10/7/25

Tiroteo en la Base

Rubén I. Bourlot

 

A pocos meses de la asunción del gobierno surgido del golpe de estado del 24 de marzo de 1976 se produjo un grave incidente en la base de la II Brigada Aérea de Paraná. Un avión de la propia fuerza fue atacado a tiros cuando aterrizaba y dos de sus pasajeros resultaron muertos.

El hecho se reflejó en las páginas de EL DIARIO mediante un comunicado oficial firmado por el jefe de la brigada local, comodoro Miguel Ángel Bertolotti, que consignaba la muerte de dos pasajeros del avión, el comodoro Tomás Víctor Varillas y Dollys Marta Mohor, esposa del capitán Raúl Tonelli que revistaba en la base local.

El comunicado oficial informaba que el 15 de julio por la mañana “en circunstancia que regresaba de una comisión del servicio un avión de la II Brigada Aérea, oportunidad en la que estaba realizando un ejercicio de comprobación con despliegue del sistema de defensa de la Unidad (…) se produjo una serie de disparos (…)”, sin aportar mayores detalles.

 

Avión tomado

Apelamos al libro Rebeldes y ejecutores (Enz, 1995) para conocer más detalles del hecho. Cuando el avión Guaraní “estaba por descender en la pista de la unidad local, el piloto quiso poner a prueba la seguridad del lugar desencadenó una serie de graves sucesos.

“’Voy a dar la clave de avión tomado’, dijo a su compañero de comando. ‘Veremos cómo reacciona la guardia’, acotó. Faltaban pocos metros para el descenso definitivo de la máquina y alcanzó a ver que a ambos costados de la pista ya estaban en posición de cuerpo a tierra no menos de 50 conscriptos y suboficiales.”

La clave de avión tomado nunca se desactivó por motivos que no se conocieron y por lo tanto desde tierra se dio la orden de disparar para detener la nave y repeler un posible ataque. Los disparos cruzados de los fusiles FAL impactaron en las cubiertas del avión y otros lo atravesaron. En medio de la confusión los defensores de la base pensaron que esos últimos disparos provenían de la propia nave y respondieron con una ráfaga sobre la cabina que impactó en los cuerpos de los pasajeros con el resultado de la muerte de dos de ellos y otros heridos. El clima de la época no era el mejor para jugar con fuego. Seguramente el nerviosismo se apoderó de los protagonistas ante una posible toma de una aeronave por parte de algún grupo irregular.

 

La traición del miedo

Los abanderados de la lucha contra el terrorismo con más terror estaban aterrorizados. Como redivivos robespierres apelaban a métodos ya ensayados durante la Revolución Francesa pero a diferencia del incorruptible, como le llamaban a Robespierre, estos girondinos disfrazados de jacobinos eran por demás corruptibles. Parafraseando el autor del El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (Karl Marx) de nuevo la historia se reiteraba; la primera vez había sido una tragedia y esta segunda una farsa pero también trágica. “Echemos el miedo a la espalda y salvemos a la patria” había dicho Simón Bolívar, pero no se echaron  el temor a ningún lado. El miedo los traicionó y se dispararon en el pié.

En ese frío julio de 1976 los gobernantes de facto recién se estaban apoltronando en los sillones, probándose los nuevos uniformes y disponiéndose gobernar en nombre de un pueblo que no los había elegido. Como en la novela de García Márquez, Cien años de soledad, todo era tan nuevo que muchas cosas carecían de nombre y los inventaban: así el gobierno pasaba a ser una sigla PRN (Proceso de Reorganización Nacional) y un remedo de órgano legislativo otra sigla que evocaba a un corralón: CAL (Comisión de Asesoramiento Parlamentario), y cosas por el estilo. Había que ponerle nuevo nombre a eso que no era una república pero decían defenderla y que no era constitucional pero había que inventar algo parecido y de ahí que sustituyen la tan maltratada constitución nacional por las actas para el proceso de Reorganización Nacional. La única institución que permaneció sin mayores modificaciones fue el poder de las togas, el denominado poder judicial.

Fue en ese turbio contexto que se produjo el trágico hecho en la base aérea de Paraná.

Los medios locales no desarrollaron la información más allá de la crónica necrológica que informaba sobre la misa de cuerpo presente de las víctimas oficiada por el vicario castrense Adolfo Tortolo con la asistencia de las autoridades locales, entre otros el gobernador de facto Rubén Di Bello.

En el orden internacional la agencia UPI distribuyó un cable que podemos leer en el periódico mexicano El Bravo del 17 de julio de ese año bajo el título “Jefe de una base aérea argentina muerto por sus propios soldados”, donde informaba que los efectivos “abrieron fuego al suponer que (el avión) había sido asaltado por extremistas”. Agregaba que los soldados estaban haciendo ejercicios para prevenir ataques terroristas. El resto de los detalles difieren de la información oficial. Señala la noticia de la agencia que al descender se escuchó un estampido proveniente de la aeronave presumiblemente disparado accidentalmente del arma de uno de los viajeros. Los soldados dirigieron las suyas contra el grupo de personas que ya estaban descendiendo del avión.

El último combate del caudillo Ramírez

Rubén I. Bourlot


Hace doscientos años Francisco Ramírez, el Pancho de los entrerrianos, libraba su último combate. Ese diez de julio de 1821 las últimas estrellas huían ante el avance arrollador, ineludible del amanecer. Imperceptiblemente, el cielo se iba tiñendo de rosicler y, hacia el levante, se recortaba un horizonte ondulado. La brisa helada del sur congelaba el paisaje semiárido y descorría el aroma salino hacia el norte. Las sierras ascendían como sombras en la penumbra. Aquí y allá bosquecillos de palmeras, quebrachos y arbustos xerófilos, como manchas pintadas por una mano infantil. Una cañada sedienta cortaba la geografía como una herida sin cicatrizar. Aquí un campamento con tiendas deshilachadas, más allá otro pequeño. Los caballos arremolinados dormitaban con sus atalajes puestos preparados para cualquier emergencia. Otros pastaban tarascando, procurando sacar algunas briznas de hierba al suelo pedregoso. Más alejadas, algunas mulas y cabras merodeaban, tempraneras en procura del sustento diario. La serenidad matinal amortiguaba el rumor gastronómico de las bestias y los chillidos de las aves nocturnas que retornaban a sus respectivos refugios.

De pronto, rumbo al bosquecillo de palmeras, algo irrumpió quebrando la armonía circundante. El soldado de guardia, saliendo de su estado de modorra, observó las siluetas en movimiento. Fue un momento de perplejidad antes de dar el grito de alerta. Superponiéndose al alarido del soldado todo estalló. Jinetes se materializaron avanzando directo al campamento, en medio de exclamaciones, fragor de cascos que crepitaban sobre el pedregal, clarines que llamaban a combate. El comandante Anacleto Medina ordenó a gritos los preparativos para la defensa. Los soldados saltaron de su sueño a las monturas, lanza en mano, poncho revoleado. El campo se erizó de lanzas agitándose, avanzando hacia el choque. En el otro campamento Francisco Ramírez y su guardia se pusieron en pie para aguantar la embestida.


