enfrentó de igual a igual al teniente Maldonado, jefe de los santafesinos. Sus ojos incendiados, en sus manos el sable danzando amenazante. En la mano de Maldonado una pistola apuntó al poncho punzó del entrerriano. Un fogonazo selló el acto y apagó el fuego, el tiempo se detuvo. Sobre el púrpura del poncho se abrió una flor escarlata. Cayó el cuerpo sobre la cruz del azulejo, el poncho flameó en un saludo póstumo y envolvió el cuerpo como mortaja. El caballo piafó inquieto, sin gobierno, sin comprender lo que estaba sucediendo. Otra vez una nube de hombres armados rodeó la escena. Maldonado derramó órdenes a diestra y siniestra; un soldado levantó su sable sobre el cuerpo yacente del caudillo. La delgada sombra atravesó el aire como un relámpago y con ese solo golpe, limpio, temerario mutiló la hidalga cabeza. Irreverente la tomó de la cabellera y ofreció ese objeto sangrante a su jefe y al comandante Orrego.

Ni bien aplacado el polvo de la batallas, el coronel Bedoya garabateó un oficio al gobernador López donde le comunica que “las armas combinadas de esta Provincia y la de su mando acaban de triunfar completísimamente del Supremo de Entre Ríos y su tropa; por instancias de los bravos santafecinos remito en presente la cabeza del caudillo...”

Partió el teniente de dragones José Luis Maldonado con el trofeo a los tientos, envuelto en un saco de cuero de oveja, y el pliego para el gobernador. 


11 de julio

En el Puesto de Fierro, cobijados por una tienda, López sentado frente a su escritorio cebaba mates en tanto escuchaba con atención las novedades de Maldonado. En un rincón, muda y sorda, posaba sobre una mesita la cabeza de la discordia.

- ...Ya se nos escapaba la indiada... -Maldonado hace una pausa para sorber de la bombilla-... rumbeaban para los montes que dan a la frontera con Santiago del Estero, cuando alcanzamos al rosillo de la cuartelera de Ramírez, la Delfina. Un bolazo le pialó el caballo y cayó la hembra, pero en eso vimos que se nos venía al humo una partida de soldados y al frente el taimao de Ramírez. Ahí nomás nos fuimos para atacarlo... una balacera y Ramírez cae herido. No lo podíamos creer. Ahí estaba, tirado, indefenso, tieso el causante de tantas desdichas.

- ¿Y qué fue de la Delfina?

- En el entrevero se la llevaron pa’l monte, en ancas del caballo que montaba el tal Indio Medina...

- ¿Y cómo fue que le cortaron la cabeza?

- Bueno, fue el cabo Pedraza que se le echó encima y de un sablazo limpito se la cortó...

López alza la vista y el interlocutor calla. Su mirada se pierde más allá del techo de la tienda, se hunde en la profundidad del cielo azul que los cubre, sobrepasa las ondulaciones de las sierras, se desliza por las llanuras que bajan al este. Al cabo reflexiona.

- ¡Qué gran hazaña han hecho ustedes! ¡Pobre Ramírez, he ahí el resultado de la guerra civil! Yo, a pesar de su ambición, apreciaba mucho a ese hombre.



Bibliografía

Bourlot, et al (2020). Francisco Ramírez, 200 años de identidad entrerriana, Paraná.

Bourlot, Rubén (2024). El secreto y la jaula. Ana Editorial


4/7/25

El médico que vino del campo y al campo volvió

 Rubén I. Bourlot

 

Los médicos rurales, de pueblos chicos, son protagonistas centrales de la vida comunitaria como el jefe de la comisaría, antiguamente el jefe de la estación del ferrocarril que ya no quedan, la directora o director de la escuela, el cura, el almacenero… El día del médico rural que se recuerda el 4 de julio es precisamente un reconocimiento al notable médico Esteban Laureano Maradona, nacido esa fecha de 1895, que prefirió internarse en los montes del Noreste para llevar su ciencia de curar antes que gozar de los mimos y honores de los cenáculos científicos.

