Por Rubén Bourlot
Esta nota fue publicada originalmente en el periódico Impacto
rural.
El sistema productivo de la cadena avícola es uno de los más
dinámicos de Entre Ríos. La avicultura logró constituirse en una actividad altamente
tecnificada y con incorporación de valor agregado dentro del territorio
provincial, lo que impacta en la ocupación de mano de obra local. Y por otra
parte contribuye a evitar la emigración de la familia rural, un fenómeno que
alientan otras actividades como la agricultura sojera que ocupa escasa mano de
obra en el campo. No obstante hay un eslabón de esta cadena que es el más
delgado, como siempre lo fue: el productor avícola.
El esquema de integración vertical para el engorde de
pollos, con la incorporación del criador, tiene sus orígenes a fines de la
década del ‘60 con lo que el frigorífico se garantiza la provisión de materia
prima. El sistema afectó a los productores independientes que se iban quedando
sin alternativas para colocar su producción a precios razonables.
El productor integrado, generalmente propietario de las
instalaciones, no cuenta con contratos claros al momento de incorporarse y
generalmente los acuerdos son por crianza. La continuidad depende del arbitrio
de la empresa integradora. Tampoco se le garantiza una frecuencia en la entrega
de pollos. Ante cualquier disminución de la demanda se suspende o dilata la provisión
del pollito y el productor se queda con las instalaciones ociosas y sin ninguna
indemnización.
La relación contractual es una simple adhesión a las
condiciones impuestas por el integrador, la parte más fuerte de la relación.
Estas empresas locales o multinacionales se encuentran a su vez integradas
horizontalmente y en la mayoría de los casos apelan a prácticas monopólicas quedándose
con la parte más redituable del negocio, o sea con la gallina de los huevos de
oro.
El propietario de la granja integrada está obligado a
ofrecer instalaciones adecuadas a requerimiento del integrador, con exigencias
de mejoras que se incrementan con el tiempo y a medida que avanza la tecnología.
Esto obliga al productor a invertir continuamente. Sería lógico que este
esfuerzo fuera compensado con mejoras en el precio que se paga por una producción
de más calidad y eficiencia pero casi nunca se refleja en su bolsillo. Tampoco
el productor ve reflejado en el precio lo que se paga el pollo eviscerado en el
mercado. Tengamos en cuenta que en la actualidad, se abona por pollo entregado al
frigorífico entre 90 centavos a 1,30 pesos. En el mercado ese mismo producto
llega al consumidor final entre 12 y 14 pesos el kilo o más. Un informe
publicado en una revista de la provincia
de Buenos Aires hace unos meses estimaba que “si hace tres años la industria
pagaba 1,30 pesos por pollo, ahora está pagando 1,60”. Téngase en cuenta el
kilo de pollo en 2010 se vendía al consumidor final a unos 6 pesos el kilo.
El citado informe indica que hace unos cinco años, un
productor con capacidad para 20.000 aves podía vivir razonablemente pero ahora
se necesitan al menos criar unos 40.000 pollos para lograr el mismo objetivo. También
nos encontramos que nuevos actores ajenos a la actividad se van incorporando al
negocio de la crianza, invirtiendo dineros de otro origen en instalaciones de
gran escala que alteran la ecuación para el productor del campo. No hay dudas
que la “eficiencia” se sostiene sobre las espaldas del productor que vive o
trabaja en el campo, que tiene su familia arraigada en las zonas rurales y se
resiste a emigrar para sobrevivir en la ciudad.
Decíamos al principio que esta situación se arrastra desde
fines de la década del ‘60 cuando fueron desapareciendo los productores
independientes al mismo ritmo que dejaban de funcionar los frigoríficos más
pequeños, que no contaban con proveedores integrados. En 1974, desde el
gobierno provincial de esa época se implementó el Plan Integral de
Reconstrucción y Nacionalización Avícola (PIRNA) que pretendió, junto a las cooperativas,
mejorar las condiciones de trabajo del productor y ofrecer un precio justo. El
plan no arrojó resultados satisfactorios debido a varios factores como la
desconfianza del avicultor, la falta de experiencia y eficiencia por parte de
los sectores involucrados: cooperativas, proveedores de pollos y alimentos, y funcionarios
responsables.
Hoy nos encontramos con la misma situación de hace cuatro
décadas. Desde la industria, prevalece la voluntad de las empresas que sólo se
preocupan por producir más y obtener el máximo de ganancia sin importarles si lo
hacen con cien familias radicadas en el campo o a través de mega instalaciones
automatizadas atendidas por pocas personas.
¿Cuáles son las soluciones? Sin dudas no son muchas las
variantes pero deben pensarse a partir del productor y de su voluntad de
mantenerse unidos. El sistema ensayado en la década del ‘70 (PIRNA) pudo ser
una alternativa y el cooperativismo es una herramienta válida.(1) El gremialismo rural nunca estuvo muy al tanto de esta
problemática, tan activo para cuestionar las retenciones de la soja, pero podrían
mirar por una vez hacia al pequeño y mediano productor.
Por otra parte, desde el Congreso de la Nación, hace unos
dos años se presentó un proyecto para regular los contratos de integración que
duerme el sueño de los justos. No hay dudas que las presiones lobistas son muy
fuertes y anulan cualquier intento de modificar el sistema a favor de la parte
más débil.