Las escaramuzas

Los dos bandos ya estaban frente a frente serpenteando, provocándose, estudiándose prestos para dar el zarpazo. Las fuerzas combinadas de Santa Fe y Córdoba emergían por los cuatro costados. Los entrerrianos, repuestos de la sorpresa inicial atropellaron contra la guerrilla que salía escupida del palmar. Los caballos selectos del comandante santafesino Orrego se deslizaban veloces, con ardor. Por el flanco derecho avanzaba el gobernador cordobés Bedoya, procurando cortar en dos a la partida entrerriana. Para escapar de la encerrona Medina ordenó la retirada hacia al norte por la cañada, entre el algarrobal. El enemigo que los perseguía a sable y fuego en pequeños pelotones. Los panzasverdes desbandados en busca de la frontera santiagueña. El sol insinuaba ya su cabellera resplandeciente.


La cabeza por la dama

El enemigo fue quedando atrás, entre la polvareda. Pero un reclamo ineludible atravesó el aire tenue de las primeras horas. Un preciso golpe de boleadora pialó el rosillo que montaba la Delfina, la coronela de Ramírez. Cayó la bestia y se arremolinaron los soldados excitados en torno de la preciada presa. La mujer forcejeó con valor; gritó auxilio y su sombrero cayó a un lado agitando su penacho de plumas marchitas. La chaquetilla punzó, deshilachada por las espinas de la vegetación y la voracidad de los soldados, apenas alcanzaba a cubrir lonjas de su cuerpo. Los reclamos de la mujer hicieron volver sobre sus pasos a Ramírez y su custodia. Acudieron a la carrera, sables en mano para enfrentar, embravecidos, para enfrentar a la turba. Ramírez ordenó al Indio Medina que auxiliara a la mujer en tanto acometía iracundo a los enemigos. Medina tomó a la dama indefensa, la alzó sobre las ancas de su flete y retomó el derrotero de sus compañeros. El Supremo enfrentó de igual a igual al teniente Maldonado, jefe de los santafesinos. Sus ojos incendiados, en sus manos el sable danzando amenazante. En la mano de Maldonado una pistola apuntó al poncho punzó del entrerriano. Un fogonazo selló el acto y apagó el fuego, el tiempo se detuvo. Sobre el púrpura del poncho se abrió una flor escarlata. Cayó el cuerpo sobre la cruz del azulejo, el poncho flameó en un saludo póstumo y envolvió el cuerpo como mortaja. El caballo piafó inquieto, sin gobierno, sin comprender lo que estaba sucediendo. Otra vez una nube de hombres armados rodeó la escena. Maldonado derramó órdenes a diestra y siniestra; un soldado levantó su sable sobre el cuerpo yacente del caudillo. La delgada sombra atravesó el aire como un relámpago y con ese solo golpe, limpio, temerario mutiló la hidalga cabeza. Irreverente la tomó de la cabellera y ofreció ese objeto sangrante a su jefe y al comandante Orrego.

Ni bien aplacado el polvo de la batallas, el coronel Bedoya garabateó un oficio al gobernador López donde le comunica que “las armas combinadas de esta Provincia y la de su mando acaban de triunfar completísimamente del Supremo de Entre Ríos y su tropa; por instancias de los bravos santafecinos remito en presente la cabeza del caudillo...”

Partió el teniente de dragones José Luis Maldonado con el trofeo a los tientos, envuelto en un saco de cuero de oveja, y el pliego para el gobernador. 


11 de julio

En el Puesto de Fierro, cobijados por una tienda, López sentado frente a su escritorio cebaba mates en tanto escuchaba con atención las novedades de Maldonado. En un rincón, muda y sorda, posaba sobre una mesita la cabeza de la discordia.

- ...Ya se nos escapaba la indiada... -Maldonado hace una pausa para sorber de la bombilla-... rumbeaban para los montes que dan a la frontera con Santiago del Estero, cuando alcanzamos al rosillo de la cuartelera de Ramírez, la Delfina. Un bolazo le pialó el caballo y cayó la hembra, pero en eso vimos que se nos venía al humo una partida de soldados y al frente el taimao de Ramírez. Ahí nomás nos fuimos para atacarlo... una balacera y Ramírez cae herido. No lo podíamos creer. Ahí estaba, tirado, indefenso, tieso el causante de tantas desdichas.

- ¿Y qué fue de la Delfina?

- En el entrevero se la llevaron pa’l monte, en ancas del caballo que montaba el tal Indio Medina...

- ¿Y cómo fue que le cortaron la cabeza?

- Bueno, fue el cabo Pedraza que se le echó encima y de un sablazo limpito se la cortó...

López alza la vista y el interlocutor calla. Su mirada se pierde más allá del techo de la tienda, se hunde en la profundidad del cielo azul que los cubre, sobrepasa las ondulaciones de las sierras, se desliza por las llanuras que bajan al este. Al cabo reflexiona.

- ¡Qué gran hazaña han hecho ustedes! ¡Pobre Ramírez, he ahí el resultado de la guerra civil! Yo, a pesar de su ambición, apreciaba mucho a ese hombre.



Bibliografía

Bourlot, et al (2020). Francisco Ramírez, 200 años de identidad entrerriana, Paraná.

Bourlot, Rubén (2024). El secreto y la jaula. Ana Editorial


4/7/25

El médico que vino del campo y al campo volvió

 Rubén I. Bourlot

 

Los médicos rurales, de pueblos chicos, son protagonistas centrales de la vida comunitaria como el jefe de la comisaría, antiguamente el jefe de la estación del ferrocarril que ya no quedan, la directora o director de la escuela, el cura, el almacenero… El día del médico rural que se recuerda el 4 de julio es precisamente un reconocimiento al notable médico Esteban Laureano Maradona, nacido esa fecha de 1895, que prefirió internarse en los montes del Noreste para llevar su ciencia de curar antes que gozar de los mimos y honores de los cenáculos científicos.

En nuestra provincia el 26 de octubre de 1981 fallecía un médico del pueblo como lo fue Maradona, Víctor Monzalvo, que ejerció la profesión a lo largo de 44 años en la localidad de Primero de Mayo, departamento Uruguay, donde hoy una calle lo recuerda en muestra de gratitud de sus vecinos y pacientes de toda la vida, una calle que se abraza con otra que lleva el nombre del médico que lo reemplazó a mediados de los ‘70: Pedro Golovko Ballán.

Desde principios de la década de 1930, más precisamente el 17de noviembre de 1932, Monzalvo se instaló con su consultorio en la pequeña localidad que era estación del ramal ferroviario de Caseros a San Salvador. Por sus manos pasaron pacientes de la localidad y todas las colonias vecinas. Se integró plenamente a su comunidad, fue miembro de la comisión pro “capilla” en 1923, de las primeras comisiones de la junta de gobierno local en la década del ’60, y participó de los equipos de fútbol pioneros de Primero de Mayo como fue el club San Isidro.

 

El doctor que vino del campo

Víctor Monzalvo había nacido en Concordia el 3 de marzo de 1897, fue bautizado por el padre Benito Trejo en la Parroquia de San Antonio de Padua. Alrededor de 1915 la familia se trasladó a un campo de la estancia El Pantanoso en lo que luego sería la colonia Tres de Febrero, no muy lejos de Primero de Mayo. El maestro Francisco Horacio Francou, en su libro el faro de la cuchilla, recuerda a la familia. Casimiro Monzalvo, el padre de Víctor era un “ganadero muy estimado y respetado entre los pobladores de la zona (…). Casado con doña Zelmira Domínguez, de su matrimonio nacieron: Fructuoso, Víctor, Mateo, Eugenio, María Zelmira y Antonia (…).”