En nuestra provincia el 26 de octubre de 1981 fallecía un médico del pueblo como lo fue Maradona, Víctor Monzalvo, que ejerció la profesión a lo largo de 44 años en la localidad de Primero de Mayo, departamento Uruguay, donde hoy una calle lo recuerda en muestra de gratitud de sus vecinos y pacientes de toda la vida, una calle que se abraza con otra que lleva el nombre del médico que lo reemplazó a mediados de los ‘70: Pedro Golovko Ballán.

Desde principios de la década de 1930, más precisamente el 17de noviembre de 1932, Monzalvo se instaló con su consultorio en la pequeña localidad que era estación del ramal ferroviario de Caseros a San Salvador. Por sus manos pasaron pacientes de la localidad y todas las colonias vecinas. Se integró plenamente a su comunidad, fue miembro de la comisión pro “capilla” en 1923, de las primeras comisiones de la junta de gobierno local en la década del ’60, y participó de los equipos de fútbol pioneros de Primero de Mayo como fue el club San Isidro.

 

El doctor que vino del campo

Víctor Monzalvo había nacido en Concordia el 3 de marzo de 1897, fue bautizado por el padre Benito Trejo en la Parroquia de San Antonio de Padua. Alrededor de 1915 la familia se trasladó a un campo de la estancia El Pantanoso en lo que luego sería la colonia Tres de Febrero, no muy lejos de Primero de Mayo. El maestro Francisco Horacio Francou, en su libro el faro de la cuchilla, recuerda a la familia. Casimiro Monzalvo, el padre de Víctor era un “ganadero muy estimado y respetado entre los pobladores de la zona (…). Casado con doña Zelmira Domínguez, de su matrimonio nacieron: Fructuoso, Víctor, Mateo, Eugenio, María Zelmira y Antonia (…).”

Los hermanos Monzalvo concurrían a la escuela en Villa Elisa, “montados en briosos, bien mantenidos y espléndidamente ensillados caballitos criollos, llegaban al galope tendido por la avenida Gral. Mitre, desde el lado del cementerio (…)”, rememora Francou.

Cursó el nivel secundario en el histórico Colegio del Uruguay y sus estudios de medicina en Buenos Aires, donde conoció a quien años después sería su esposa, Elvira Brandolín, nacida en el Imperio Austro Húngaro hoy al noroeste de Italia, en 1889.

El médico del pueblo falleció en 1981 y su esposa en 1997.

 

El testimonio de sus pacientes

Jorge Manuel Brun, hijo de la localidad, lo recuerda: “Ejerció su profesión con esmerada responsabilidad en Primero de Mayo, entre los años 1932 y 1975. Fue un filántropo, sencillamente humanista, y dedicó su vida a la profesión y a la atención de sus pacientes. Estos llegaban a cualquier hora a su domicilio. Podía ser tarde en la noche o por la madrugada. Nunca eran desatendidos, todo lo contrario. A veces por las noches venían a buscarlo pues el enfermo se había agravado y no podía desplazarse. Él iba a su casa de campo a prestar su atención y llevar el aliento que tanto espera el enfermo. En otras oportunidades, cuando la lluvia convertía el pueblo y sus caminos de tierra en un lodazal, la atención podía ser de asistencia a caballo. No había barreras para su humanidad y el deber de su juramento hipocrático.

“Pero lo que mejor lo destacaba era el ejercicio de la clínica, o sea de esa mezcla de intuición y sabiduría que lo orientaba hacia el diagnóstico certero, y hacia la derivación pertinente si la solución no estaba a su alcance.

“La comunidad supo reconocer su enorme trabajo y honró varias veces en vida y posteriormente. Un Centro de Salud y una calle principal de su pueblo llevan su nombre (…)”.

Y otra vecina, Ofelia Edith de Elia de Bertolyotti que como tantos fue su paciente, recuerda la labor de ese “médico por vocación, médico estudioso e intuitivo, médico sin laboratorios, casi sin radiografías, sin muchos medicamentos, sin gran prosperidad económica, sin ‘status’, sin casa lujosa.” Y continúa la descripción de las limitaciones para ejercer tan digna profesión en “un pueblito con lentas comunicaciones, con distancias largas, sin clínicas ni sanatorios, sin hospitales ni especialistas, casi sin remedios, sin antibióticos, contando muchos años, según sus propias palabras, con las ‘preparaciones magistrales’ del boticario, el siempre recordado don Alfredo Vauthay.”

