Rubén I. Bourlot
El 2 de abril de 1982 la recuperación del territorio de la Islas Malvinas constituye la gesta más importante del siglo XX y es uno de los hechos políticos que marcan un antes y un después en la historia de la nación.
La batalla por las Malvinas que se desata tras la intervención de la armada de Gran Bretaña constituye un nuevo episodio de nuestras luchas por independencia definitiva de la patria, que se inicia a principios del siglo XIX.
Y los entrerrianos no estuvieron ausentes a lo largo de los dos siglos de conflictos. El primero fue el guaraní Pablo Areguatí, aquerenciado en Mandisoví, que en 1824 fue nombrado comandante militar de la isla Soledad.
El incidente malvinero de 1982 fue el desenlace de una serie de acontecimientos que se inician en 1833 cuando el reino de Gran Bretaña se apodera por la fuerza de esta porción del territorio nacional.
De nuevo un entrerriano es protagonista. El gaucho Antonio Rivero se alzó ante la ocupación y levantó bien alto la bandera argentina en esas inhóspitas tierras hasta que Rivero y sus gauchos son tomados prisioneros. En 1836, un decreto de la Sala de Representantes de la provincia insta al gobierno nacional -el encargado de la Confederación Juan Manuel de Rosas- a exigir al gobierno británico el reconocimiento de “los incuestionables derechos que tiene la República a las Islas Malvinas, y en su consecuencia, se obligue a desocuparlas, e indemnizarlas a esta República de los perjuicios que ha recibido por su violenta ocupación”.
Reclamo permanente
A partir de ahí, y a lo largo de un siglo y medio, se sucedieron reclamos diplomáticos, resoluciones de las Naciones Unidas y la solidaridad de cientos de países del mundo, a los que el Reino Unido hizo caso omiso.
En las décadas de 1960/1970 las relaciones con el país usurpador pasaban por una especie de primavera que alentaba un principio de negociación. Pero, tras la asunción del gobierno conservador de Margaret Thatcher se cerraron todas las posibilidades de una solución diplomática y se inició la escalada que terminó el 2 de abril de 1982 con la reintegración al suelo patrio de las Malvinas por parte de las fuerzas armadas.
La recuperación y el posterior enfrentamiento armado, provocó la adhesión unánime del pueblo argentino que se volcó a las plazas y demostró su solidaridad con los combatientes. El Diario, en su edición del 10 abril muestra notas gráficas con la gran movilización del pueblo de Paraná.
Contar cuentos en Malvinas
También en Paraná José Luis Navarro, un hombre ya mayor, chileno de nacimiento y de extensa trayectoria en el teatro, el circo y el radioteatro, abrazaba la causa con las armas que tenía. En una carta dirigida al Comandante de la Segunda Brigada de Caballería Blindada de Paraná se ofrece “con mi arte y mi profesionalidad, dispuesto, si es necesario a ir a la Islas Malvinas aunque más no sea a tocar la guitarra o contar un cuento, porque también soy cuentista (…)” Nunca obtuvo respuesta. El comandante estaría para cosas más importantes.
Por su parte muchos sectores intelectuales del país, políticos que despertaban de entre las sombras de la tiranía, banqueros y muchos empresarios se mostraban dubitativos, temiendo que nos íbamos a “descolgar” del poderoso Occidente, que nos íbamos a ir del Mundo.
La prensa fluctuaba entre las noticias sensacionalistas, el triunfalismo superficial, y la crítica solapada a la “decisión inoportuna” o a la “aventura militar” del gobierno de entonces.
En tanto en Malvinas, el gobierno argentino nombraba a su capital como Puerto Rivero, designación que fue cambiada días después por Puerto Argentino, ante la reacción de la cúpula de la Academia Nacional de la Historia que emitió un dictamen lapidario negando la trascendencia a la actuación del panza verde Rivero.
Durante el transcurso del enfrentamiento contra la Task Force británica se produjeron episodios de heroísmo de nuestros combatientes y la acción de las fuerzas armadas argentinas les provocaron serios daños que la pusieron al borde de la derrota, solo superada con la oportuna ayuda de los Estados Unidos. Las tropas argentinas provocaron al invasor una considerable pérdida de barcos y de aviones, y aún hoy hay dudas acerca de las bajas que reconocen los ingleses: 255 muertos y 777 heridos.
Unas 24 naves de la escuadra naval de la corona británica recibieron los proyectiles argentinos. Siete embarcaciones fueron hundidas, cinco resultaron fuera de combate y otras doce quedaron con averías de consideración.
El gobierno de entonces, un régimen de facto que se decía aliado al mundo “occidental”, omitió hacer la guerra por todos los medios para profundizar el daño al enemigo. No embargó los activos económicos de propiedad británica y de sus aliados radicados en el país, no suspendió el envío de las remesas del pago de la deuda externa de entonces a los países beligerantes ni expropió las grandes extensiones de tierras propiedad de súbditos de la reina británica.
Un párrafo aparte merece la etapa de la llamada “postguerra” cuando se comenzó a descreditar este acontecimiento. La campaña de desmalvinización pretendió ocultar deliberadamente los hechos. El retorno de los combatientes se hizo a las sombras, sin homenajes, sin el debido reconocimiento a los actos de heroísmo y con acusaciones infundadas en la mayoría de los casos, a la oficialidad que tuvo la responsabilidad de conducir las acciones en el campo de batalla. La fecha del 2 de abril fue borrada del calendario de días conmemorativos.
Con los años vino el reconocimiento a los combatientes, pausado y a regañadientes. Fueron 34 los entrerrianos que ofrendaron su vida en las turbas australes, y los que sobrevivieron al final lograron ser considerados como veteranos. Calles y otros lugares públicos de ciudades y pueblos de la provincia llevan hoy los nombres de los combatientes.