Los hermanos Monzalvo concurrían a la escuela en Villa Elisa, “montados en briosos, bien mantenidos y espléndidamente ensillados caballitos criollos, llegaban al galope tendido por la avenida Gral. Mitre, desde el lado del cementerio (…)”, rememora Francou.

Cursó el nivel secundario en el histórico Colegio del Uruguay y sus estudios de medicina en Buenos Aires, donde conoció a quien años después sería su esposa, Elvira Brandolín, nacida en el Imperio Austro Húngaro hoy al noroeste de Italia, en 1889.

El médico del pueblo falleció en 1981 y su esposa en 1997.

 

El testimonio de sus pacientes

Jorge Manuel Brun, hijo de la localidad, lo recuerda: “Ejerció su profesión con esmerada responsabilidad en Primero de Mayo, entre los años 1932 y 1975. Fue un filántropo, sencillamente humanista, y dedicó su vida a la profesión y a la atención de sus pacientes. Estos llegaban a cualquier hora a su domicilio. Podía ser tarde en la noche o por la madrugada. Nunca eran desatendidos, todo lo contrario. A veces por las noches venían a buscarlo pues el enfermo se había agravado y no podía desplazarse. Él iba a su casa de campo a prestar su atención y llevar el aliento que tanto espera el enfermo. En otras oportunidades, cuando la lluvia convertía el pueblo y sus caminos de tierra en un lodazal, la atención podía ser de asistencia a caballo. No había barreras para su humanidad y el deber de su juramento hipocrático.

“Pero lo que mejor lo destacaba era el ejercicio de la clínica, o sea de esa mezcla de intuición y sabiduría que lo orientaba hacia el diagnóstico certero, y hacia la derivación pertinente si la solución no estaba a su alcance.

“La comunidad supo reconocer su enorme trabajo y honró varias veces en vida y posteriormente. Un Centro de Salud y una calle principal de su pueblo llevan su nombre (…)”.

Y otra vecina, Ofelia Edith de Elia de Bertolyotti que como tantos fue su paciente, recuerda la labor de ese “médico por vocación, médico estudioso e intuitivo, médico sin laboratorios, casi sin radiografías, sin muchos medicamentos, sin gran prosperidad económica, sin ‘status’, sin casa lujosa.” Y continúa la descripción de las limitaciones para ejercer tan digna profesión en “un pueblito con lentas comunicaciones, con distancias largas, sin clínicas ni sanatorios, sin hospitales ni especialistas, casi sin remedios, sin antibióticos, contando muchos años, según sus propias palabras, con las ‘preparaciones magistrales’ del boticario, el siempre recordado don Alfredo Vauthay.”

Mario Ramírez, nacido en la localidad recuerda los métodos sencillos con los que diagnosticaba: “Cuando tenía unos 8 ó 9 años estaba con fuerte dolor de oído y mis padres me llevaron al consultorio del Dr. Monzalvo. Con un martillito de goma, me golpeó la zona de los oídos para concluir que tenía una infección de oído. Una vez que terminó de revisarme me dijo ‘sentate al borde de la camilla con los pies en el aire…’ Con el mismo martillito de goma me golpeó en la zona de la rodilla y mi pie se movía involuntariamente. Después de repetir varias veces la acción con el mismo resultado, me explicó que eso se utilizaba para probar los reflejos… Hasta el día de hoy, cuando se habla de reflejos, recuerdo la enseñanza del Dr. Víctor Monzalvo.”


Bibliografía y testimonios

- Bertolyotti, Ofelia Edith de Elia de, (2007), Historia de Primero de mayo,  Colón, Birkat Elohym.

- Francou, Francisco Horacio, (1942), El faro de la cuchilla, Bs. As.

- Guiffre, Carlos M., Vila Elisa: segunda gesta colonizadora regional, Birkat Elohyn, Colón.

- Testimonios de Mario Ramírez y Jorge Manuel Brun.

3/7/25

Los constructores de ranchos

Rubén I. Bourlot

 

No se sabe cuando comenzaron. Estuvieron un tiempo ahí, hasta que, poco a poco, fueron cayendo en desuso, y cayendo por el deterioro del tiempo. Así desaparecieron los ranchos que fueron un símbolo de la estudiantina de la Escuela Agrotécnica de Colón (Entre Ríos).

Era una época heroica, de rebeldías amables, de búsquedas. De Beatles sonando en alguna spika. Los Iracundos cantándole a Puerto Month, y en alguna que otra guitarra pulsada por un “granjero” (así nos reconocíamos los alumnos de la que se conocía como “Escuela Granja”) que interpretaba una zamba norteña o una de protesta (“De nada sirve escaparse de uno mismo. / Veinte horas al cine pueden ir…”) Eran las décadas de los ’60 y ’70.

Los ranchos crecieron y se multiplicaron a la sombra del frondoso eucaliptal, a la vera de la cañada de aguas turbias, insondables. Esa que llamaban de Góngora, no se sabe bien por qué. Tal vez bautizada por algún granjero aludiendo a ese Góngora que conciliaba el sueño de las horas de Castellano y Literatura con la profesora “Popotito” (René Susana Gerardo) que insistía en despertar el gusto por la poesía clásica: “Las flores del romero,/niña Isabel,/hoy son flores azules,/mañana serán de miel”. O tal vez tuvo un origen más prosaico: un vecino de ese apellido.

Los ranchos eran construidos con los materiales más diversos que la abundancia ponía a mano de la creatividad juvenil. Y con los diseños de arquitectos sin escuadra ni compás. Algunos con paredes quinchadas con barro y paja, como los más criollos, techados con alguna chapa oxidada rescatada por ahí. Otros con muros de troncos o “cachetes” bien amarrados con alambres oxidados. Más grandes, más pequeños, todos con el infaltable fogón y la chimenea. Mucho ingenio para conseguir un buen tiraje y que la habitación no se convirtiera en un ahumador.  Cada rancho correspondía a un grupo que a su vez podía ir admitiendo nuevos miembros, y cada uno tenía un nombre que lo identificaba: “Pochuzo”, “Al Borde”, por ejemplo.

Parte de la vida de los granjeros transcurría en los ranchos. Los tiempos libres, los fines de semana, las horas libres, y las escapadas de clase. Eran el refugio ideal.

Hubo un rancho de dos plantas, el de Munilla, que cobró fama por ser el ideal para las escapadas. Ubicado “del otro lado de cañada” que se atravesaba por sobre un puente de un tronco con  tensor de alambre para sostenerse mientras se caminaba sobre el mismo, al que ningún preceptor se atrevía. Los “escapados” se refugiaban en la “planta alta” del rancho que se accedía por una escalera y abriendo una puerta trampa cerrada desde arriba.

Una vez un preceptor intentó llegar cruzando sobre el precario puente, pero a la mitad del cauce de la cañada balanceó su cuerpo, procuró sostenerse del tensor que los precavidos alumnos habían desatado, y terminó con su humanidad, estrepitosamente, en las barrosas aguas.

Eran lugares de reunión matera hasta que se terminaba la yerba, a veces secada al sol, en días de bolsillos flacos. En días de lluvia no faltaban las tortas fritas. Tampoco faltaban algunos manjares elaborados con los productos que caían en las manos veloces de los granjeros: huevos fritos, algún pollito o un pato a la parrilla.