Mario Ramírez, nacido en la localidad recuerda los métodos sencillos con los que diagnosticaba: “Cuando tenía unos 8 ó 9 años estaba con fuerte dolor de oído y mis padres me llevaron al consultorio del Dr. Monzalvo. Con un martillito de goma, me golpeó la zona de los oídos para concluir que tenía una infección de oído. Una vez que terminó de revisarme me dijo ‘sentate al borde de la camilla con los pies en el aire…’ Con el mismo martillito de goma me golpeó en la zona de la rodilla y mi pie se movía involuntariamente. Después de repetir varias veces la acción con el mismo resultado, me explicó que eso se utilizaba para probar los reflejos… Hasta el día de hoy, cuando se habla de reflejos, recuerdo la enseñanza del Dr. Víctor Monzalvo.”


Bibliografía y testimonios

- Bertolyotti, Ofelia Edith de Elia de, (2007), Historia de Primero de mayo,  Colón, Birkat Elohym.

- Francou, Francisco Horacio, (1942), El faro de la cuchilla, Bs. As.

- Guiffre, Carlos M., Vila Elisa: segunda gesta colonizadora regional, Birkat Elohyn, Colón.

- Testimonios de Mario Ramírez y Jorge Manuel Brun.

3/7/25

Los constructores de ranchos

Rubén I. Bourlot

 

No se sabe cuando comenzaron. Estuvieron un tiempo ahí, hasta que, poco a poco, fueron cayendo en desuso, y cayendo por el deterioro del tiempo. Así desaparecieron los ranchos que fueron un símbolo de la estudiantina de la Escuela Agrotécnica de Colón (Entre Ríos).

Era una época heroica, de rebeldías amables, de búsquedas. De Beatles sonando en alguna spika. Los Iracundos cantándole a Puerto Month, y en alguna que otra guitarra pulsada por un “granjero” (así nos reconocíamos los alumnos de la que se conocía como “Escuela Granja”) que interpretaba una zamba norteña o una de protesta (“De nada sirve escaparse de uno mismo. / Veinte horas al cine pueden ir…”) Eran las décadas de los ’60 y ’70.

Los ranchos crecieron y se multiplicaron a la sombra del frondoso eucaliptal, a la vera de la cañada de aguas turbias, insondables. Esa que llamaban de Góngora, no se sabe bien por qué. Tal vez bautizada por algún granjero aludiendo a ese Góngora que conciliaba el sueño de las horas de Castellano y Literatura con la profesora “Popotito” (René Susana Gerardo) que insistía en despertar el gusto por la poesía clásica: “Las flores del romero,/niña Isabel,/hoy son flores azules,/mañana serán de miel”. O tal vez tuvo un origen más prosaico: un vecino de ese apellido.

Los ranchos eran construidos con los materiales más diversos que la abundancia ponía a mano de la creatividad juvenil. Y con los diseños de arquitectos sin escuadra ni compás. Algunos con paredes quinchadas con barro y paja, como los más criollos, techados con alguna chapa oxidada rescatada por ahí. Otros con muros de troncos o “cachetes” bien amarrados con alambres oxidados. Más grandes, más pequeños, todos con el infaltable fogón y la chimenea. Mucho ingenio para conseguir un buen tiraje y que la habitación no se convirtiera en un ahumador.  Cada rancho correspondía a un grupo que a su vez podía ir admitiendo nuevos miembros, y cada uno tenía un nombre que lo identificaba: “Pochuzo”, “Al Borde”, por ejemplo.

Parte de la vida de los granjeros transcurría en los ranchos. Los tiempos libres, los fines de semana, las horas libres, y las escapadas de clase. Eran el refugio ideal.

Hubo un rancho de dos plantas, el de Munilla, que cobró fama por ser el ideal para las escapadas. Ubicado “del otro lado de cañada” que se atravesaba por sobre un puente de un tronco con  tensor de alambre para sostenerse mientras se caminaba sobre el mismo, al que ningún preceptor se atrevía. Los “escapados” se refugiaban en la “planta alta” del rancho que se accedía por una escalera y abriendo una puerta trampa cerrada desde arriba.