Épocas de bohemias, sin celulares y sin redes sociales, donde el vínculo cara a cara reforzaban lazos de amistad que aún perduran.

24/6/25

Las raíces indígenas de Paraná

Rubén I. Bourlot

Migrantes involuntarios, el 15 de julio de 1671 una comunidad de tocagües fue asentada en La Bajada. Eran parte de una encomienda: un sistema laboral español que recompensaba a los conquistadores con el trabajo de determinados grupos de personas no cristianas conquistadas. Esas presencias han nutrido las raíces de Paraná, cuando los brotes apenas conocían la luz.

La antigua Bajada del Paraná surge a partir de la inmigración de vecinos de Santa Fe, tras su traslado a la actual ubicación, que a su vez había sido poblada en su fundación original, a cargo de Juan de Garay, por los denominados “mancebos de la tierra” venidos del Paraguay. Estos mancebos eran fruto de los vínculos originarios entre hombres españoles y mujeres guaraníes. Pero la actual Paraná no solo tiene raíces guaraníticas, sino de otras vertientes de pueblos americanos de la región. 

Escribe Facundo Arce que “para ayudar a los incipientes establecimientos de la comarca paranaense se hizo, en 1662, por el Gobernador del Río de la Plata, Don Alonso de Mercado y Villa Corta, un tratado de paz con tribus cayaguatáes, tocagües y vilos”. 

Posteriormente “el 15 de julio de 1671, el Cabildo de Santa Fe dispuso que los indios tocagües (parcialidad mocoví) de la encomienda del maestre de campo Don Francisco Arias de Saavedra, se asentaran en esta banda del Paraná, en el parage que llaman de la baxada”. Este año 1671 es clave para indagar en los orígenes urbanos de la capital entrerriana que registra su fundación en 1730.


Santa Fe de la Vera Cruz

En 1660, en su nuevo emplazamiento, Santa Fe de la Vera Cruz se transformó en un faro que fue derramando su influencia hacia la costa entrerriana en la zona, que en algunos viejos mapas está señalada como Punta de Piedra o La Calera, luego Bajada de Santa Fe o de la otra banda del Paraná. 

La mudanza de la población de Santa Fe desde Cayastá se produjo a lo largo de los años, entre 1649 y 1660. Este primitivo asentamiento entrerriano, un pequeño pueblito que ya se vislumbra en 1715, se fue conformando probablemente con la peonada que trabajaba en los yacimientos de cal en lo que hoy es Bajada Grande, y con quienes prestaban servicios en el puerto o a los viajeros que cruzaban el río para marchar por los senderos que llevaban hacia Corrientes. 

Pero antes de que los criollos santafesinos se asentaran en este sitio algunos grupos de habitantes de la tierra echaron raíces en las fangosas barrancas paranaenses y se constituyeron en uno de los núcleos fundacionales. No fue un acto deliberado ni voluntario. Como se señala más arriba, los tocagües fueron trasladados a la fuerza como parte de una encomienda y por ende obligados a servir de fuerza laboral de un español. En esa oportunidad el Cabildo de Santa Fe dispuso la elección del “estalaje y sitio” para reducir a los indios tocagües del Valle Calchaquí, de la encomienda del maestre de campo Francisco Arias de Saavedra. Se señala como el más a propósito el “de la otra banda del Río Paraná, cuatro leguas de ésta dicha ciudad, en el paraje que llaman de la bajada”, donde ya estuvieron reducidos. Serían asistidos y se les nombraría encomendero.

¿Cuál fue el motivo de ese traslado? Es cuestión a investigar, pero lo cierto es que en ocasiones se lo hacía para incorporarlos a alguna explotación que aquí pudo haber sido el trabajo en las caleras, y en otras el motivo era el de “pacificarlos”. 

Encontramos documentado que en marzo de 1693 se menciona un poder dado al capitán Gabriel de Aldunate para peticionar al rey. Allí se hace referencia a que estaban “por reducirse a la fe católica indios tocagües y vilos, que se han dado de paz, y piden población, iglesia y cura que los dirija y es preciso socorrer en esta necesidad…”. Y años después, en 1716 el Gobernador le responde al Cabildo acerca de la propuesta formulada por Francisco de Vera, de que antes de hacer la guerra a los charrúas (que resistían en el territorio entrerriano), se convoque a los caciques en la Bajada, expresando que esa es su opinión y que, en ese sentido, se le dieron instrucciones a García de Piedrabuena. Un dato interesante para determinar la existencia de este asentamiento en el lugar con caciques interlocutores reconocidos.


El fuerte de La Bajada

Y es conocido para quienes están adentrados en la historia regional la existencia de una pequeña fortificación antes de la erección de la parroquia en 1730. Así lo corrobora un acto del Cabildo de 1727 que registra lo siguiente: “El Alcalde 1º propone la construcción de un fuerte en el puerto de la Bajada, a raíz de las muertes que causan los payaguáes, y a fin de resguardar las embarcaciones que trafican entre una y otra banda, asegurar los pobladores de dicha zona y mantener el transporte de carne, leña, granos, grasa y sebo que le trae a la ciudad para su mantenimiento. 

Para dicho efecto, se comisiona a los Sargentos Mayores Francisco Javier de Echagüe y Andía y Esteban Marcos de Mendoza, con plenas facultades sobre los Alcaldes de la Hermandad y cabos militares. Se los autoriza a construir dos fuertes más en lugares que fueren necesarios para defender las estancias y chacras, y las carretas que vienen del Paraguay y, además, impedir que las familias abandonen la zona, con obligación de reintegrarlas. Se dispone entregar yerba y tabaco a los trabajadores y solicitar al vecindario herramientas para la obra.”

Esto último nos confirma que la Bajada ya constituye una primitiva villa con un movimiento económico propio, un puerto y lugar de tránsito de carretas hacia el norte, lo que justifica la instalación de la parroquia fundadora en 1730. Pero, ¿qué pasó con el primitivo núcleo de tocagües reducidos en 1761? Un indicio de la persistencia de población indígena nos la da Tomás de Rocamora en su informe sobre la zona de 1782 y otros documentos obrantes en el Archivo General de la Nación que un 16 % de ellos se halla “asentada” en las nacientes villas entrerrianas, entre las que podemos contar a La Bajada. 


Isidoro de María, un oriental en Gualeguaychú

Rubén I. Bourlot


El 1º julio de 1851 se coloca la piedra fundamental del primer teatro que tuvo Gualeguaychú. La actual ciudad del sur entrerriano aún no era ciudad y adquirió esa categoría por disposición del entonces gobernador Justo José de Urquiza en noviembre de 1851. Después del triunfo de Caseros, el teatro fue rebautizado con el nombre de Primero de Mayo (también el San Justo de Paraná pasó a denominarse Tres de Febrero). 

Este edificio amplio y de líneas simples, con capacidad para 700 personas, durante varias décadas reunió a los vecinos en funciones teatrales, espectáculos líricos, conciertos, silforamas, bailes, tertulias y debates políticos. Al mismo acudían compañías dramáticas de Buenos Aires y de Montevideo integradas por actores europeos y rioplatenses que, con pocas mujeres en los elencos, recorrían el litoral fluvial para ofrecer su arte a los vecinos de Gualeguaychú, Fray Bentos, Mercedes, Concepción del Uruguay, Concordia, Paysandú, Salto.

"Interesantes expresiones, matizadas por la actividad de actores aficionados de la localidad –escribe un cronista-, multiplicaron  las posibilidades de acceso al lenguaje dramático, creando nuevos públicos, nuevas recepciones hasta mediados del siglo XX."

Pero quién fue el visionario que tuvo la iniciativa de dotar a la ciudad de un espacio propio para las obras dramáticas. Se trata de un activo periodista uruguayo, Isidoro de María, que además fue el maestro de los trabajadores de la prensa local. La iniciativa fue tomada con beneplácito por el gobernador Urquiza que proyectaba la construcción de tres teatros en la provincia: Paraná, Concepción del Uruguay y Gualeguaychú. La obra estuvo a cargo del constructor y director teatral José Quirce.


Isidoro de María

Isidoro de María nació en Montevideo el 2 de Enero de 1815. En 1833 contrajo matrimonio con Sinforosa Navarrete Artigas (hija de Francisco Artigas, primo José Artigas). En 1829 ingresó a la Imprenta del Estado, con 14 años, desempeñándose como tipógrafo y en ese ambiente con aromas a tintas se inició en las lides del periodismo. Primero fue redactor del periódico “El Rayo”, de Montevideo. Ya con alguna experiencia fundó en 1839 el diario “El Censor”. Su vocación periodística la alternó con la actuación en la arena política, otra de sus grandes pasiones, igual que el estudio de la historia.

Estuvo vinculado políticamente con el general Fructuoso Rivera y fue redactor del periódico partidario “El Constitucional” cuyas publicaciones abarcan desde 1838 a 1847. Fue diputado por el departamento de Soriano y vicepresidente de la Cámara de Representantes. Años después ocupó el viceconsulado uruguayo en Gualeguaychú. 

De María tuvo una importante participación en actividades vinculadas con la educación. Fue miembro activo de la Comisión de instrucción pública del departamento de Montevideo y del Instituto de Instrucción pública. Entre otras iniciativas se le debe a De María la implementación de cursos nocturnos para adultos, la escuela graduada e iniciativas respecto a la educación de la mujer.

En el año 1878 fundó la “Revista del Plata” dedicada a temas de historia del Uruguay, comenzando entonces a dedicarse de forma exclusiva a la investigación histórica. Entre 1860 y 1890 publicó numerosos trabajos, entre ellos: Tradiciones y recuerdos. Montevideo antiguo,  Compendio de la historia de la República Oriental del Uruguay y Anales de la defensa de Montevideo. 1842-1851. Es considerado el autor de la primera biografía de José Artigas. 

Los últimos años de su vida los dedicó, entre otras tareas, a ordenar, clasificar y restaurar documentos históricos en calidad de director del Archivo Nacional del Uruguay. Falleció en Montevideo el 16 de agosto de 1906 a la edad de 91 años.


Su paso por Gualeguaychú

Hacia 1846 se fue alejando de sus vínculos políticos con el riverismo y, para cuando se produjo el pronunciamiento de Urquiza contra Rosas, el primero de mayo de 1951, y la consecuente campaña para desalojar a los sitiadores de Montevideo (1843-1851), De María se encontraba en Gualeguaychú. En 1949 le había dado a la ciudad su primer periódico, El progreso de Entre Ríos. En 1852 fue nombrado como vicecónsul de su país en la ciudad y permaneció hasta 1860. En ese tiempo fue cuando escribió “Vida del Brigadier General don José Gervasio de Artigas, Fundador de la Nacionalidad oriental” que publicó en su propia imprenta en 1860.

En 1851 los generales Juan Madariaga y Manuel Hornos -al servicio del gobierno separatista de Buenos Aires- toman Gualeguaychú con la intención de abortar la reunión del Congreso General Constituyente convocado por Urquiza en Santa Fe, y en esa circunstancia De María tuvo un papel protagónico que relata en una carta, rescatada por el presbítero Juan Carlos Borques. Entre otros párrafos refiere que “que el 14 de noviembre de 1852 se daba un baile en la Comandancia y varias familias que asistieron tuvieron que ir en carretas, porque llovía copiosamente (entonces no había ningún carruaje en Gualeguaychú), y que en lo mejor del baile, llegó un chasque con la noticia de que el general Hornos estaba ‘ad portas’ lo que hizo que la concurrencia se desbandara enseguida dándose por terminada la fiesta”. Fue entonces cuando varias personas que se consideraban en peligro, se refugiaron en la casa de De María poniéndose a salvo bajo la bandera del viceconsulado de la República Oriental del Uruguay.


El último adiós a La Delfina

Rubén I. Bourlot

 

El 28 de junio de 1839 el vicario de la Inmaculada Concepción del Uruguay registraba la sepultura de María Delfina, la que fuera compañera del caudillo Francisco Ramírez, la que estuvo hasta el último instante de su vida aquel 10 de julio de 1821. En el escueto documento plasmado en el libro de defunciones se lee textualmente: “sepulté con entierro rezado el cadáver de Ma. Delfina (hay un espacio vacío en el lugar del presunto apellido), Portuguesa soltera, no recibió sacramento alguno (…).” Resulta extraño que con tan prolongada residencia en la ciudad, el sacerdote de la Inmaculada Concepción ignorara el apellido de la mujer.

La Delfina, como es popularmente conocida fue una de las tantas mujeres mito de la historia, que de tanto mentarla se transformó en invisible. Su existencia está registrada en pequeños retazos por los documentos que duermen en los archivos y más abundantemente por las tradiciones y leyendas. Cómo se llamaba realmente, de dónde vino, qué papel jugó en los entreveros de caudillos, cuál fue su verdadero vínculo con Ramírez y qué fue de su vida durante los dieciocho años posteriores hasta que el vicario de la Inmaculada Concepción Agustín de los Santos registrara la sepultura son interrogantes sin respuestas. No se conoce con certeza su apellido y para algunos autores, como Leandro Ruiz Moreno, María sería su nombre y Delfina el apellido, en tanto Fernández Saldaña le adjudica el apellido Menchaca sin mayores pruebas.

Sobre su procedencia tampoco hay certezas, ya que algunos la mencionan como porteña y en el citado documento se le adjudica nacionalidad portuguesa. De ahí que se tejieran varias leyendas: entre otras que habría arribado a Concepción del Uruguay hacia 1818 ó 1819 desde el sur de Río Grande (hoy Brasil), entonces zona de diputa entre los orientales y el imperio portugués asentado en sus dominios americanos. Desde esa zona fronteriza habría venido acompañando a las tropas artiguistas, tal vez prisionera. Algunos relatos la ubican en un campamento artiguista de Paysandú, o tal vez en Purificación, y otros en las cercanías de Concepción de Uruguay, junto a una familia de apellido Souza. También se menciona a un abuelo como su protector en el exilio.

Eran tiempos de desolación en la región. Paysandú y Concepción del Uruguay saqueadas por los portugueses Francisco Xavier Curado y Bento Manuel Riveiro, en su intento por anexar a la Banda Oriental (provincia Cisplatina) a sus dominios.

 

La querida del Caudillo

Hay quien sostiene, solo en base a rumores incomprobables, que esta muchacha habría sido tomada por la familia de Ramírez, Tadea Jordán y Lorenzo López, como doméstica. De alguna manera la Delfina se involucró en la vida de Ramírez.