Una vez un preceptor intentó llegar cruzando sobre el precario puente, pero a la mitad del cauce de la cañada balanceó su cuerpo, procuró sostenerse del tensor que los precavidos alumnos habían desatado, y terminó con su humanidad, estrepitosamente, en las barrosas aguas.

Eran lugares de reunión matera hasta que se terminaba la yerba, a veces secada al sol, en días de bolsillos flacos. En días de lluvia no faltaban las tortas fritas. Tampoco faltaban algunos manjares elaborados con los productos que caían en las manos veloces de los granjeros: huevos fritos, algún pollito o un pato a la parrilla.

Épocas de bohemias, sin celulares y sin redes sociales, donde el vínculo cara a cara reforzaban lazos de amistad que aún perduran.

24/6/25

Las raíces indígenas de Paraná

Rubén I. Bourlot

Migrantes involuntarios, el 15 de julio de 1671 una comunidad de tocagües fue asentada en La Bajada. Eran parte de una encomienda: un sistema laboral español que recompensaba a los conquistadores con el trabajo de determinados grupos de personas no cristianas conquistadas. Esas presencias han nutrido las raíces de Paraná, cuando los brotes apenas conocían la luz.

La antigua Bajada del Paraná surge a partir de la inmigración de vecinos de Santa Fe, tras su traslado a la actual ubicación, que a su vez había sido poblada en su fundación original, a cargo de Juan de Garay, por los denominados “mancebos de la tierra” venidos del Paraguay. Estos mancebos eran fruto de los vínculos originarios entre hombres españoles y mujeres guaraníes. Pero la actual Paraná no solo tiene raíces guaraníticas, sino de otras vertientes de pueblos americanos de la región. 

Escribe Facundo Arce que “para ayudar a los incipientes establecimientos de la comarca paranaense se hizo, en 1662, por el Gobernador del Río de la Plata, Don Alonso de Mercado y Villa Corta, un tratado de paz con tribus cayaguatáes, tocagües y vilos”. 

Posteriormente “el 15 de julio de 1671, el Cabildo de Santa Fe dispuso que los indios tocagües (parcialidad mocoví) de la encomienda del maestre de campo Don Francisco Arias de Saavedra, se asentaran en esta banda del Paraná, en el parage que llaman de la baxada”. Este año 1671 es clave para indagar en los orígenes urbanos de la capital entrerriana que registra su fundación en 1730.


Santa Fe de la Vera Cruz

En 1660, en su nuevo emplazamiento, Santa Fe de la Vera Cruz se transformó en un faro que fue derramando su influencia hacia la costa entrerriana en la zona, que en algunos viejos mapas está señalada como Punta de Piedra o La Calera, luego Bajada de Santa Fe o de la otra banda del Paraná. 

La mudanza de la población de Santa Fe desde Cayastá se produjo a lo largo de los años, entre 1649 y 1660. Este primitivo asentamiento entrerriano, un pequeño pueblito que ya se vislumbra en 1715, se fue conformando probablemente con la peonada que trabajaba en los yacimientos de cal en lo que hoy es Bajada Grande, y con quienes prestaban servicios en el puerto o a los viajeros que cruzaban el río para marchar por los senderos que llevaban hacia Corrientes. 

Pero antes de que los criollos santafesinos se asentaran en este sitio algunos grupos de habitantes de la tierra echaron raíces en las fangosas barrancas paranaenses y se constituyeron en uno de los núcleos fundacionales. No fue un acto deliberado ni voluntario. Como se señala más arriba, los tocagües fueron trasladados a la fuerza como parte de una encomienda y por ende obligados a servir de fuerza laboral de un español. En esa oportunidad el Cabildo de Santa Fe dispuso la elección del “estalaje y sitio” para reducir a los indios tocagües del Valle Calchaquí, de la encomienda del maestre de campo Francisco Arias de Saavedra. Se señala como el más a propósito el “de la otra banda del Río Paraná, cuatro leguas de ésta dicha ciudad, en el paraje que llaman de la bajada”, donde ya estuvieron reducidos. Serían asistidos y se les nombraría encomendero.