También de fuentes tradicionales la asocian no solo sentimentalmente con Ramírez sino que se alistó como un miembro de su tropa con uniforme de dragona y el grado de “coronela”.

Entre los escasos documentos que la registran están los oficios intercambiados durante la campaña de Ramírez que culminaría en el triunfo de Cepeda el 1 de febrero de 1820.

A fines de 1819 Manuel de Urdinarrain le escribe a Ramírez desde Santa Fe para informarle sobre la reparación de armamentos donde hace mención a Delfina: “El S.r don José Miguel Carrera entregará para Doña Delfina un poco de yesca que es toda la que se ha encontrado en el Pueblo, a quien se servirá a avisarle.”

También en noviembre de 1819 Idelfonso García desde Coronda le escribe a Francisco Ramírez:

“(…) después de saludar a V.S. con el más yntimo Alfto. le participo el sentimiento que todos hemos tenido por el corto tiempo que ha permanecido en esta mi Señora Doña Delfina y mas habiéndola obsequiado tan cortamente pero creo habrá reconocido nuestro buen afecto para servirla, yo he sentido, no poder acompañarla asta ese destino, pero he dado esta comisión al Amigo Taborda que es lo mismo (…)”

Lo que se desprende de estas comunicaciones es la estrecha relación que había entre Delfina y Ramírez. La memoria popular la considera compañera, amante o pareja del caudillo que a su vez se encontraría comprometido con Norberta Calvento, joven de una reconocida familia uruguayense. La misma tradición sostiene que al morir Norberta, en 1880, fue amortajada con el vestido de novia que tenía preparado para su matrimonio con el caudillo.

 

La última campaña

Durante el ascenso de Ramírez, que se invistió como Supremo Entrerriano de la original República de Entre Ríos, no hay pistas de la presencia de Delfina. Recién a mediados de 1821 se la menciona acompañando al Supremo en su última campaña que terminó con su muerte en Arroyo Seco, Córdoba, cuando, según la leyenda, intentaba alejarla de las garras del enemigo.

El memorioso cronista santafesino Manuel Diez de Andino la señala en sus apuntes cuando relata el derrotero de los hombres de Ramírez en su retorno a Entre Ríos. Así anota el 28 de julio que por una “carta verídica” proveniente de Córdoba se sabe que “el capitán Anacleto Medina, oriental, con la Delfina, mujer que tenía consigo Ramírez, - por cuya causa, murió dicho Ramírez-, la hizo escapar; se supone han tirado al Chaco (…)”. El 29 cuenta que “se dice que Anacleto, la Delfina y cuarenta más orientales han recaído al pueblo de San Javier, aunque la indiada está prevenida de atacarlos por este gobierno. No obstante, un cacique de los montaraces, lo patrocinó.”

El 2 de agosto nuevamente da noticias de la Delfina: “(…) se dice que por regalo de Anacleto a los indios, pasó al Paraná, y la Delfina.”

Cuando asumió el gobierno de la provincia Lucio N. Mansilla, a fines de 1821, parece interesarse obsesivamente por la Delfina. En varias comunicaciones con el comandante de Concepción del Uruguay Pedro Barrenchea y su secretario Juan Florencio Perea se intercambian noticias sobre “el asunto de la Delf... ya es algo complicado, pues Puent... está tan asegurado y perdido por ella…” Este Puent… podría ser el comandante Cayetano Puentes, segundo de Barrenenchea en la Comandancia. En otra comunicación de fines de 1822 Perea le informa sobre “aquella bonita muchacha que vimos con la Benancia está hoy en mi poder y la creo muy digna de un gobernador del Entre Ríos”.

De ahí en más María Delfina entró en un cono de sombra. Sus restos fueron sepultados en el cementerio viejo, que en 1805 se levantó por indicación del obispo Benito de Lué y Riega en su gira episcopal por la provincia. Hoy el sitio está dentro de barrio de La Concepción. 

Artigas y Ramírez en Las Tunas. El último combate

 Rubén I. Bourlot

 

Junio de 1820 fue un mes trágico para los caudillos del Litoral. El gran triunfo federal de Cepeda, donde las fuerzas de Francisco Ramírez y Estanislao López derrotaron al gobierno centralista de Buenos Aires y la consecuente firma del Tratado del Pilar, se empañó con la ruptura entre los principales protagonistas. Meses antes José Artigas había sufrido un duro contraste en la batalla de Tacuarembó frente al invasor portugués. Esta circunstancia le impidió se partícipe de la campaña que culminó en Cepeda.

A partir del Tratado del Pilar los hechos se precipitaron. Las negociaciones relativas a su firma entre López, Sarratea y Ramírez, asumiendo este último el título de gobernador de Entre Ríos, disgustaron a Artigas que lo consideró como un desconocimiento de su liderazgo en la Liga Federal.

Tras un duro e irreconciliable intercambio de correspondencia con Ramírez, Artigas hizo ratificar su autoridad en el Congreso de Ábalos (abril de 1820) y se dispuso a hacerla valer frente al entrerriano. La situación de Entre Ríos se tornó delicada, pues paralelamente actuaban los caudillos Eusebio Hereñú y Gervasio Correa, que no habían acatado lo resuelto en el Pilar. No obstante, Ricardo López Jordán finalmente logró atraer a Correa.

Ramírez se encontraban en la Bajada a mediados de abril y el 26 llegó a Nogoyá. La grave amenaza portuguesa quedó contrarrestada por el ofrecimiento que le hizo el comandante portugués Carlos Frederico Lecor a Ramírez de mantenerse neutral. En tanto la escuadrilla porteña, a las órdenes de Manuel Monteverde, arribaba a la actual Paraná (Bajada) a principios de mayo, trayéndole los auxilios de armas, municiones y pólvora que enfáticamente había reclamado Ramírez a Sarratea, y que eran parte de la cláusula secreta del Tratado del Pilar.

 

Lanzas artiguistas sobre Entre Ríos

Con la autoridad ratificada en Ávalos, Artigas ordenó a Francisco Javier Siti, comandante de Misiones, que avanzara sobre Entre Ríos para atacar el centro del poder del jefe entrerriano. Entre fines de abril y los primeros días de mayo de 1820 las fuerzas del misionero invadieron y saquearon la villa de Concepción del Uruguay, por lo que una parte de sus pobladores tuvieron que refugiarse en Paysandú.

Tras los pasos de Siti avanzó Artigas y agitando lanzas puso rumbo a Paraná. En el arroyo Las Guachas, afluente del Gualeguay, en el actual departamento Tala, lo esperaban las huestes de Ramírez. A las cuatro de la tarde del 13 de junio de 1820 se trenzaron en combate. Los entrerrianos contaban con 600 hombres, en tanto el caudillo oriental encabezaba una montonera de 1.800 efectivos. Al caer las primeras sombras de la noche cesó la lucha sin una definición categórica aunque la peor parte le correspondió a Ramírez que optó por replegarse hacia Paraná con sólo 400 de sus hombres.

 

La batalla de Las Tunas

Agazapado en Paraná, con Artigas pisándole los talones, Ramírez preparó la defensa con el concurso de sus mejores oficiales como José León Sola, Gregorio Piris, Lucio Mansilla, Francisco Pereira, Ricardo López Jordán, Pedro Barrenechea y otros. Apeló a su astucia para elegir un sitio estratégico sobre el arroyo Las Tunas, cercano a Paraná, y provocar al combate al temible oriental.  

El 22 de junio, Artigas le remitió una conminación de rendición de la plaza de Paraná. El oriental contaba con 1.300 efectivos y Ramírez 1.000. El 24 de junio de 1820, después del mediodía, se produjo el enfrentamiento de ambas fuerzas en un combate que según la tradición fue observado desde la cresta de las lomadas por los vecinos de Paraná. La horda artiguista no pudo contra los disciplinados y bien atrincherados soldados entrerrianos.

El sitio exacto donde se produjo el combate de Las Tunas no está determinado materialmente. Algunas suposiciones sitúan el enfrentamiento en la proximidad de lo que se llamaba el Camino de las Carretas, hoy jurisdicción de San Benito. Sobre la ruta 18, en el acceso Este de Paraná, inmediatamente al puente sobre el arroyo, existe un monolito con una placa que reza “en esta zona del arroyo de las Tunas el general Francisco Ramírez, Supremo Entrerriano, derrotó a las fuerzas del general don José Artigas en la batalla de las Tunas (junio 24 de 1820). Los habitantes de Paraná, desde la altura más próxima a la ciudad, presenciaron la acción.”

Si el encuentro fue sangriento, más encarnizada fue la persecución de la derrotada tropa artiguista que rumbeó hacia el noreste a lo largo de ocho leguas. La oscuridad al caer la puso paños fríos a la furia de las lanzas pero no impidió la definitiva derrota de Artigas en un rosario agónico de escaramuzas por las lomadas entrerrianas y por Corrientes: se sucedieron Sauce de Luna (17 de julio), Yuquerí (22), Mocoretá (23) y Ávalos (24), el último encuentro entre los dos caudillos. Luego el oriental se dirigió a Asunción del Cambay, en el Miriñay (15 de agosto de 1820), que señaló el mojón de arranque de su itinerario hacia el exilio. El 5 de setiembre el antiguo Protector de los pueblos libres traspasó el Paraná, por Candelaria, para internarse definitivamente en la selva del Paraguay dejando el escenario de sus luchas, de sus glorias y de sus derrotas. Sólo regresó después de muerto como héroe de la República Oriental del Uruguay, el pequeño país que Artigas nunca quiso ver escindido de las demás provincias del Plata.

22/6/25

El asesinato del último caudillo entrerriano

 Rubén I. Bourlot

 

El 22 de junio de 1889, al promediar el día, mientras paseaba por la calle Esmeralda de la Capital Federal, tal vez yendo a visitar a su amigo Dámaso Salvatierra, el caudillo entrerriano Ricardo López Jordán cayó asesinado de un balazo de pistola en la cabeza.

El homicidio sorprendió a propios y ajenos. En su sepelio numerosos oradores hicieron uso de la palabra. Osvaldo Magnasco, comentando el trágico episodio, dijo que él era el "fin, casi literario diríamos, sino fuera insolente, de una existencia que llena toda una época provincial y que representa, en la esfera más amplia de la Nación, algo así como el fin de una tradición y de un sistema fatal, pero inherente siempre a los períodos de formación".

El asesino resultó ser Aurelio Casas, hijo de un sargento mayor llamado Zenón Casas, que declaró haber procedido en acto de venganza por atribuir a la víctima la responsabilidad personal del degüello de su padre, en el departamento Colón, durante la revolución de 1873, mientras arreaba unas vacas para venderlas en Buenos Aires. Dice Aníbal S. Vásquez que esta versión de ser exacta no sería lógica, porque pareciera poco probable que “ardiendo Entre Ríos por sus cuatro costados, agitado y convulsionado al punto que la Nación envió tantos soldados como a la guerra del Paraguay, todo un sargento mayor del gobierno, estuviera entregado, ajeno a la hecatombe, a pacíficas transacciones ganaderas.”

La anterior es una interpretación del autor pero lo cierto es que ni bien López Jordán fue amnistiado por el presidente Juárez Célman (estaba exiliado en Montevideo tras ser condenado por sus levantamientos entre 1870 y 1876) Aurelio Casas solicitó al Juez del Crimen “sin pérdida de tiempo se expidan la órdenes para que el asesino de su padre sea reducido a prisión, a fin de que se juzgue y reciba la pena a que es acreedor por los innumerable crímenes que con lujo de exceso cometió”. Sin dudas un pedido extemporáneo y plagado de improperios. Finalmente dice que no pide “el banquillo para López Jordán. Que viva el miserable asesino y ladrón, pero allá, fuera de las fronteras de mi patria (…)”.

Y agrega: “Reitero mi pedido a V.S. Que expida órdenes para ser reducido a prisión, sin más trámites, el asesino de mi padre, el tres veces rebelde, el degollador Ricardo López  Jordán y su digno secuaz, el indio Martín, ejecutor de mi padre (…)” con  lo cual no queda claro a quién acusa del asesinato, si a López Jordán o a Martín.

Como era de presumir el juez no hace lugar al pedido de prisión de un amnistiado por la ley Nº 2.310 promulgada por el presidente de la Nación que anulaba todos los delitos por los cuales fue condenado y declaraba prescriptas las acusaciones de Dolores Costa de Urquiza por el asesinato de su esposo Justo José de Urquiza. Movido por el deseo de venganza Casas terminó pasando a la acción y ejecutando su “sentencia” por mano propia ese 22 de junio con una pistola Lafouchez, de fuego central, de dos cañones y de calibre 12, de la cual salieron los dos tiros.

 

Retorno a la querencia

Tras su regreso al país López Jordán se había radicado en Buenos Aires pero previamente retornó a su provincia para realizar una gira donde recibió el afecto de la población. Llegó a Paraná a principios de 1889 para entrevistarse con el gobernador Clemente Basavilbaso, y posteriormente a Concepción del Uruguay, requerido por familiares, amigos y correligionarios. Viajó en tren el 6 de febrero de 1889 en la línea recientemente inaugurada. Allí fue recibido jubilosamente por una nutrida comitiva, y pronunció el discurso de recepción el Dr. Mariano Martínez, según refiere el periódico Uruguay del 9 de febrero de 1889.

Días después la Comisión Ejecutiva del “Club de Recepción” entregó al general López Jordán tres medallas, una de oro, otra de plata y la última de cobre, que llevan en el reverso el lema: “Las Señoras de la Concepción del Uruguay y al General Don Ricardo López Jordán” y en el anverso la imagen de su busto y el lema: “Al patriotismo, al hombre humanitario, al valor”. En la nota que acompañaba a las medallas se lee: “Al depositar en manos del Señor General esta expresión de aprecio y de justicia, nos cabe la satisfacción de saludarlo con protestas de nuestra consideración y estima.” Firman la misma Mariano Martínez, M. Álvarez, Félix E. Martínez, Benito Pándelos, Isaías A. Olivera, Juan B. Martín, Juan Rallo, Juan Melian, Juan Lasarte, Teófilo Ungarria, Federico Provenza, Gregorio Barrera Vega, Andrés Masramón e Isaías Olivera.