¿Cuál fue el motivo de ese traslado? Es cuestión a investigar, pero lo cierto es que en ocasiones se lo hacía para incorporarlos a alguna explotación que aquí pudo haber sido el trabajo en las caleras, y en otras el motivo era el de “pacificarlos”. 

Encontramos documentado que en marzo de 1693 se menciona un poder dado al capitán Gabriel de Aldunate para peticionar al rey. Allí se hace referencia a que estaban “por reducirse a la fe católica indios tocagües y vilos, que se han dado de paz, y piden población, iglesia y cura que los dirija y es preciso socorrer en esta necesidad…”. Y años después, en 1716 el Gobernador le responde al Cabildo acerca de la propuesta formulada por Francisco de Vera, de que antes de hacer la guerra a los charrúas (que resistían en el territorio entrerriano), se convoque a los caciques en la Bajada, expresando que esa es su opinión y que, en ese sentido, se le dieron instrucciones a García de Piedrabuena. Un dato interesante para determinar la existencia de este asentamiento en el lugar con caciques interlocutores reconocidos.


El fuerte de La Bajada

Y es conocido para quienes están adentrados en la historia regional la existencia de una pequeña fortificación antes de la erección de la parroquia en 1730. Así lo corrobora un acto del Cabildo de 1727 que registra lo siguiente: “El Alcalde 1º propone la construcción de un fuerte en el puerto de la Bajada, a raíz de las muertes que causan los payaguáes, y a fin de resguardar las embarcaciones que trafican entre una y otra banda, asegurar los pobladores de dicha zona y mantener el transporte de carne, leña, granos, grasa y sebo que le trae a la ciudad para su mantenimiento. 

Para dicho efecto, se comisiona a los Sargentos Mayores Francisco Javier de Echagüe y Andía y Esteban Marcos de Mendoza, con plenas facultades sobre los Alcaldes de la Hermandad y cabos militares. Se los autoriza a construir dos fuertes más en lugares que fueren necesarios para defender las estancias y chacras, y las carretas que vienen del Paraguay y, además, impedir que las familias abandonen la zona, con obligación de reintegrarlas. Se dispone entregar yerba y tabaco a los trabajadores y solicitar al vecindario herramientas para la obra.”

Esto último nos confirma que la Bajada ya constituye una primitiva villa con un movimiento económico propio, un puerto y lugar de tránsito de carretas hacia el norte, lo que justifica la instalación de la parroquia fundadora en 1730. Pero, ¿qué pasó con el primitivo núcleo de tocagües reducidos en 1761? Un indicio de la persistencia de población indígena nos la da Tomás de Rocamora en su informe sobre la zona de 1782 y otros documentos obrantes en el Archivo General de la Nación que un 16 % de ellos se halla “asentada” en las nacientes villas entrerrianas, entre las que podemos contar a La Bajada. 


Isidoro de María, un oriental en Gualeguaychú

Rubén I. Bourlot


El 1º julio de 1851 se coloca la piedra fundamental del primer teatro que tuvo Gualeguaychú. La actual ciudad del sur entrerriano aún no era ciudad y adquirió esa categoría por disposición del entonces gobernador Justo José de Urquiza en noviembre de 1851. Después del triunfo de Caseros, el teatro fue rebautizado con el nombre de Primero de Mayo (también el San Justo de Paraná pasó a denominarse Tres de Febrero). 

Este edificio amplio y de líneas simples, con capacidad para 700 personas, durante varias décadas reunió a los vecinos en funciones teatrales, espectáculos líricos, conciertos, silforamas, bailes, tertulias y debates políticos. Al mismo acudían compañías dramáticas de Buenos Aires y de Montevideo integradas por actores europeos y rioplatenses que, con pocas mujeres en los elencos, recorrían el litoral fluvial para ofrecer su arte a los vecinos de Gualeguaychú, Fray Bentos, Mercedes, Concepción del Uruguay, Concordia, Paysandú, Salto.

"Interesantes expresiones, matizadas por la actividad de actores aficionados de la localidad –escribe un cronista-, multiplicaron  las posibilidades de acceso al lenguaje dramático, creando nuevos públicos, nuevas recepciones hasta mediados del siglo XX."

Pero quién fue el visionario que tuvo la iniciativa de dotar a la ciudad de un espacio propio para las obras dramáticas. Se trata de un activo periodista uruguayo, Isidoro de María, que además fue el maestro de los trabajadores de la prensa local. La iniciativa fue tomada con beneplácito por el gobernador Urquiza que proyectaba la construcción de tres teatros en la provincia: Paraná, Concepción del Uruguay y Gualeguaychú. La obra estuvo a cargo del constructor y director teatral José Quirce.


Isidoro de María

Isidoro de María nació en Montevideo el 2 de Enero de 1815. En 1833 contrajo matrimonio con Sinforosa Navarrete Artigas (hija de Francisco Artigas, primo José Artigas). En 1829 ingresó a la Imprenta del Estado, con 14 años, desempeñándose como tipógrafo y en ese ambiente con aromas a tintas se inició en las lides del periodismo. Primero fue redactor del periódico “El Rayo”, de Montevideo. Ya con alguna experiencia fundó en 1839 el diario “El Censor”. Su vocación periodística la alternó con la actuación en la arena política, otra de sus grandes pasiones, igual que el estudio de la historia.

Estuvo vinculado políticamente con el general Fructuoso Rivera y fue redactor del periódico partidario “El Constitucional” cuyas publicaciones abarcan desde 1838 a 1847. Fue diputado por el departamento de Soriano y vicepresidente de la Cámara de Representantes. Años después ocupó el viceconsulado uruguayo en Gualeguaychú. 

De María tuvo una importante participación en actividades vinculadas con la educación. Fue miembro activo de la Comisión de instrucción pública del departamento de Montevideo y del Instituto de Instrucción pública. Entre otras iniciativas se le debe a De María la implementación de cursos nocturnos para adultos, la escuela graduada e iniciativas respecto a la educación de la mujer.

En el año 1878 fundó la “Revista del Plata” dedicada a temas de historia del Uruguay, comenzando entonces a dedicarse de forma exclusiva a la investigación histórica. Entre 1860 y 1890 publicó numerosos trabajos, entre ellos: Tradiciones y recuerdos. Montevideo antiguo,  Compendio de la historia de la República Oriental del Uruguay y Anales de la defensa de Montevideo. 1842-1851. Es considerado el autor de la primera biografía de José Artigas. 

Los últimos años de su vida los dedicó, entre otras tareas, a ordenar, clasificar y restaurar documentos históricos en calidad de director del Archivo Nacional del Uruguay. Falleció en Montevideo el 16 de agosto de 1906 a la edad de 91 años.


Su paso por Gualeguaychú

Hacia 1846 se fue alejando de sus vínculos políticos con el riverismo y, para cuando se produjo el pronunciamiento de Urquiza contra Rosas, el primero de mayo de 1951, y la consecuente campaña para desalojar a los sitiadores de Montevideo (1843-1851), De María se encontraba en Gualeguaychú. En 1949 le había dado a la ciudad su primer periódico, El progreso de Entre Ríos. En 1852 fue nombrado como vicecónsul de su país en la ciudad y permaneció hasta 1860. En ese tiempo fue cuando escribió “Vida del Brigadier General don José Gervasio de Artigas, Fundador de la Nacionalidad oriental” que publicó en su propia imprenta en 1860.

En 1851 los generales Juan Madariaga y Manuel Hornos -al servicio del gobierno separatista de Buenos Aires- toman Gualeguaychú con la intención de abortar la reunión del Congreso General Constituyente convocado por Urquiza en Santa Fe, y en esa circunstancia De María tuvo un papel protagónico que relata en una carta, rescatada por el presbítero Juan Carlos Borques. Entre otros párrafos refiere que “que el 14 de noviembre de 1852 se daba un baile en la Comandancia y varias familias que asistieron tuvieron que ir en carretas, porque llovía copiosamente (entonces no había ningún carruaje en Gualeguaychú), y que en lo mejor del baile, llegó un chasque con la noticia de que el general Hornos estaba ‘ad portas’ lo que hizo que la concurrencia se desbandara enseguida dándose por terminada la fiesta”. Fue entonces cuando varias personas que se consideraban en peligro, se refugiaron en la casa de De María poniéndose a salvo bajo la bandera del viceconsulado de la República Oriental del Uruguay.


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