También interesa conocer los nombres de las señoras que “costearon las medallas” para comprender un poco más del espíritu de una época: Clementina de Canderbert, Rosa C. de López,

María de Tahier, María de Chabananau Levri, Cándida N. de Painceryra, Petrona N. de López, Teodora L. de Salvatierra, Dolores C. de Céspedes, Dolores C. de Ruiz Moreno, Petrona P. de Panelo, Carmen P. de Gilbert, Rafaela Calventos, Manuela Calventos, María Calventos, Domitila Calventos, Luisa S. de Casanova, Ana de González, Francisca G. de Doca, Isabel G. de Martínez, Virginia C. de Misson, Alfonsina N. de Calvo, Indalecia C. de Sagastume, Francisca de Echayde, María de Reys, Eustaquia G. de Díaz. La documentación citada se encuentra en el archivo del Museo Histórico “Martiniano Leguizamón” de Paraná.

 

Traslado de los restos de López Jordán

El 21 de junio de 1989 el gobierno de Entre Ríos, en un operativo de reivindicación histórica, dispuso el traslado de los restos López Jordán desde el cementerio de La Recoleta a Paraná, depositados provisoriamente en el panteón de la familia Pérez Colman. También se declaró 1989 como el “Año Jordaniano” en recordación del centenario de su asesinato.

El 21 de noviembre de 1994, los restos fueron nuevamente reubicados en un mausoleo erigido en la plaza Enrique Carbó, obra de Néstor Medrano donde se encuentran actualmente. “Durante el acto (…) – describe una crónica periodística - efectivos del Ejército, la Fuerza Aérea, Prefectura naval Argentina, Gendarmería Nacional, Policía Federal y Policía de Entre Ríos depositaron la urna (cubierta con la bandera nacional) con los restos del general Ricardo López Jordán en el interior del monumento especialmente erigido (...)”.

13/6/25

Diamante y sus orígenes con raíces guaraníes y criollas

Rubén I. Bourlot

El forzado traslado de un centenar de guaraníes desde Mandisoví a Punta Gorda en 1832 es un necesario antecedente de la fundación de Diamante en 1836. Los pobladores allí reunidos deben haber conformado el núcleo inicial del pueblo aunque no queden demasiados registros documentales.

El historiador Ricardo Brumatti dice que “durante la gobernación de Pascual Echagüe, en 1832 se trasladaron familias de guaraníes de la zona de Mandisoví, que se sumaron a los habitantes lugareños y estuvo a punto de fundarse un pueblo, pero recién el 27 de febrero de 1836, cuando la Honorable Representación Provincial aprobó la correspondiente Ley y el nombrado primer mandatario provincial la promulgó el 1º de marzo, se fundó denominándolo ‘El Diamante’”.

Punta Gorda era un punto estratégico para asegurar la defensa del río Paraná y es por ello que en 1812 se emplazó en el lugar una batería, meses después de las baterías que se instalaron a la altura de Rosario y el la isla Espinillo donde Belgrano creó la bandera. Pero además era un punto ideal para atravesar el río por el denominado Paso del Rey, que fue utilizado en reiteradas oportunidades por Francisco Ramírez y luego Justo José de Urquiza en la conocida campaña contra Juan Manuel de Rosas. Esta denominación se refiere a la prominencia costera que se extiende desde la desembocadura del arroyo La Ensenada hasta la boca del arroyo Azotea. A mediados del siglo XIX se la conocía también como "Punta del Diamante"

Los 99 guaraníes

En 1830 el caudillo oriental Fructuoso Rivera había emprendido una enérgica campaña contra la población indígena que culminó en 1831 con la matanza de charrúas en el arroyo Salsipuedes. También guaraníes radicados en Bella Unión sufrieron las persecuciones y huyeron a Mandisoví donde fueron recibidos por el comandante del lugar.

En agosto de 1830 el gobernador José León Sola se dirigió a la Legislatura “para poner en su conocimiento que acaba de tener un parte del Comandante de Mandisoví por el que avisa que muchas familias de las naturales de Misiones que se hallaban en Villa Unión, se han venido a esta banda buscando asilo y protección del Gobierno de esta Provincia quien no ha podido mirar con indiferencia la reclamación que hacen aquello infelices, que cansados de padecer solicitan un rincón donde refugiarse, después de haber concluido sus intereses, agregando a esto la decisión con que estos naturales se empeñan en sacudir el ominoso yugo con que el Imperio del Brasil oprimía la Banda Oriental.” El mensaje continuaba informando que se les permitió a las familias localizarse “en el lugar de Mocoretá” proveyéndoles “alguna mantención de carne en razón de la suma indigencia que se manifiesta en algunos de estos desgraciados” y previniendo que ante la necesidad “estas causen algunos daños de los hacendados”.

En 1832 el gobernador Pascual Echagüe, preocupado seguramente por la presencia de la población cerca de la frontera con el país vecino, le ordenó al entonces comandante general del Uruguay, Justo José de Urquiza, que organizara su traslado a la costa del Paraná. También dispuso el retiro de todo el armamento que conservaban. Las armas quedaron a disposición de los Cívicos de Mandisoví. El 13 de junio Urquiza se trasladó al caserío y les arrimó algunas vituallas para iniciar la marcha hacia Nogoyá puesta bajo el mando del coronel Miguel Tacuabé “sin permitir que se desparramen”, era la orden. Esta medida originó algunos conflictos pero el más grave se produjo cuando ordenó que del grupo se separaran 22 hombres para formar con ellos un piquete que debía quedarse en Mandisoví a lo que se sumó el retiro de cuatro familias con conocimientos de carpintería y música que se necesitaban en ese lugar. Finalmente, el 26 de julio,  emprendieron la marcha hacia Punta Gorda bajo la supervisión del capitán Domingo Álvarez.

Dice Brumatti que “Punta Gorda, cuya costa permitía servir como puerto natural, el río surtía de excelente pesca, sus montes proveían de leña y la posibilidad de caza, lo que atrajo una corriente colonizadora, principalmente desde el Oeste, formándose los primeros asentamientos en la zona.” Y a esto se agrega que la presencia de la batería mantenía en el lugar una importante dotación de soldados acantonados. Es por ello que con la llegada de los guaraníes se evaluó la posibilidad de fundar un pueblo recién concretado en 1836.

Diamante

Finalmente, el 27 de febrero de 1836 la Sala de Representantes provincial sanciona una ley por la cual “se designa la localidad de Punta Gorda, terreno de propiedad del Estado, para la fundación de un pueblo que en adelante se llamará Diamante bajo la protección de San Francisco Javier.” El articulado abunda en detalles sobre la planificación de la planta urbana que contará con “diez cuadras cuadradas sobre la ribera del Paraná” y media legua de espacio en los alrededores destinados a chacras y pastos. Similar al diseño de las antiguas fundaciones españolas la planificación comprendía una plaza central y manzanas divididas en cuatro solares. No obstante recién a fines de 1847 se concretó el establecimiento del pueblo, bajo la nueva advocación de San Cipriano, en homenaje a Cipriano de Urquiza, asesinado en Nogoyá tres años antes.

Queda en la incógnita el motivo del nombre de Diamante. Según Martín Ruiz Moreno “El Diamante ocupa uno de los lugares más pintorescos de la ribera del río Paraná; por eso se le cambió el nombre de Punta Gorda, por Diamante”. Hay que acotar lo citado anteriormente que Punta Gorda también era conocida como Punta Diamante y de ahí se pudo haber tomado el nombre.

Para publicar en este blog enviar los artículos a bourlotruben@gmail.com. Son requisitos que traten sobre la temática de este espacio, con una extensión no mayor a 2500 caracteres y agregar los datos del autor. Se puede adjuntar una imagen en formato jpg.
---------------------------------------------------------------